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miércoles, 23 de julio de 2014

DERECHO A DECIDIR LO QUE ME DA LA GANA

(Foto. Fernando Redondo)

El “derecho a decidir” no es ningún derecho. Para serlo, hay que especificar quién decide y qué. No existen derechos abstractos. Si no se concreta un derecho, es porque se sobreentiende y, en caso de duda, se aclara. Por ejemplo, el “derecho a votar”. Nuestra Constitución especifica quién puede votar, qué se puede someter a votación e incluso cada cuánto tiempo. No todos los ciudadanos pueden votar, ni se puede votar todo ni en cualquier momento.

Así que no existe el “derecho a decidir”, sino el derecho a decidir algo. Sin un quién, un qué y un cuándo, no existe ningún derecho a decidir. Los independentistas, sin embargo, afirman machacona y provocativamente que “tienen derecho a decidir”, así, en abstracto, y añaden que es un derecho “democrático irrenunciable”. Ni especifican ni discuten el contenido de ese derecho, ni quiénes lo pueden ejercer, ni cada cuánto tiempo. Todo se sobreentiende. Mejor dejarlo sin definir, para poder interpretarlo en cada caso según convenga.

Hoy ya nadie duda de que con el “derecho a decidir” lo que se quiere decir (y ocultar) es el “derecho a decidir la independencia”, y que los sujetos de ese derecho son “los catalanes”, o sea, únicamente los ciudadanos empadronados y censados en Cataluña. Así que cuando alguien (sea catalanista, izquierdista, batasuno, socialista, comunista, populista, republicano..., que todos repiten la misma serenata, incluidos algunos del PP) defiende el “derecho a decidir”, lo que está afirmando es que los catalanes, ellos solos, tienen derecho a decidir la independencia de Cataluña. Los más patéticos son los que se ponen a matizar: que si doble referendum, que si federalismo asimétrico, que si reforma de la Constitución... Se niegan a encarar la única verdad: la invención de un derecho inexistente urdido para alcanzar de forma totalitaria y antidemocrática la independencia.

Que se trata de una maniobra antidemocrática, de confusión y manipulación ideológica y mental, es algo que podemos descubrir nada más preguntarnos por quién se ha inventado ese derecho a decidir de forma unilateral y exclusiva la independencia. La respuesta es clara: los independentistas, los que quieren la independencia. O sea, que primero digo que tengo derecho a la independencia, y luego exijo que se me reconozca. Desplazo el problema hacia donde no está: exijo que los demás reconozcan un derecho que yo mismo me he otorgado. Si no me lo reconocen, son antidemócratas, fascistas, centralistas, ocupantes.

El proceso independentista y secesionista (no le llamemos soberanista, otra argucia lingüística), se basa en una maniobra profundamente antidemocrática que atenta contra la democracia española, contra el estado de derecho, contra el derecho a decidir de todos los españoles sobre el marco constitucional que fundamenta nuestra sociedad, contra un proceso histórico de siglos de unidad y convivencia, contra un entramado fecundo de relaciones familiares, sociales y culturales, contra las estructuras económicas compartidas, contra un orden de intercambios y equilibrios de todo tipo (territoriales, nacionales, europeos, mundiales) elaborado durante muchos años, tanto en el terreno cultural, como defensivo, tecnológico y de comunicaciones, etc. Frente a todo eso no puede prevalecer el interés egoísta de una minoría que busca aumentar su poder mediante la maniobra independentista y guiada por la ambición, el rencor, el desprecio, la autosuficiencia y una patológica necesidad de revancha de no se sabe qué milenarios agravios.

El “derecho a decidir” es, por tanto, no solo una patraña y una descarada manipulación ideológica, sino una peligrosa provocación antidemocrática que nadie debiera dejar pasar sin rebatir y desenmascarar, porque en realidad no es otra cosa que el “derecho a decidir lo que me da la gana”. ¿Qué otra cosa ha hecho el Parlamento catalán, sino decidir por su cuenta qué se puede o no decidir, quiénes pueden y no pueden decidir y cuándo han de decidir? La democracia es todo lo contrario del derecho a decidir lo que me da la gana. Para decidir lo que me sale de abajo no necesito ningún derecho, basta con imponerme con amenazas y enredos, que es lo que ha hecho durante casi 40 años el independentismo con total impunidad y alevosía.

