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sábado, 12 de febrero de 2011

TREINTA AÑOS DE MANIFIESTO o de qué hablamos cuando hablamos de Cataluña

(Foto: L.Antonio Gil)
Dentro de un mes se cumplirán treinta años desde la publicación del "Manifiesto de los 2.300". He sido invitado por la asociación IMPULSO CIUDADANO a un homenaje en Barcelona a los que promovimos ese Documento. Me he visto obligado a profundizar sobre los problemas que en él se denunciaban. He dividido la entrada en partes para que sea más cómoda su lectura.

LA PUBLICACIÓN DEL MANIFIESTO

Hace treinta años redacté un Manifiesto por la Igualdad de Derechos Lingüísticos en Cataluña, que se publicó en el Diario 16 el 12 de marzo de 1981 con el aval de 2.300 firmas, por lo que en adelante se conoció como el “Manifiesto de los 2.300”. De los muchos Manifiestos que se han difundido en los últimos años en nuestro país, posiblemente sea el que mayor polémica y repercusión ha tenido. Sin duda, la exagerada reacción del nacionalismo catalán contribuyó a esta difusión, pero también el hecho de que su contenido ponía de manifiesto un problema que hoy, treinta años después, sigue plenamente vigente: el de la desigualdad de derechos lingüísticos en Cataluña.
La gran repercusión nacional que tuvo el Manifiesto hay que explicarla porque la denuncia que en él hacíamos cuestionaba el rumbo que el nacionalismo iniciaba, que no era otro que el ir imponiendo el monolingüismo como paso previo e imprescindible para lograr su principal objetivo: la independencia. La violenta reacción de los medios políticos catalanistas, con casi toda la prensa, la radio y la televisión siguiendo sus consignas, era la mejor prueba de que habíamos desvelado una realidad y una estrategia política que se quería ocultar, tanto dentro como fuera de Cataluña. El ataque fue tan furibundo y unánime, utilizando la descalificación personal y política como único y principal argumento, que ya por sí solo nos cargaba de razón.
He repasado la prensa del momento y constantemente se repiten los mismos calificativos insultantes: lerrouxistas, españolistas, ocupantes, imperialistas, anticatalanes, centralistas, franquistas, etc. Se buscaba provocar un rechazo elemental, manipulando los reflejos ideológicos y emocionales que habían sido tan eficaces en la lucha contra la dictadura, identificándonos con posturas antidemocráticas y de ultraderecha. ¿Lo lograron? En gran parte sí, pues incluso hoy muchos califican aquella iniciativa en términos parecidos.
Tampoco los firmantes del Manifiesto pudimos defendernos de esas acusaciones, no sólo por la censura que se impuso (el caso más elocuente fue el veto de El País, que dedicó varios artículos a denigrarnos y no aceptó ni el derecho de réplica), sino porque pronto comprendimos que nada podíamos hacer frente a aquella avalancha de insultos y tergiversaciones. No éramos ni un partido político ni una plataforma ciudadana. Ni siquiera pudimos constituir una asociación cultural, lo que intentamos en un primer momento. Martín Villa, entonces Ministro de Administración Territorial del gobierno de UCD, nos entretuvo y engañó hasta que nos dimos cuenta de que no tenía ninguna intención de apoyarnos. Ante esta situación, muchos decidimos abandonar Cataluña, nuestra única forma de protesta. Los primeros veinte firmantes, además, habíamos sido amenazados por el grupo terrorista Terra Lliure, que acababa de tirotear en una rodilla a Federico Jiménez Losantos, lo que algunos periódicos calificaron insultante y provocativamente como “piernicidio”.


