La
economía y los mercados son abstracciones cuya principal función es
alejarnos de la realidad y los problemas concretos. Abstracciones
fonéticas destinadas a crear un vacío semántico que rellenemos con
fe, reverencia y resignación. La economía es hoy una gran
abstracción que encubre el hecho de que su funcionamiento no es
ciego, ni autónomo, ni ajeno a las decisiones de las personas, los
gobiernos y los poderes financieros.
Considerar
que los mercados, los flujos financieros, la prima de riesgo, el
mercado de la deuda, los paraísos fiscales, el fraude, la
distribución de la renta, el aumento de las desigualdades sociales,
la imposición del tipo de recortes y ajustes, la política de
privatizaciones, la venta de recursos y empresas nacionales, la
política de impuestos, la desrregulación del trabajo, la
conservación de la naturaleza o la mejora del medio ambiente;
considerar que todo esto funciona por sí mismo, sin posibilidad de
que pueda intervenir en ello el poder político democrático, o
sea, la decisión de la mayoría social; considerar que la economía
es una máquina gigantesca que funciona siguiendo leyes y mecanismos
internos sobre los que apenas se puede intervenir, es una maniobra
ideológica destinada a impedir que los ciudadanos y los gobiernos
ejerzan su poder y su capacidad de decisión. Apelar al fatalismo
reverencial y mecanicista de la economía, convertida en un monstruo
cuyos caprichos hemos de acatar inexorablemente, no es más que un
engaño y una burda imposición que deja sin contenido a la
democracia.
Detrás
de la abstracción de la economía y los mercados se oculta el poder
de las grandes empresas y bancos multinacionales, que toman unas
decisiones u otras en función de sus intereses, que afianzan su
poder dominando e imponiendo sus normas a los países, empresas y
economías más débiles, haciéndolas más dependientes, con menos
capacidad de decisión y autonomía. Nuestro país, con esta crisis,
se ha vuelto mucho más dependiente y sometido a poderes financieros
y económicos multinacionales. Sólo mediante decisiones políticas,
basadas en el apoyo democrático de la mayoría, se pueden controlar
los abusos y atropellos a los que lleva la codicia, la ambición y la
voluntad de dominio de una minoría superpoderosa.
El
discurso economicista que oculta la debilidad política o el
sometimiento de los políticos a las decisiones de esos poderes
económicos y financieros, que han creado una total dependencia
mediante los mecanismos de control y aumento de la deuda, lleva a
presentar a los ciudadanos las decisiones económicas como las únicas
posibles, induciéndoles a una aceptación pasiva de lo inevitable.
Es preciso romper ese falso determinismo y afirmar que existen muchas
formas de abordar la crisis económica y financiera, siempre que no
se renuncie a situarla dentro del contexto global de la economía
productiva, el consumo, la creatividad, la investigación y la
renovación del sistema productivo, administrativo y de servicios.
Los gobiernos pueden regular y controlar el capitalismo meramente
especulativo y dar prioridad a la inversión productiva y la
investigación tecnológica.
La
inversión puramente especulativa e improductiva, de ostentación y
despilfarro, ha causado un daño no sólo económico a nuestro país,
sino ambiental, destruyendo el patrimonio artístico y natural y con
efectos sociales muy negativos, en la medida en que ha orientado los
esfuerzos hacia proyectos socialmente inútiles, produciendo
desconfianza en nuestra capacidad de desarrollo y mejora de las
condiciones de vida.
Seguir
confiando en el valor taumatúrgico de las cifras económicas, en la
mejora de unas décimas o puntos en las estadísticas
macroeconómicas, tan inconsistentes como engañosas, es renunciar a
enfrentarnos a la verdadera crisis económica de nuestro país, de la
que no hay mejor indicador que la cifra de parados y desempleados,
las familias sin recursos, la pobreza infantil o el número de
españoles obligados a emigrar.
La
economía y los mercados se han convertido en nuevos dioses ante los
que sólo cabe la fe, la reverencia, la resignación, y a los que
hemos de ofrecer el sacrificio de nuestras vidas. En mitos con
capacidad de cegar y anular cualquier pensamiento crítico. La
religión cambia de dioses, pero mantiene lo esencial: la creencia en
poderes superiores que dirigen nuestras vidas caprichosamente.
Antonio
Muñoz Molina, en su excelente libro Todo lo que era sólido,
escribió sobre los sacerdotes de esta nueva religión: “No eran
expertos en economía sino en brujería. Les hemos creído no porque
comprendiéramos lo que nos decían sino porque no lo comprendíamos,
y porque la oscuridad de sus augurios y la seriedad sacerdotal con
que los enunciaban nos sumían en un especie de aterrada reverencia”.
O creyentes, o ciudadanos informados y libres: es la hora de elegir.