El “derecho a decidir”, repito, no es ningún derecho. El “derecho a decidir la independencia de Cataluña” tampoco es hoy ningún derecho, porque no existe como tal en nuestro estado de derecho. Para que lo fuera no bastaría “reformar la Constitución”, como empiezan a repetir hoy estúpidamente casi todos los políticos. Lo que habría que hacer primero era abolir la Constitución y proclamar la desaparición del actual Estado; luego, inventarse otro Estado y otra Constitución. ¿Reformar la Constitución? Sí, pero no para hacer lo que pretenden los reformistas federalistas de última hora, sino para dotarnos de un Estado más democrático y asegurar una verdadera igualdad entre todos los ciudadanos. Para ello habría que empezar por desactivar y revisar todas las leyes confusas que han permitido la constitución de embriones de estados independientes al margen del Estado, abocado a la autodisolución si no se establece un orden más justo e igualitario.

La democracia es el establecimiento de la ley para lograr el bienestar y el bien común. La democracia es radicalmente incompatible con el derecho a decidir lo que le da la gana, no sólo a un individuo, sino a un banco, un partido, un grupo de presión, un colectivo, un parlamento, un gobierno, una mafia, una organización terrorista, independentista, religiosa, deportiva, mediática... Podemos y debemos reformar nuestra Constitución para que el derecho a decidir lo que les da la gana, otorgado a muchas instituciones, organismos y poderes fácticos (desde el gobierno a los banqueros, de los jueces a los alcaldes, etc.) se convierta en un derecho democrático regulado y controlado por la mayoría de los ciudadanos. No es esto lo que piden los neofederalistas, incapaces de enfrentarse al verdadero problema de nuestro país: la falta de definición y establecimiento de un verdadero Estado Democrático, basado en el imperio de la ley frente al derecho a decidir lo que a cada uno le da la gana. No hay más que dos caminos, o democracia o totalitarismo, o leyes comunes e igualitarias, o sometimiento a la imposición del más fuerte, representado hoy por el independentismo destructivo y desintegrador.
http://www.cronicaglobal.com/es/notices/2014/07/el-derecho-a-decidir-lo-que-me-da-la-ganasantiago-trancon-perez-9850.php


jueves, 10 de julio de 2014

EL DISCURSO DE LA EDAD DORADA (y III)

(Foto: Agustín Galisteo)