CÓMO SURGIÓ EL MANIFIESTO

Pasado ya suficiente tiempo, conviene aclarar qué fue y qué no fue aquel Manifiesto. En primer lugar, su origen y orientación política e ideológica. Esta iniciativa no nació de ningún medio derechista, sino de gente de izquierdas. La idea de redactar un Manifiesto surgió en una cafetería en la que nos encontrábamos Carlos Sahagún (poeta, catedrático, comunista entonces, incluso leninista), José Luis Reinoso (profesor y sindicalista) y yo (profesor y escritor, recién afiliado al PSC-PSOE, que entonces todavía no había perdido las siglas PSOE).
Tres fueron los “detonantes” inmediatos que nos empujaron a tomar esa decisión: el Decreto de traspaso de funcionarios a la Generalidad (que provocó la salida de Cataluña de miles de enseñantes), el proyecto de Normalización de la Lengua Catalana (orientada hacia el monolingüismo, con la consiguiente inmersión lingüística, que obligaría a todos los profesores a dar las clases en catalán) y la polémica suscitada a raíz de la censura del libro de F.J. Losantos, Lo que queda de España, por parte de la revista El Viejo Topo -en la que yo entonces colaboraba-, un hecho que abrió los ojos a algunos escritores e intelectuales sobre los peligros de la defensa incondicional del catalanismo.
Redacté el texto de un tirón, pues tenía las ideas muy claras. Con un pequeño añadido de Federico Jiménez, el texto nos pareció bien y decidimos empezar a recoger firmas. Pensamos que necesitábamos un primer firmante conocido para lograr un mínimo de repercusión. Se propuso a Amando de Miguel. Fuimos a verle Carlos Sahagún y yo a la Facultad de Pedralbes y para nuestra sorpresa nos dio su firma sin ningún titubeo. Las siguientes firmas llegaron de dos ámbitos: el de los enseñantes y el de los medios profesionales e intelectuales. Los primeros firmantes estábamos ligados a los dos ámbitos, con lo que fue fácil recoger pronto numerosas adhesiones. Al activismo de J.L. Reinoso se unió la participación de Jesús Vicente y José María Vizcay, que entonces pertenecían a la Ejecutiva de FETE-UGT, así como la de Leandro Sánchez, secretario del sindicato ASPE. En cuanto tuvimos suficientes firmas (coincidió con el número 2.300) decidimos publicarlo en el Diario 16. Se cruzó entonces el intento de golpe de Estado de Tejero, así que tuvimos que posponer la publicación unas semanas. Por cierto, aquel esperpéntico y peligroso intento de Tejero dio lugar a otro Manifiesto por la Democracia, que se publicó unos días antes en el Periódico de Cataluña, donde aparecieron las firmas de Amando de Miguel y la mía junto a las de Luis Aranguren, Carandell, Rubert de Ventós o Francesc Vallverdú, quienes, casi acto seguido, y en total incongruencia, nos tildaron despectivamente de “intelectuales franquistas”. Yo por aquellas fechas, además, tenía todavía pendiente un consejo de guerra por la publicación de un artículo en una revista escolar en 1978.


REPERCUSIÓN DEL MANIFIESTO

En cuanto se publicó el Manifiesto provocó una oleada espontánea de adhesiones. Destaco dos colectivos, por su significación: el de las Casas Regionales (de bastante influencia entre los inmigrantes) y el de los obreros organizados (un día nos llegaron más de 1.500 firmas de los trabajadores de SEAT, la empresa que más se significó en la lucha antifranquista). Así que carecían de todo fundamento las acusaciones con que se nos descalificó y trató de deslegitimar ideológica y políticamente.
Dos semanas después de hacer público el Manifiesto ya teníamos más de 6.000 adhesiones. No habiamos organizado ningún tipo de recogida de firmas. Nos llegaban de personas desconocidas que por su propia iniciativa recogían adhesiones y nos las hacían llegar. Cuando tuvimos más de 20.000 decidimos no recoger más. No sabíamos qué hacer con ellas. Aïna Moll, la responsable de Política Lingüística de la Generalidad, nos exigió públicamente que le entregáramos las primeras 2.300 firmas a las que hacía referencia la publicación del texto. Me mandó un escrito para que yo transmitiera a todos los firmantes del Manifiesto que nos convocaba a una reunión en su despacho. ¡Quería vernos y contarnos a los 2.300! Como sólo acudimos cuatro (Amando de Miguel, Carlos Sahagún, José Luis Reinoso y yo), proclamó a la prensa que, mientras no viera y comprobara las firmas, consideraba que no éramos más que cuatro los firmantes del Manifiesto. Nos acusaron de cobardes por sólo hacer públicos los veinte primeros nombres. Era también una forma de decir que mentíamos, que el Manifiesto era un asunto de cuatro pseudointelectuales (cuatro gatos).
Como luego he dicho, el Manifiesto era tanto de derechas como de izquierdas, lo que significaba que no podía ser utilizado políticamente en exclusiva por ninguno. (Los temas verdaderamente importantes nunca son propiedad de ningún partido político). Esto, que fue su mejor valor, también fue su mayor debilidad. El contenido del Manifiesto, sin embargo, se enmarcaba claramente dentro de las preocupaciones de la izquierda, pues era constante su apelación a los inmigrantes y trabajadores, a sus derechos ciudadanos, su situación de marginación cultural y la repercusión negativa que la imposición del catalán tendría en sus condiciones de trabajo e integración social. Las referencias políticas también eran claras: repetidamente se defendía en el texto la democracia, la Constitución y el Estatuto de Autonomía, la tolerancia, la lengua y cultura catalanas, la convivencia, la libertad, el respeto mutuo, el pluralismo, etc. El último párrafo decía: “No queremos otra cosa para Cataluña y para España, que un proyecto social democrático, común y solidario”.
Nada de esto hizo dudar a nuestros detractores. La mayoría de los medios de comunicación se dedicó a repetir las descalificaciones, referidas a un texto que nunca quisieron publicar, seguramente por miedo a que la burda manipulación quedara demasiado de manifiesto. Entre las estupideces que se dijeron y escribieron aquellos días, destaco una que ilustra por sí sola el ambiente que se creó. El tal Francesc Vallverdú, corresponsal de El País en Barcelona, encontró una explicación al “enigmático” hecho de que el Manifiesto llevara la fecha del 25 de enero (la de su redacción), cuando su publicación había sido el 12 de marzo. Rebuscó en la historia y encontró ¡que el 25 de enero fue la víspera de la entrada de las tropas franquistas en Barcelona!… Así que por ahí se nos veía la patita; la pezuña, vamos: estaba claro que éramos franquistas encubiertos.


