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jueves, 25 de julio de 2019

TIEMPO DE SILENCIO


En el verano la luz se aquieta, reposa con mayor intensidad sobre los tejados, los muros, las tapias, la tierra roja de los surcos, las ramas y troncos de los árboles, el asfalto gris, el agua tersa de los pantanos, las peñas, el azul celeste. Esa luz quieta eterniza el instante, paraliza el tiempo fugitivo y nos invita al silencio, a no hablar, a no cotorrear, a no parlotear, a no farfullar con nosotros mismos, que es lo que más hacemos, a lo que más tiempo dedicamos, lo que más energía consume. No hay mayor despilfarro que dejarnos atrapar por ese diálogo interno obsesivo, repetitivo, en el que hoy nos decimos lo mismo que ayer, y que anteayer, y que el anteayer del anteayer.

El mayor secreto de la vida es no estar de paso por la vida, o sea, no estar de paso por ese instante que la luz aquieta. Porque no hay otro. Y si te vas de él y te quedas absorto en la preocupación por ti mismo, encapsulado en ese cuchicheo interno que te saca del mundo real (ése que la luz hace presente), entonces ignoras y desprecias lo que de verdad nos hace vivir, que no es sino el contacto real y físico con todo lo que nos rodea. Nuestra energía sólo se renueva cuando se aquieta y alinea con la energía de la luz que hace presente al mundo. Si vives encerrado en tu cápsula, escuchando el eco de ti mismo, excitado por esa agitación interna permanente, que confundes con la vida, no descubrirás nunca la fuerza del silencio, ese no temer al vacío que la luz nos desvela en las horas quietas del verano.

La vida es absoluta y completa en sí misma, no se justifica en función de algo que vendrá después. Nada cambiará luego si algo no cambia ahora. Sólo soy lo que ahora soy. Todo lo que pueda llegar a ser está en lo que ahora soy y puedo hacer. Escapar del presente, no poner toda la atención en el presente, es dejar pasar la vida, es perderse el espectáculo indescriptible de todo lo que ocurre a nuestro alrededor. Infinidad de acontecimientos, transformaciones, asociaciones, sincronías, interrelaciones se producen a cada instante ante nuestros ojos. Todo nos lo perdemos si estamos atrapados por ese diálogo compulsivo que proyecta su preocupación por el futuro y no cesa de darle vueltas al pasado.

Nace esta obsesiva y reiterativa agitación interna de nuestro miedo a la muerte. Es como si temiéramos al vacío, al silencio, a la quietud, que identificamos con la muerte. Preferimos vivir en una atmósfera de irrealidad, de sopor, ese mundo imaginario que sustituye al mundo real y al que entregamos nuestra atención y energía. Vemos todo con ojos velados. La cápsula en que estamos atrapados se llena del vaho de nuestro propio aliento. No vemos realmente a los otros ni al mundo, y nosotros mismos pasamos a formar parte de ese mundo irreal. Nos da miedo el misterio de la realidad, que está siempre más allá de nosotros y de lo que nosotros hagamos.

En "El mundo por de dentro", Francisco de Quevedo nos recuerda todo esto con palabras llenas de agudeza y sabiduría. La conciencia del tiempo nace de la conciencia de la muerte. "¿Tú, por ventura, sabes lo que vale un día? ¿Entiendes de cuánto precio es una hora? ¿Has examinado el valor del tiempo?" El tiempo se valora por horas, por días, que son como ladrones que, de forma "fugitiva y secreta", nos roban el tiempo.

Y frente a la ilusión del futuro: "¿Quién te ha dicho que lo que ya fue volverá cuando lo hayas menester, si lo llamares?" Los días no dejan huellas ("¿has visto algunas pisadas de los días?"), el pasado no vuelve sobre sus pasos, los días "sólo vuelven la cabeza para reírse y burlarse de los que así los dejaron pasar". Porque vivir no es ir dejando atrás a los días, sino "que van delante de ti, tiran hacia ti y te acercan a la muerte".

Concluye Quevedo diciéndonos que tiene por necio tanto "al que toda la vida se muere de miedo que se ha de morir", como al malo "que vive sin miedo della" como si nunca hubiera de morir. ¿Y quién es cuerdo, entonces? "Cuerdo es sólo el que vive cada día como quien cada día y cada hora puede morir". Lo escribió antes de que aparecieran los libros de autoayuda.

miércoles, 29 de noviembre de 2017

UN POCO DE NADA


(Foto: S. Trancón)

Tirar piedrecitas a un lago y ver cómo las ondas forman círculos que poco a poco mueren en el agua. Igual que un pez que pica el anzuelo y hunde un instante el corcho flotante. Pequeños fenómenos, efímeras perturbaciones sobre la superficie líquida que tiende a la quietud. Para contemplar el mundo, para no confundir las pequeñas olas con un tsunami, hemos de tomar nuestros actos como lo que son, apenas la piedrecita que un niño arroja sobre la superficie del mundo, que tiende a la inmovilidad. Cuanto más nos alejamos de lo inmediato, cuanto más nos elevamos sobre la rugosidad y aspereza de las cosas, más ridículas resultan nuestras hazañas cotidianas, la importancia que les damos y la importancia que nos damos a nosotros mismos. 