Lo que nos conviene aquí señalar es la estrecha vinculación de la tradición judía con una visión idealizada de la naturaleza, en la que los pacíficos agricultores y pastores encarnan el modo de vida más acorde con el orden del universo. El rey David, recordemos, era pastor. La exaltación de la vida natural, la idealización de la vuelta a la naturaleza, el considerar el orden natural como el referente básico del que nace toda moral y toda norma, por encima de las leyes políticas y administrativas, es algo esencial en la visión que don Quijote tiene del mundo y que justifica su actuación. Entenderemos ahora mucho mejor el famoso discurso de la Edad Dorada con que don Quijote encandila a los cabreros:  
Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto”, etc. (I, 11).
Vemos en esta descripción algunos rasgos singulares. El paisaje no responde a los tópicos del Paraíso ni la Arcadia, sino que tiene que ver con el entorno real en el que se encuentran los cabreros: encinas, ríos, peñas, alcornoques... Se insiste en que la tierra es una madre fecunda y generosa y, sobre todo, en que todas las cosas eran comunes y por eso “todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia”. Define esa Edad, a la que llama “venturosa” y “santa”, por oposición a la presente, “nuestros detestables siglos”, “nuestra edad de hierro”, aludiendo así a la guerra, pero también a la falta de concordia y amistad, a la violencia sobre la que se asientan las relaciones humanas, movidas por el dinero, la ambición y la posesión privada: “No había la fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y la llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese”. La orden de caballería, nos dice, nació para luchar contra la maldad que destruyó aquellos felices tiempos.
A Cervantes no le interesa recrear un espacio mítico o lejano, sino hablar de lo que tiene delante, de la sociedad y el tiempo en que vive. Se dirige a unos cabreros reales, no a unos falsos pastores, como eran los que protagonizaban las novelas pastoriles. Lo que les predica y explica, no es algo que esté alejado de su modo de vida ni pertenezca a ninguna utópica irrealidad bucólica. Sabemos que por todos los pueblos del antiguo Reino de León, la propiedad comunal era, no una excepción, sino la forma básica de organización social: los bienes más importantes, como los ríos, los montes, los bosques, los prados, la caza..., o sea, las bases de su sustento, eran propiedad de la comunidad o concejo, es decir, de todos los vecinos. Todas las normas nacían del concejo, o sea, de una reunión abierta en la que, formando un corro, todos eran iguales, ejercían la democracia directa, establecían el derecho consuetudinario y resolvían los conflictos. Esta forma de organización ha pervivido hasta hoy, convirtiéndose en uno de los ejemplos más admirables y sorprendentes de resistencia al capitalismo. No es que no hubiera propiedad privada; pero incluso ésta, requería el concurso y la colaboración de todo el pueblo para mantenerse. Los caminos se construían mediante el sistema de hacendera o facendera, o sea, con el trabajo de todos los vecinos; lo mismo ocurría con la organización de otras tareas, como la construcción de las casas, el techado o teitado, el cuidado de los rebaños de ovejas, cabras o vacas (la llamada vecera, que reunía todos los animales del pueblo o aldea), que eran llevadas a pastar por los vecinos, turnándose en este trabajo. Así que el tuyo y mío se sustentaba en el de todos o el común. Esto era una realidad en tiempos de Cervantes, y su origen se remonta a la época prerromana; sin duda debió de conocerla directamente y tenerla muy en cuenta cuando escribe este emotivo discurso de don Quijote. La coherencia entre el entorno geográfico y social y el contenido y las imágenes que evoca, es algo que hemos de tener muy en cuenta y que fundamenta la hipótesis de esta presencia e influencia de “lo leonés” en el Quijote.    
Frente al idealismo platónico, Cervantes acepta la lucha de los contrarios, que trata de reconciliar, pero no de eliminar o ignorar. Detrás de su humor se asoma con frecuencia la melancolía y, en el fondo, el pesimismo. No se fía de la ilusión, por eso no cree en la posibilidad de volver a un mundo unitario, original y puro. La riqueza, la codicia, la mentira, la intolerancia, la guerra han destruido toda posibilidad de volver a ninguna Edad Dorada. La defensa de la sencillez, la espontaneidad, la llaneza, la armonía y cierta idealización de lo rústico y pastoril, no le impide desvelar al mismo tiempo la utopía oculta en esa idealización. Lo pastoril es un tema esencial en Cervantes, pero sobre el que realiza una desmitificación radical.