¿QUÉ DENUNCIÁBAMOS EN EL MANIFIESTO?

Hoy, treinta años después, es hora de restituir la verdad y defender el propósito que entonces nos animó, porque los hechos, siempre tozudos, no sólo nos dieron muy pronto la razón, sino que toda la historia posterior ha venido a confirmar nuestros peores augurios. El Manifiesto fue el primer intento de poner freno a un nacionalismo excluyente e intimidador. ¿Qué logramos? Poco, pero seguramente mucho más de lo que podíamos imaginar.
Aunque lentamente, aquella primera reacción sentó las bases de un discurso que hoy pocos se atreven a invalidar, avalado no sólo jurídica, sino ideológicamente, aunque este hecho apenas se refleje en el ámbito político, lo que supone una anomalía que debería hacer reflexionar, especialmente a los partidos de ámbito nacional. Muchos nos han ido dando poco a poco la razón, dentro y fuera de Cataluña. Incluso algunos de nuestros antiguos detractores han acabado asumiendo nuestros postulados. Los políticos, sin embargo, siguen jugando a la gallina ciega o la ruleta rusa, pactando irresponsablemente componendas y mirando sólo a sus cálculos electorales.
¿Pero qué defendíamos en aquel Manifiesto? Algo que está en el espíritu y la letra de la Constitución: la cooficialidad jurídica y real de las dos lenguas de Cataluña, el catalán y el español. La no exclusión, por tanto, del español de la vida pública, empezando por la enseñanza y siguiendo por el comercio, la política o la administración. Respetando siempre el principio de libre elección y uso de cualquiera de las dos lenguas. Y dejando a los ciudadanos la libertad de comunicarse entre sí con la lengua que deseen, sin presiones, imposiciones, ni coacciones de ningún tipo. O sea, permitir un bilingüismo real, dinámico e integrador, que asegure el derecho individual y colectivo a usar la propia lengua materna en todos los ámbitos públicos y privados. Esto vale tanto para la lengua catalana como para la española, pero así como estos derechos están hoy totalmente asegurados para el uso del catalán, no ocurre lo mismo con el español, pese a las sentencias jurídicas que lo avalan.
¿Pero por qué el catalanismo se empeña tanto en desterrar el español de la vida pública y privada de Cataluña, por qué no le importa despreciar, de modo chulesco y provocativo, la legalidad, empezando por sus máximos responsables políticos? Por lo que decíamos al principio: la imposición del monolingüismo es la condición esencial del nacionalismo, la piedra angular sobre la que se asienta el proyecto independentista. Porque no se trata sólo de defender y extender una lengua, sino de imponer y propagar una adhesión al proyecto independentista. De lo que se trata es de que, a través de la expansión e imposición de la lengua, se produzca una identificación con el nacionalismo, cuya esencia es el diferenciarse como sea de España y lo español. Su principal signo de identidad es el no querer ser español. El adoctrinamiento es muy simple: Cataluña es una nación, la lengua de Cataluña es el catalán, así que aquí se tiene que hablar el catalán, no el castellano. Si Cataluña es una nación con su propia lengua, está claro que no es España. Si no es España, ¿por qué no va a tener el derecho a independizarse?
Se trata de crear una barrera psicológica entre lo catalán y lo español, una incompatibilidad. Hablar catalán para muchos se ha convertido, no sólo en una forma de afirmación, sino de separación y negación de lo español. Consideran que hablar español es una falta de respeto, una ofensa a la propia identidad. Este es el verdadero propósito de la inmersión lingüística: identificar el uso del catalán con la identidad nacionalista, y ésta hacerla inseparable del sentimiento independentista. El problema no es sólo la inmersión lingüística, sino lo que conlleva: la inmersión ideológica y psicológica. Por eso la consideran un principio irrenunciable.