Cervantes logra lo más difícil, mostrarnos una utopía caballeresco-pastoril, con todos sus atractivos, pero a la vez su opuesto, una contrautopía, al contarnos con igual crudeza y maestría las consecuencias de esa utopía: “Mundo pastoril y mundo caballeresco no son ni cosas separadas, ni siquiera yuxtapuestas, sino los dos hemisferios, perfectamente encajados, de una misma imagen ideal de la sociedad”, nos aclara José Antonio Maravall. Frente a ese mundo, Cervantes “presentó su obra como una contrautopía, escrita a fin de oponerse a la falsificación de la utopía que representaba el propio Don Quijote”.
Cervantes es un humanista, influido por todas las corrientes progresistas y reformistas del momento, pero al que le toca vivir una época de profundo desengaño y decadencia. No renuncia a sus ideales renacentistas, pero se niega al mismo tiempo a cualquier mitificación de esos ideales; no se evade de la realidad que tiene a su alrededor. Le repele la mentira, el engaño, la falsificación y la evasión, no sólo por ser incompatibles con su sentido crítico y observador, sino porque cree que conducen al fracaso, el dolor y sufrimiento inútil.
Hay algo, sin embargo, que no duda Cervantes en criticar: la imposición de un Estado basado en un ejército regular, una economía dineraria y una burocracia administrativa y política inoperante y corrupta. Esta crítica es paralela a la que hace del poder y la imposición de los dogmas de la Iglesia Católica, el fundamento ideológico en que se asienta el Estado, confundiéndose con él.
Don Quijote siente un repulsa hacia toda autoridad política o militar que esté por encima de él. Sólo obedece a su impecable sentido del orden y la justicia basado en el respeto y el modelo de la naturaleza.  
Especial interés tiene su relación con el dinero. Don Quijote es generoso, desprendido, el dinero no le interesa. Preferiría vivir sin él. En su primera salida no lleva ni un maravedí. Cuando no tiene más remedio, le deja a Sancho este asunto; será él quien custodie la bolsa común y la administre.
Cervantes critica el afán de lucro y la avaricia, la pasión por el dinero, tan presente en el desarrollo de la burguesía y el capitalismo. Dirán algunos que esto contradice las afirmaciones que hemos hecho sobre su ascendencia judía. La simplificación y el estereotipo del judío como un ser mezquino y usurero, fue un lugar común extendido desde la Edad Media. Pero hay que recordar que la crítica de la riqueza y el dinero nació en primer lugar dentro del judaísmo. El judaísmo no condena el enriquecimiento lícito, pero siempre supedita la riqueza a la obligación de dedicar parte de los beneficios a hacer obras de caridad y de ayuda comunitaria. El dinero y la acumulación de riqueza no es un fin en sí mismo. Cervantes tampoco acepta la pobreza y la penuria, a la que juzga origen de muchos males y asocia siempre a la injusticia; lo que elogia es el desprendimiento, el desapego de las riquezas, pero por considerar al dinero como un impedimento para alcanzar la pureza de espíritu, la perfección espiritual.
Digamos, para acabar, que don Quijote vuelve a su patria después de intentar poner orden en el caos del mundo, después de realizar su particular tikkun olam. Ha hecho lo que ha podido. La aldea es el único lugar en que puede refugiarse; pero esta vuelta a la naturaleza, este regreso al orden natural no es más que otra utopía. El mundo rural, símbolo y soporte de la ilusión naturalista, está también crisis. Si don Quijote no pudo resucitar la andante caballería, tampoco será posible volver a ninguna alegre y melancólica vida pastoril. Sin embargo, ahí quedan sus ideales: el del valor y el empeño por luchar contra la injusticia, y el deseo de vivir en una sociedad pacífica y tolerante, en permanente contacto con la naturaleza. El discurso de la Edad Dorada sigue interesándonos porque seguimos anhelando tanto la justicia y la tolerancia, como la paz y la serenidad que sólo nos puede ofrecer la naturaleza.