EL PROYECTO INDEPENDENTISTA Y LAS TRAMPAS LINGÜÍSTICAS

¿Pero no es legítimo el sentimiento y el proyecto independentista? Por supuesto que sí, pero con una condición indispensable: que respete las reglas democráticas. Porque el problema está ahí: que para extenderse e imponerse, el proyecto independentista necesita utilizar métodos antidemocráticos, saltarse las normas y no respetar los derechos de los ciudadanos. El problema está, no en aspirar a ser independientes, sino en cómo y cuándo lograrlo. Los catalanistas han hecho un razonamiento muy simple: si aceptamos las actuales reglas de juego democráticas, es muy difícil que el proyecto independentista vaya adelante; habrá que forzar, por tanto, todas las leyes y aprovechar el poder que tengamos para inclinar la balanza a nuestro favor. Es un proyecto fríamente calculado y tenazmente sostenido. Para lograrlo se ha utilizado, entre otras, una estrategia muy eficaz: la implantación de trampas lingüísticas, la ambigüedad semántica y jurídica. Crear espacios en blanco que rápidamente puedan ser conquistados. Y una vez conquistados, ni un paso atrás.
Pongamos un ejemplo de esta estrategia de “limpieza” léxica y semántica: está prohibido llamar español a la lengua española, hay que llamarla castellano. Llamarla español es tabú, un signo de imperialismo, rancio centralismo y negación de la realidad plurilingüe y plurinacional de España. La imposición ha tenido tanto éxito que yo de pronto un día dejé de ser profesor de Lengua Española, como acredita mi nombramiento académico, para convertirme en profesor de Lengua Castellana. Hemos llegado al extremo de que si a alguien se le escapa eso de “español”, automáticamente se corrige y disculpa.
¿Qué hay detrás de esta maniobra lingüística? Es evidente: si reducimos lo español a lo castellano, minimizamos no sólo la lengua, sino que hacemos un guiño a todos los no castellanos para que se rebelen contra el “imperialismo castellano”. ¿Qué siente un andaluz al saber que la lengua que habla no es español, sino castellano? Se ha creado una falsa oposición semántica entre español y castellano, llenando de connotaciones políticas el uso de términos habitualmente indistintos. ¿Con qué propósito? El de ir desvirtuando y vaciando de contenido todo lo que suene a español. El colmo de la manipulación es utilizar el argumento de que las otras lenguas peninsulares son también españolas, así que no puede haber una lengua común española por antonomasia. El español, por tanto, no existe, hay que proscribir la palabra. Es un argumento de un cinismo rebuscado e insultante, porque no es verdad que los que han logrado excluir el término de español, piensen que las otras lenguas periféricas son españolas. Como escribí en otro sitio:
-Resulta sospechoso que quienes basan toda su acción política en diferenciarse lingüísticamente y políticamente de España reivindiquen que su lengua es también española.
-Resulta incoherente reivindicar en este caso un adjetivo cuando se niega el sustantivo, España, cuyo término se ha sustituido por el de “Estado Español” hasta en contextos inverosímiles.
-¿Por qué se supone que llamar español a nuestra lengua es negar algo a las otras lenguas, excluirlas o no considerarlas?
El sentido común nos dice que si no existe España tampoco puede existir lo español. También nos dice que es tan forzado llamar castellano al español como ampurdanés al catalán. Pero a lo mejor cualquier día de estos la Real Academia Española de la Lengua pasa a llamarse con el nombre menos imperialista de Academia de la Lengua Castellana… Los académicos, nos es que se hayan distinguido por la defensa de la lengua común, aunque no les paguemos para otra cosa. La absurda imposición de cinco lenguas en el Congreso responde al mismo propósito, no a ninguna necesidad de comunicación ni a una repentina voluntad de entendimiento, de integración mediante el reconocimiento de la diversidad lingüística, sino a todo lo contrario: marcar las diferencias, hacer visible la disgregación bajo la hipócrita capa de la tolerancia, negar la existencia de una lengua común o cualquier proyecto compartido. Para este propósito, hasta los catalanes han aceptado el disparate científicamente insostenible de diferenciar su lengua de la de los valencianos.
La guerra semántica se ha extendido al uso de términos como nación, autodeterminación, derechos históricos y democráticos. La maraña es difícil de desenredar. Empecemos por el término nación, la madre de todas las batallas.