EL DISCURSO DE LA EDAD DORADA (II)

(Foto: Fernando Redondo)

Pero pasemos ya a analizar brevemente el discurso de la Edad Dorada.
Comienza el relato después de la aventura del vizcaíno. Nos cuenta Cervantes que huyendo de la Santa Hermandad, don Quijote “se entró por un bosque que allí junto estaba”(I, 10) y que pronto llegan “junto a unas chozas de unos cabreros”, donde determinan pasar la noche. Este cambio escénico y paisajístico es fundamental, y no podemos pasarlo por alto como han hecho todos los cervantistas “amanchegados”. El entorno en que don Quijote va a pronunciar el famoso discurso de la Edad Dorada no tiene ya nada que ver con el árido paisaje manchego, y esto es significativo. Hay una relación estrecha o congruencia entre el mundo idílico de la Edad Dorada que don Quijote evoca y el paisaje real en el que se encuentran. Veamos cómo lo describe Cervantes.
Sancho “se fue tras el olor que despedían de sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un caldero estaban” (I, 11), nos dice para introducirnos en este nuevo ambiente. Es de noche, los cabreros comen sobre zaleas o pieles extendidas en el suelo y les acogen “con buen ánimo” y “muestras de muy buena voluntad”, y les convidan a una calderada y a queso y “bellotas avellanadas” (dulces), sin siquiera preguntarles el nombre ni extrañarse de la anacrónica vestimenta de don Quijote. Es precisamente el modo de vida de esos cabreros, sencillos, libres, tolerantes y hospitalarios, lo que va a motivar en don Quijote su discurso de la Edad de Oro, que se desencadena al tomar en la mano un puñado de bellotas. Los cabreros acogen sus palabras “embobados y suspensos”.
La Edad Dorada es inseparable de la descripción y exaltación de un entorno fértil y pacífico, en que el hombre vive en perfecta armonía con la naturaleza: “Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del tiempo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia” (I, 11). La naturaleza “sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían”. Y “andaban las simples y hermosas zagalas de valle en valle y de otero en otero” (I, 11).
Es importante resaltar que los cabreros comprenden bien a don Quijote, seguramente porque su vida no se alejaba mucho de la que describía el caballero en su nostálgico discurso. Tanto es así que le agasajan luego con el cante de un compañero que “sabe leer y escribir y es músico de un rabel” (I, 11). Este entorno montañoso servirá para situar la historia de Marcela y Grisóstomo que viene a continuación, y todas las que luego con ella se enlazan.
El cabrero que le cuenta la historia de Marcela a don Quijote, dice: “Y si aquí estuviésedes, señor, algún día, viéredes resonar estas sierras y estos valles con los lamentos de los desengañados que la siguen. No está muy lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas...” (I, 12). Los pastores que acuden al entierro de Grisóstomo van “vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la mano” (I, 13). Poco después “por la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban hasta veinte pastores”, con guirnaldas “cuál de tejo y cuál de ciprés”, y las andas con que llevan al muerto iban “cubiertas de mucha diversidad de flores y ramos” (I, 13).
Aparece entonces Marcela, la bella pastora que vivía en las montañas, y con un altivo y muy razonado alegato defiende su libertad:  “Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos: los árboles de estas montañas son mi compañía; las claras aguas de estos arroyos, mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos” (I, 14). La libertad va unida a la soledad y el refugio de las montañas.
Más adelante (I, 50) sucederá el episodio de la “cabra manchada”, que ha huido del rebaño. Con este motivo el cura nos dice que ya sabe bien que “las montañas crían letrados” y las chozas “encierran filósofos”. Le replica el cabrero que también “acogen hombres escarmentados”. Estamos muy lejos de la imagen del cabrero rústico e ignorante, rudo, imagen habitual de la literatura de la época. Cervantes, sin duda, alude a esta zona de León, Zamora y la Raya donde se refugiaron muchos judíos, letrados, filósofos y hombres escarmentados, que huían de la Inquisición viviendo como pastores.
Profundicemos un poco más en el contenido y el significado de este discurso. Hay dos corrientes de pensamiento que Cervantes asimila y reelabora de modo original: una, la renacentista, y otra, tradición judía y su concepcion de la naturaleza y el orden natural.
Las referencias humanistas nos remiten a Virgilio, especialmente a las Bucólicas y las Geórgicas. Es evidente la influencia de la tradición griega y del mito de la Arcadia Feliz y su mundo pastoril. Especialmente encontramos en el discurso de la Edad Dorada un eco de la égloga IV de las Bucólicas. Esta égloga celebra el futuro nacimiento de un niño, que no se identifica directamente, que coincidirá con el regreso de la Edad de Oro en la que el hombre recogerá sin esfuerzo los frutos de la tierra y dejará de tener que afanarse en la agricultura o el comercio.
El sentido profético de esta égloga tiene que ver con el mesianismo judío, del que pudo recibir su influencia. Leemos en Isaías 11, 6-8, sobre el futuro tiempo mesiánico: “Vivirá el lobo con el cordero, yacerá el leopardo con el chivo, habitarán juntos el ternero, el león y la oveja y un niño pequeño los guiará. Pacerán juntos el ternero y el oso; juntos descansarán sus cachorros. El león comerá paja como el buey y el niño de teta jugará junto a la madriguera de la serpiente...”
La segunda tradición que Cervantes asimila, decimos, es la judía. La Torá es el texto sagrado más importante de la religión y la cultura judía. Su primer libro, el Bereshit, conocido entre los cristianos como el Génesis, es, a su vez, el más importante de los cinco que conforman el Pentateuco, ya que en él se cuenta el origen del mundo y se fundamenta todo el orden universal. Bien, pues este libro es, ante todo, un canto y reconocimiento de la naturaleza con toda su variedad de seres, plantas y animales, situado dentro de un universo lleno de maravillas y misterios. No es casual que todas las corrientes místicas y cabalísticas del judaísmo partan de la lectura y la interpretación casi inagotable del relato de la Creación, como vemos en el Zóhar de Moisés de León, considerado el más importante cabalista medieval. El hombre aparece en medio del paraíso como una criatura más. Su superioridad nace de la voluntad divina, pero le obliga a vivir respetando todo lo que le rodea. Sólo cuando Adán y Eva rompen el orden natural establecido por el Creador se inicia el caos, la envidia, el trabajo, el sufrimiento y la muerte. Desde ese momento, el mayor deseo del hombre será el volver al Paraíso, pero para ello debe pasar por esta Tierra para purificarse y ser digno de encontrase de nuevo con Dios. De aquí nace el mito del Paraíso Perdido y el deseo de volver a los orígenes. En el Renacimiento se reaviva este mito, ampliando la iconografía bíblica con las imágenes de la mitología y la literatura griega. La Arcadia y el Paraíso adquieren el mismo valor simbólico e imaginario.
El judaísmo, partiendo de esta mitificación de los orígenes, desarrolló un amplio código de principios y normas de conducta que consolidaron una visión de la naturaleza y la vida como la manifestación más visible del poder divino. El respeto a la naturaleza y a la vida en todas sus formas fue la consecuencia más inmediata. El Kashrut es un conjunto de normas que han de guiar el trato del hombre con los demás seres vivos y la naturaleza, base de la importantísima distinción entre comida kósher y no kósher, pura e impura.
No vamos a enumerar los alimentos puros e impuros y los minuciosos y estrictos criterios que se deben tener para distinguir unos de otros. Lo importante es señalar el respeto que imponen estas normas con relación a todas las formas de vida de la naturaleza. En especial, me interesa destacar el hecho de que existe una serie de animales considerados libres o salvajes, que deben ser respetados, a los que no se puede perseguir ni matar, entre ellos la liebre, el conejo, el lobo, el oso, pero también, por otros motivos, las serpientes, las anguilas, las ranas, las cigüeñas, las aves rapaces, los mariscos y la mayoría de los insectos. Esto sirve para preservar la naturaleza como un espacio o territorio intocable, en el que todas estas criaturas han de poder vivir libremente, siguiendo el orden natural que Dios estableció desde el origen de los tiempos, sin que el hombre pueda intervenir para cambiar su curso. El tabú de la sangre nace de ese respeto a la vida (la sangre contiene la vida), ya que la vida es algo que sólo Dios concede y nadie puede interferir en sus designios.
La naturaleza, por tanto, tiene un valor fundamental ya que se convierte en el referente básico del orden natural establecido por Dios. La moral tiene su origen en la imitación de la naturaleza y sus leyes.
Pero no sólo las criaturas de la naturaleza merecen esa atención: la tierra misma debe ser respetada por haber sido creada por Dios. También aquí existen normas que deben cumplirse. No sólo hombres y animales, también la tierra debe descansar el día del shabat. Cada siete años, además, debe dejarse el campo en baldío durante un año para que renueve su vitalidad. Es el llamado año sabático. Los frutos de los árboles y la tierra han de considerarse un don. La fiesta de Shavuot es la del agradecimiento por los primeros frutos o primicias.
El orden de la naturaleza es un espejo en el que debe mirarse el orden social. El hombre ha de imitar a la naturaleza. El concepto de tikkun olam aparece en la Mishná, y se usó para referirse a la obligación de restablecer la justicia social en el mundo. El judaísmo tiene un fuerte sentido de la justicia, un elemento esencial del ideal caballeresco de don Quijote. La expresión tikkun olam puede traducirse como “sanar el mundo”, “repararlo”. El cumplimiento de los mitzvot (preceptos) debe ayudar a restaurar el orden en el universo. En el siglo XVI el cabalista Isaac Luria le dio a esta expresión una connotación más espiritual. Postula que para restablecer el orden del universo es necesaria la recuperación de la luz divina (orot) que contienen los vasos o vasijas (kelim) esparcidas por el universo después de romperse el Gran Recipiente de la Creación que no pudo contener la Luz Primera. El tikkun olam es una reparación o restauración de un orden roto o quebrado. Este proceso de reparación tiene que ver con el Mesías, que llegará cuando todas las naciones hayan alcanzado o estén a punto de alcanzar esa reparación y reine la paz y la fraternidad en el mundo. Tanto la idea de justicia social como la de reparación del universo, remiten a la búsqueda utópica de un mundo y una sociedad en equilibrio o perfecta. En la formulación de la necesidad de volver al orden natural universal, perdido en los orígenes de la Creación, vemos que confluyen los mitos del Paraíso Perdido, la Arcadia Feliz, la Sociedad Justa y el Universo Perfecto. De aquí nacerá también la nostalgia de la Edad Dorada (que contiene y sintetiza esta tradición) que mueve a don Quijote en su lucha por restablecer la justicia en el mundo.
Todavía hay otra influencia que determina el sincretismo simbólico de estos mitos y tradiciones: la búsqueda de la Tierra Prometida. El Éxodo la describe como “una tierra que mana leche y miel”. Con su propensión a la hipérbole, se habla de racimos tan grandes que debían ser transportados por dos hombres, la miel fluía de los dátiles de las palmeras y un hombre apenas podía cargar él solo con un higo. El hecho de que los judíos fueron expulsados de esa Tierra convirtió a Israel en la encarnación de estos mitos del regreso. La vuelta a Israel tenía el valor simbólico del regreso al Paraíso, a la Tierra Prometida, la Arcadia Feliz y la restauración de una Sociedad Perfecta dentro del Orden Universal. Los inicios del Estado de Israel, basados en la ideología socialista e igualitaria de los kibbutzim, son en gran parte el resultado de toda esta tradición.