El término nación hoy tiene poco que ver con su etimología o su significado cultural: es enteramente político. Los independentistas lo saben, por eso se han empeñado tanto en imponerlo. Pero, contra esta imposición y adoctrinamiento, hay que repetir que hoy Cataluña no es una nación, por más que, a fuerza de insistir, ya casi nadie lo ponga en duda, lo que muestra hasta qué punto la presión lingüística está alcanzando sus objetivos. No lo es, aunque tenga el derecho a aspirar a serlo. Y no lo es, porque cuando se dice que Cataluña es una nación, lo que en realidad se está proclamando es que Cataluña, al ser una nación, tiene derecho a constituirse en Estado, y que el hecho de que no lo sea es una anomalía antidemocrática. Pues es esto precisamente lo que no podemos reconocer, porque es dar por supuesto lo que se debía antes demostrar. Es poner la carreta delante de los bueyes.
No podemos aceptar que Cataluña es de hecho una nación, porque entonces tendríamos que acabar aceptando que también lo sea de derecho. Pero hoy Cataluña no es una nación, ni de hecho ni de derecho. La única nación que la Constitución reconoce es la española, Constitución que fue votada por la inmensa mayoría en Cataluña. Eso de “nación de naciones”, por otra parte, no es más que otro artilugio semántico, un imposible jurídico que no tiene más que un sentido retórico que propaga aún más la confusión, de la que tanto rédito político sacan los independentistas. Porque, al proclamar que Cataluña es una nación,¿se acepta que, por ejemplo, el español es también la lengua oficial de Cataluña? ¿A qué Cataluña se refieren los que la definen y proclaman como nación? ¿A una Cataluña también española, o sólo catalana? Se trata de imponer como verdad indiscutible que Cataluña es hoy ya una nación. Si además se añade el “som”, el “somos”, la maniobra es perfecta: quien no se identifique con esa verdad no pertenece a ese “som”, no es catalán ni podrá serlo.
¿Pero en qué se basan los catalanistas para proclamarse nación y para imponernos esa supuesta verdad a todos los demás? En la falacia de los mal llamados “derechos históricos”. Falacia, porque ni la tierra ni el territorio tienen derechos, los tienen las personas, que en la democracia son ciudadanos por encima de cualquier otra consideración (raza, lengua, origen o nivel económico). Y en la democracia son las leyes aceptadas por la mayoría las que reconocen los derechos y los deberes, no la historia, ni la lengua, ni ninguna identidad nacional previa.
No se pueden abolir los derechos del presente apelando a derechos del pasado, entre otras cosas, porque los derechos del pasado tenían contenidos y ámbitos de aplicación referidos a épocas en que no existía la democracia. ¿Derechos democráticos históricos? Los derechos vascos o navarros son hoy derechos por ser reconocidos por la Constitución, no por ser territoriales ni históricos, aunque se basen en realidades del pasado. La Constitución no nace de ningún derecho histórico, sino de la libre voluntad de la mayoría de los ciudadanos.
Lo mismo podemos decir del “derecho a decidir”. La autodeterminación no es un derecho histórico, ni territorial, ni abstracto, porque antes hay que decidir quién tiene derecho a decidir y qué. Y por ahora, el derecho a decidir sobre la independencia de Cataluña sólo reside en el conjunto de ciudadanos españoles. Porque siguiendo esa lógica, ¿no tendrían derecho los ciudadanos de Tarragona, por ejemplo, a mantener su integración política con España, al margen de lo que decidieran los de Gerona? ¿Por qué se les tendría que imponer a los de Tortosa la pertenencia a una Cataluña independiente, si la mayoría no lo quiere?
No se trata, por tanto, del “derecho a decidir”, sino del “derecho a decidir la independencia”, que es algo muy distinto. Este derecho concreto es un derecho nuevo que, o se vota previamente, o se impone. Se impone antidemocráticamente, claro.
Pero hay más. Reconocer que hoy Cataluña tiene el derecho a la independencia supone aceptar que el Estado Español deje de ser lo que es. No se puede aceptar una cosa sin la otra. El supuesto derecho de unos implica negar el derecho -no supuesto, sino real- de la mayoría. ¿Pero por qué España tiene la obligación de renunciar a lo que ahora es, para aventurarse en un futuro incierto? ¿Por qué hemos de hacer dejación de nuestro derecho a seguir formando un Estado de Derecho que nos une a todos los españoles en las mismas obligaciones y derechos?