EL DISCURSO DE LA EDAD DORADA (I)

Este es el texto de una ponencia que he presentado el pasado 3 de julio en un Congreso de Zamora.

(Foto: Fernando Redondo)


LAS MONTAÑAS DE LEÓN COMO FUENTE DE INSPIRACIÓN DEL DISCURSO DE LA EDAD DORADA: EL ORDEN NATURAL Y LA UTOPÍA NATURALISTA. 
(HUELLAS JUDÍAS Y LEONESAS EN EL DISCURSO DE LA EDAD DORADA) 
Santiago Trancón Pérez

El discurso de la Edad Dorada, situado al comienzo de libro (I, 11), tiene una importancia capital para comprender el sentido y la intención del Quijote. El propósito de esta ponencia es desvelar las huellas judías y las referencias leonesas implícitas en este capítulo, lo que confirmará la influencia que tanto la cultura judía como el entorno geográfico y social de las montañas de León, tuvo en la elaboración del libro más importante de la literatura española y universal.
Empecemos por realizar un análisis del espacio en el que se desarrolla este episodio. En contra de los tópicos y dogmas del cervantismo oficial y la iconografía reduccionista a que ha sido sometido el Quijote, el espacio manchego no es más que un referente inicial que nunca aparece descrito en sus páginas y funciona, sobre todo, como un recurso literario. Las incongruencias de la vegetación, la fauna, el paisaje y las costumbres que presentan la mayoría de los episodios del Quijote con relación al espacio manchego no son sólo evidentes, sino esencialmente significativas.
La aventura de don Quijote se inicia cuando abandona su pueblo para irse a recorrer el mundo. El primer reto de don Quijote, y condición de todos los demás, es el de alejarse de su patria, extralimitarse, salir de sí para ir en busca de aventuras con el afán de que sus hazañas sean conocidas en el mundo entero. La Mancha es el símbolo de lo local y conocido que debe ser superado para abrirse a lo universal y desconocido. Al poco de salir de ese espacio, Cervantes empieza a llamar famoso español a don Quijote (I, 9). El inicial espacio manchego le resultó enseguida a Cervantes demasiado pequeño y monótono para poder desarrollar en él las increíbles aventuras de su protagonista. Tuvo que llevar los hechos de la ficción a otro espacio y otro entorno cultural y social mucho más acorde con sus intenciones. Es aquí donde aparecen las montañas de León como un espacio geográfico fundacional, sin el cual no se entienden la mayoría de los episodios de la novela.
Quiero precisar mi afirmación. Con la expresión “montañas de León” me refiero a la montaña noroccidental de la Península que abarca tanto la comarca del Teleno, los Montes Aquilanos, la Maragatería, la Cabrera y la Sierra de Sanabria, como su prolongación natural, las riberas del Esla y la meseta de Tierra de Campos, Benavente, Aliste, Tierra del Pan, Tierra del Vino y Sayago. Es una zona geográfica que tiene más que ver con el antiguo Reino de León que con las actuales fronteras administrativas. Creo haber demostrado en mi investigación (plasmada en el libro Huellas judías y leonesas en el Quijote) que esta zona es la que Cervantes tiene en su mente cuando crea la ficción de su novela. Digo que la usa como fuente de inspiración, no como documento o referencia realista. Sería incongruente con su propósito el sacar a don Quijote de la Mancha para trasladarlo a otro espacio igualmente localista o limitado. El paisaje y el entorno ha de ser, por lo mismo, indeterminado, símbolo y representación de ese viaje hacia lo desconocido. No esperemos, por tanto, referencias concretas a este espacio zamorano-leonés, pero sí suficientes indicios y alusiones como para poder acercar la ficción cervantina a esta zona y afirmar que Cervantes tuvo que echar mano de sus recuerdos y vivencias para construir gran parte de su ficción. Este hecho, entre otros, nos permite afirmar que Cervantes procede de las montañas de León, donde hemos de situar el origen de su linaje, y que por estas tierras hubo de vivir en su infancia y adolescencia.
Me objetarán que por qué Cervantes nombra a distintos pueblos de la Mancha y encubre, al mismo tiempo, cualquier referencia directa a los pueblos o toponimia de las montañas de León. Hay una explicación para ello. En primer lugar, la necesidad de mantener cierta coherencia narrativa, haciendo verosímil el itinerario de don Quijote. Su crítica a los fabulosos viajes por tierras remotas que contaban los libros de caballerías le obligó a ceñirse a un espacio mucho más real y cercano al lector. Sin embargo, a medida que va creciendo el relato, Cervantes, sin romper ese hilo realista, va trasladando las aventuras a un paisaje y unos lugares cada vez más alejados de la Mancha. En la tercera salida, ya libre de toda atadura geográfica o cronológica, nos lleva hacia Barcelona en un viaje de ida y vuelta absolutamente inverosímil desde un punto de vista realista.
Pero hay otra poderosa razón para que Cervantes ocultara, trastocara o trasladara los espacios reales en los que se inspira hacia otros lugares manchegos o zaragozanos. El principal motivo es el deseo de no dar a conocer sus orígenes ni los de su familia. No se trata de ningún olvido o descuido, sino de una voluntad de encubrimiento. Cervantes era un criptoconverso, o sea, alguien que tenía que ocultar, no sólo su posible simpatía o adhesión al judaísmo, sino borrar su propia condición de converso. Lo hizo por una necesidad de supervivencia, no por renegar de su origen y condición. Recordemos que el tiempo de Cervantes fue sin duda el peor de la historia para los judeoconversos. Desaparecidos los judíos oficialmente a partir de 1492, perseguidos y llevados a la hoguera todos los sospechosos de judaizar, el foco de atención y persecución se dirigió hacia los conversos. El odio a los judíos se desplazó hacia ellos, y de nada les sirvió proclamar públicamente la fe católica, pues siempre fueron considerados sospechosos. Había que impedir, por otra parte, su ascenso social, su poder y su influencia creciente. Proclamarse, no ya judío (algo imposible), sino simplemente converso, era la peor carta de presentación para poder vivir tranquilo o aspirar a ascender socialmente. Cervantes no duda en defender el disimulo, el disfraz, el fingimiento, el refugio en la propia conciencia y la necesidad de guardar las apariencias, para liberarse del estigma de judeoconverso.

martes, 1 de julio de 2014

ANHELO DE DISOLUCIÓN

El 6 de septiembre de 2012 escribí esto:
(Foto: S. Trancón)


Vienen veloces del azul oscuro, al anochecer, quién sabe qué, o quiénes, y me inquieta su sombra, aleteos negros que tiemblan, reverberan y desaparecen al instante. Fugaces señales de ese otro mundo que no veo, pero que sé que está aquí, ahí, rodeándome, yo sumergido en él sin apenas saberlo. Al otro lado de ese velo invisible. Esa vibración oscura deja su eco dentro de mí, en el centro de mi pecho, una inquietud anhelante, ondas que no encuentran su reposo en el mar del infinito. La paz. La serenidad. El infinito contemplando al infinito. Y de pronto, las hojas oscuras y brillantes del magnolio se recortan contra el azul eléctrico del cielo, mientras contemplo el mar abajo en profunda calma. Esa suavidad me invita a una dulce disolución. La vida, esa fugaz vibración oscura, un aleteo, un anhelo de intensidad. Así el ser que vino de la nada vuelve a su eterna e inconmovible calma, olvidando hasta la posibilidad de ser, habiendo sido.