NATURALEZA NO DEMOCRÁTICA DEL INDEPENDENTISMO

Digo que el problema fundamental está en la naturaleza no democrática del actual proyecto independentista. Esto es lo que hay que desvelar. Hay que mostrar y demostrar que la esencia del actual catalanismo nacionalista es antidemocrática. Naturalmente, esto nunca lo aceptarán los independentistas, porque precisamente tratan de hacernos creer que lo antidemocrático es impedir el derecho a decidir del pueblo catalán. ¿Pero por qué digo que es un proyecto antidemocrático?
En primer lugar, porque niega la Constitución, que es el fundamento jurídico del Estado de Derecho en que vivimos. Se ha utilizado la Constitución para legitimar el poder actual de la Generalidad, pero ahora, cuando se considera que la Constitución es un impedimento, pues sencillamente se deslegitima y no se acatan las normas que de esa Constitución emanan. El independentismo no puede aceptar que el marco jurídico último lo establece la Constitución. Los ataques a la Constitución irán aumentando día a día hasta identificarla con una imposición antidemocrática que no tiene ninguna legitimidad para impedir la independencia de Cataluña. Vencidos todos los obstáculos, ahora toca salvar el de la Constitución, el último. Es fácil atacarlo: somos los catalanes los que hemos de decidir nuestro futuro, nadie más.
Pero la Constitución no dice eso, sino que, para aceptar la independencia se necesita la reforma de la Constitución, lo que supondría someter el tema a la aprobación del conjunto de ciudadanos de España. Saben muy bien los independentistas que la vía secesionista, sometida a referendum en toda España, tendría nulas posibilidades de prosperar. Así que hay que tomar otro camino. ¿Cuál? El de un referendum limitado a Cataluña. Este objetivo sí lo ven alcanzable y hacia él se dirigen ahora todos los esfuerzos: convencer a la mitad de la población de Cataluña de que la independencia es inevitable y el único camino que le queda a Cataluña, robada, maltratada, despreciada y agraviada constantemente por España. Se acabó, adéu Espanya! En cuanto la mitad más uno diga sí a la independencia, la independencia será imparable, así se argumenta, sin poner en duda que ese proceso es radicalmente antidemocrático.
Pero hay más. Hay que denunciar también los métodos antidemocráticos mediante los cuales se está avanzando hacia ese objetivo, empezando por la inmersión lingüística, las multas lingüísticas, la eliminación del español de la vida pública, la imposición del catalán en la vida privada, como en el intercambio comercial (el derecho a ser atendido en catalán cuando uno va a comprar unos zapatos), la propaganda antiespañola, el desprecio de los símbolos comunes, la manipulación del pasado, la creación de una mitología carente de toda objetividad histórica, la eliminación de la enseñanza del español en prácticamente todo el sistema educativo, etc. Hay muchas formas de imponer una lengua, desde la discriminación en los puestos de trabajo al desprecio y el rechazo social. El objetivo es que quien hable español en Cataluña se sienta, por lo menos, incómodo. Hay que llegar ahí, a los sentimientos, crear una incompatibilidad psicológica entre lo catalán y lo español. Las formas de coacción son infinitas, desde un impreso oficial a una mirada, de una imagen de televisión a un libro de historia, de una consulta local a una manipulación estadística, de la quema de una bandera o un comentario racista, del reparto de subvenciones al recuento de los asistentes a una manifestación. (Las menos de 100.000 personas asistentes a la famosa manifestación contra la sentencia del Estatuto se convirtieron por arte de magia en más de millón y medio; así lo exhibió Artur Mas en el Congreso para afirmar que esa era “la voluntad del pueblo catalán”, y nadie le replicó que eso era una falsedad intolerable, pura propaganda independentista basada en la mentira. En la plaza de Oriente siempre había un millón de personas aclamando al Caudillo, así que no hay duda de que Franco era un demócrata que sabía interpretar la “inequívoca voluntad del pueblo español”).
Frente a todo ello hay que empezar desmontando los tópicos y las verdades impuestas. Por ejemplo, repetir que ni la tierra ni el territorio tienen lengua, la lengua la tienen las personas. Que no hay, por tanto, una lengua propia de Cataluña, sino dos, porque dos son las comunidades lingüísticas y culturales que viven y conviven en Cataluña. Que para aprender catalán no es necesario imponer la inmersión lingüística, sino una enseñanza bilingüe equilibrada, con distintos currículos lingüísticos, y que eso no provoca ninguna división ni impide ninguna integración ni convivencia social. Que existen los derechos lingüísticos, como el que nadie pueda ser discriminado por razones de lengua o que los hijos tienen derecho a recibir la enseñanza en la lengua materna española por ser la lengua común de todos los españoles y también oficial en Cataluña. Que no se puede imponer en el ámbito comercial ninguna lengua, ni en rótulos ni en la atención a los clientes, por ser un ámbito de libre organización entre consumidores y propietarios. Que cualquier ciudadano tiene derecho a comunicarse con la administración en la lengua que desee, catalán o español, y a recibir cualquier comunicación en la lengua que elija. Que los poderes públicos deben impedir y no fomentar la propaganda que atente contra la verdad, difunda el desprecio o engañe intencionadamente.


RESISTENCIA DEMOCRÁTICA

Rechazar hoy el independentismo, y su disfraz democrático -el nacionalismo catalanista-, desmontar todas sus trampas, coacciones, amenazas, chantajes, es un deber democrático que debiera asumir tanto la derecha como la izquierda. El mayor enemigo del catalanismo independentista es la libertad y la verdad. La libertad llevaría al intercambio, la integración, el enriquecimiento mutuo, nunca al enfrentamiento. No hay mayor prueba de falta de libertad que el hecho de que cada vez haya más catalanes de origen que son marginados y excluidos dentro de su propia tierra. El caso de Albert Boadella es sintomático. De lo que se trata es de negar la mera posibilidad de que se pueda ser catalán, sentirse catalán, hablar catalán y defender la cultura catalana sin por ello tener que ser nacionalista e independentista; identificar catalán con nacionalismo, y nacionalismo con independentismo; no dejar ningún espacio para la discrepancia. Como si solo hubiera un modo de ser catalán. Como si no se pudiera ser catalán hablando español.
Resistir hoy a la presión ideológica y política del catalanismo es adoptar la actitud más justa, democrática y defendible, porque el independentismo nacionalista es hoy una ideología tóxica, reaccionaria, basada en una identidad imaginaria y metafísica fundada sobre mitos inventados, excluyente, antidemocrática, que fomenta el desprecio, la separación, la negación de cualquier proyecto común e integrador y está movida por los intereses económicos y de poder de una minoría que lo utiliza cada día del modo más intimidador y provocativo.
Que como único argumento en contra de estas evidencias se apele a la existencia de agravios históricos, a la incomprensión, la desafección o los ataques imaginarios que sufre Cataluña.
Que se saque a pasear el espantajo de una España atávica e intransigente, residual, de Felipe V a la Falange, de Primo de Rivera a Franco.
Que se utilice constantemente un victimismo agresivo, que nunca reconoce al otro los mismos argumentos que él utiliza.
Que se carezca de todo sentido autocrítico, transigiendo con políticas que fomentan el despilfarro, el uso del dinero público para avanzar en el proyecto independentista, o la más descarada corrupción, como en el caso de Banca Catalana o del Palau.
Que la izquierda no quiera ver este estado de cosas, y que la derecha no haga otra cosa que retórica electoralista, sin enfrentarse en serio a ninguno de estos problemas.
Que jamás se hable de España como un proyecto común, integrador, positivo, capaz de despertar y unificar las energías creativas de todos, para avanzar en la justicia social, el progreso, la igualdad de derechos y deberes de todos los ciudadanos con independencia de su origen o lugar de residencia, el bienestar, la cultura, el arte, la tolerancia y el entendimiento, únicos valores sobre los que se puede asentar cualquier forma de organización política.
Que se pierda tanto tiempo y energía en atender abusivas reivindicaciones, suavizar tensiones, discutir leyes y más leyes, sometidas siempre a imposibles equilibrios territoriales.
Que todo esto -y más que podríamos añadir- no haga reaccionar a los máximos responsables de esta situación, es lo que describe la degradación ideológica y política en que nos hemos ido sumergiendo, a pesar de los indudables avances de orden económico, social y cívico que ha experimentado la sociedad española en su conjunto.
Frente a todo ello no cabe otro camino que la resistencia democrática. El repetir incesantemente, con firmeza y determinación, los principios básicos sobre los que debe asentarse toda convivencia en Cataluña, respetando los derechos lingüísticos, la libertad y la crítica, denunciando la coacción, la manipulación y el engaño. Utilizando para ello todos los medios legales posibles. Por eso es tan digno de elogio el coraje y la persistencia de asociaciones como Impulso Ciudadano, que luchan contra la resignación, la comodidad y el miedo, que acabarían dejando las manos libres al poder nacionalista para imponer su modelo independentista. Un futuro que está creando ya, tensiones de impredecibles consecuencias.


CODA FINAL

Casi al mismo tiempo que nosotros dábamos a la luz el Manifiesto, Banca Catalana, fundada por el padre de Jordi Pujol y controlada por éste -ya entonces ungido como President de la Generalitat-, estaba protagonizando el mayor escándalo financiero de la incipiente democracia. El Fondo de Garantía de Depósitos evaluó el coste final del saneamiento de Banca Catalana en 83.027 millones de pesetas (500 millones de euros, en 1982). ¿Dónde fue a parar este montón de dinero? Sin duda, no sólo a los bolsillos de unos cuantos corruptos, sino que sirvió para diseñar y preparar las bases del proyecto nacionalista de CIU y sus compañeros de viaje. El sumario tenía 65.000 folios de documentación y pedía procesar a 18 consejeros, entre ellos al Honorable Pujol, por los delitos de “apropiación indebida, falsedad de documento público y mercantil y maquinación para alterar el precio de las cosas”. Delitos a los que la Audiencia de Barcelona dio carpetazo en 1990, hablando sólo de “gestión imprudente”. Y la sociedad española tragó con todo, sabiendo que había sido una componenda política que acabaríamos financiando todos los españoles. Hoy algunos se extrañan de que al fin Pujol se declare lo que siempre ha sido: un independentista. Ve cómo se le echa encima la vejez y no quiere irse de este mundo sin cumplir el sueño de ser nombrado President de la República Catalana Independent. Al fin, Catalunya Lliure! No hay duda de que Pujol ha sido siempre un pequeño gran hombre de Estado; lo que no nos decía era de cuál.
Y una última aclaración. Todo cuanto he dicho no niega la existencia de naturales y legítimos sentimientos de pertenencia y vinculación a un territorio, una lengua, una cultura y un pasado, y de la obligación democrática de respetar todos los símbolos y manifestaciones a través de las cuales se expresan esos sentimientos. Esto vale tanto para quienes se sienten catalanes como españoles, o ambas cosas a la vez. Pero los sentimientos son siempre subjetivos y siempre están a merced de la manipulación emocional (más aún en el mundo en que vivimos, con poderosos medios de comunicación al servicio de intereses económicos y políticos), así que no pueden ser nunca fuente de derecho, por muy intensos que sean. Es muy deseable que las leyes y las formas de organización del poder tengan en cuenta estos sentimientos, pero como con frecuencia son ambivalentes y hasta contradictorios, no hay que colocarnos nunca en el primer plano de la acción política y menos el utilizarlos como arma de presión y legitimación de algo que no se ajusta en sí mismo a las leyes mayoritariamente votadas y aceptadas. Es el caso del catalanismo, que utiliza esos sentimientos para alcanzar cada día más poder, ocultando y desviando la atención de los verdaderos problemas que determinan el bienestar y la vida de los ciudadanos, que no depende de la identificación y exaltación de los sentimientos de pertenencia, sino de la salud, la educación, las condiciones de trabajo, la capacidad económica, el progreso en todos los niveles de la vida, la defensa del medio natural, los impuestos, la igualdad de derechos, la lucha contra la corrupción, la cultura, el arte, el disfrute de todos los bienes materiales y espirituales que la sociedad actual pone a nuestro alcance.
No todos somos iguales ni debemos serlo, ni tener los mismos sentimientos, ni identificarnos con los mismos símbolos, ni hablar igual, ni pensar igual, ni gozar igual o disfrutar con lo mismo. Todo esto es muy importante pero pertenece al ámbito de la libertad individual. Lo único que podemos pedir a las leyes que organizan nuestra convivencia es que sean iguales para todos y se centren en todo aquello que nos es común y determina el orden social en que vivimos. Manipular los sentimientos y emociones para lanzar a los ciudadanos a la aventura de un proyecto cargado de riesgos e incertidumbre, usando maniobras antidemocráticas, en lugar de afianzar los vínculos y la convivencia, es una de las más abyectas e irresponsables formas de ejercer el poder. Pero ahí seguirá, sin embargo, hasta que una mayoría no despierte del letargo, el miedo o la comodidad.

6 comentarios:

Carmen Navarro dijo...

Máfnifico artículo que he leido con mucho interés y que haré llegar, aobre todo, a contactos que tengo en Cataluña y que se consideran españoles.

Santiago Trancón Pérez dijo...

He recibido estos dos correos:


Está genial, Santiago. Lúcido y didáctico. No se puede escribir ni argumentar mejor. Enhorabuena y a ver si la gente despierta algún día...

Un abrazo

Ana
Qué razón tienes, Santiago! No conocía yo las rocambolescas peripecias de tu manifiesto.
Siempre me he sentido más cómodo en el extranjero (ahora vivo en Francia) que en "los países catalanes" donde a los castellanos nos miran como a intrusos. Los nacionalismos son retrógrados, mezquinos, cegatos. ¡Pero si hoy las gentes de bien sólo quieren abrir puertas y ventanas al mundo!
Enhorabuena por esos treinta años de "lucha".
Un abrazo fuerte,
Jesús

Matienzo dijo...

España ha conseguido que en toda América puedan entenderse con una lengua, la española (de todos los españoles) y sin embargo está consiguiendo que no nos entendamos en nuestra querida Iberia

Lina, ciudadana de Barcelona dijo...

Santiago, muchísimas gracias, de corazón.

Anónimo dijo...

Enhorabuena,gran Manifiesto y artículo.EMI

Anónimo dijo...

La Regencia de Nabarra. Naparrako Erregeordetza.

"Para su conocimiento y el de toda la ciudadanía, desde el día 3 de marzo de 2010, la Casa Real de Nabarra ejerce como tal, toda la Comunidad Europea es conocedora, como así nos lo demuestran los escritos recibidos del Consejo Europeo y Consejo de Europa, expresando quedar enterados de la Proclama del 3 de marzo de 2010. Tan sólo se está a la espera de la Resolución de Naciones Unidas (New York) a nuestra demanda interpuesta en el año 2006."
"el milenario Reino Pirenaico y sus consabidos Derechos Históricos, cuya titular fue y es la Corona nabarra, puesto que ninguna República legítima o títere tienen en su haber los mencionados Derechos Históricos. Su utilización por entidades políticas ajenas a las instituciones monárquicas es una aberración y un fraude a la ciudadania, como así lo contempla el nuevo y el viejo Ordenamiento Jurídico, su utilización es hacer el ridículo, como actualmente lo hace la Constitución cívico-militar española. Donando los Derechos Históricos de Nabarra a sus políticos colaboracionistas de turno, los que aceptan el juego e imposición, como lo son sin duda los gobiernos títeres de la Navarra Foral y española y el de Euskadi, cuya única denominación a dar...., por parte de la Corona Nabarra; es traición."
"ante los cantos de sirena de los políticos “constitucionalistas” que lejos de toda verdad, obviando nuestra identidad obtan y aceptan las Normas de los ocupantes, poniendose en la práctica a servir a dos Estados (?) o bien se sirve a España o al Estado de Nabarra, a dos es un fraude tanto a uno como al otro"

Blas de Beaumont Regente de Nabarra.

Foro de la Regencia de Nabarra. Naparrako Erregeordetzaren Foruma