La comparación del lago no es hoy muy apropiada, porque a punto estamos de ver que los lagos de antes ya sólo son hoy charcas pestilentes. En los nidos de antaño, no hay pájaros hogaño. Con qué asombrosa rapidez cambia todo para mal. Es la paradoja de lo inmóvil, que se transforma a nuestra vista sin que lo podamos ver. Y es frente a eso, frente a lo imparable, ante lo que nuestros actos resultan tan insignificantes. ¿Consuelo de tontos? No, aceptación de sabios. 

Comenté el otro día, paseando con Antonio Colinas por la plaza Mayor de Salamanca, esa asombrosa laguna plateresca, cómo poco a poco había ido desapareciendo todo lo que dio consistencia a nuestra infancia. ¿Cuánto tiempo hace que no oímos croar a una rana en una laguna donde picotea una cigüeña?, le comenté. ¡Silencio, ranas, que está la cigüeña en el charco!, nos gritaba un profesor en el Instituto (al que acabamos llamándole el Rana). Para los niños de hoy, ¿qué sentido tendría esa amonestación, si nunca han visto ni oído croar una rana en un charco?

Nada tiene esto que ver con el paso natural del tiempo, sino con la ruina silenciosa de un mundo que dio consistencia a las palabras más entrañables, las visiones más asombrosas, las transformaciones más inesperadas. Toda la sabidurá que un niño puede adquirir tirando una piedra sobre un lago. No es lamento, ni añoranza, ni lucha vana contra una muerte anunciada, sino callada desesperación a la que sólo podemos vencer volviendo a aceptar la insignificacia de lo que somos, de lo que hacemos, de lo que podemos hacer frente a la descomunal perturbación que está sufriendo hoy la superficie del mundo, de la Tierra, de los cielos y los mares y los lagos y los bosques y las charcas cubiertas de espadañas.

Quiero alejarme hoy de tanto ruido, tanto aspaviento y tanta memez con que la actualidad política nos inunda y absorbe hasta el punto de creer que lo importante es toda esa efímera e insignificante agitación de aguas que en otro tiempo formaron lagos y hoy no son ya más que lodo, fango que se pega a la suela del zapato y apenas nos permite caminar. Cuánto engaño, cuánto aturdimiento, cuánta preocupación inútil, cuánta energía dilapidada, con qué obstinado empeño se afanan quienes, en un acto de suprema fatuidad, quieren cambiar la vida de los demás con un decreto, una declaración, una ley tramposa, un titular. 

Atrapados por la agitación del momento, por la vacuidad de la inmediatez, conviene de vez en cuando volver sobre sí mismo para dejarnos llevar por un poco de nada, de la nada que somos, por más que nos creamos el centro del mundo y que ese centro va allá hacia donde nosotros nos desplazamos. No, el centro del mundo no está ni en Barcelona ni en Bruselas, ni en Moscú ni en Berlín, ni en Madrid ni en Bilbao. Para mí al menos, y durante el tiempo que he dedicado a escribir estas líneas, el centro del mundo ha estado en esa laguna de mi infancia donde croa una rana a la que una zancuda no le ha dado todavía alcance.




martes, 6 de diciembre de 2016

POESÍA PARA PAGANOS

(Foto: A. Trancón)

Ha escrito Luis Díaz Viana un libro de poemas titulado “Paganos”. Ya el título nos invita a pensar y a sentir (esta es la función de la poesía) desde un lugar simbólico alejado de la vulgaridad, la vanidad y la banalidad del mundo contemporáneo. Pero no vamos hacia la busca del pasado, parece decirnos, porque ya estamos en él, “esa otra vida atrapada / entre la oscuridad y el légamo”. Pronto nos damos cuenta de que no se trata de una huida, sino de un acercamiento: es la fuerza del pasado lo que nos atrae y mueve, más que el rechazo de aquello de lo que huimos. El misterio del pasado es el misterio de su propia presencia, simbolizada en el río: “El río / o el murmullo de palabras de cieno, / frescor de sueños y extraño almacén”.

¿Por qué sigue ahí el pasado, si ya ha desaparecido? ¿Por qué nos atrae si ya está muerto? ¡Gran paradoja! Lo desaparecido permanece, lo destruido sigue en pie, lo muerto continúa vivo. ¿De dónde nace la fascinación que nos produce, si no? Hay una respuesta: “El bosque permanece” porque “El bosque es lo sagrado”, “En el bosque hay palabras / -que no dejan de oírse- / para quien sabe oír” y “El bosque es el mundo antes del mundo, / el hombre antes del hombre”.

El bosque es el símbolo de lo agreste, lo primitivo, lo apartado, lo pagano, eso que ha quedado excluido y arrasado por la civilización cristiana y racional. Hablamos de un mundo concreto, el del paganismo romano, el de los dioses familiares, domésticos, el pago que vive en contacto directo con la naturaleza, inmerso en ella. En el centro de ese pago hay un hogar que mantiene vivo el fuego sagrado de los dioses, el recuerdo, la memoria y el culto a nuestros antepasados.

Aturdidos por la saturación de estímulos efímeros, incapaces de dar consistencia a la memoria, al tiempo y el espacio en que vivimos, esa vuelta al bosque, a la contemplación del río, al refugio del hogar, no nace sólo de la nostalgia o la melancolía, sino de la incertidumbre, de la necesidad de reconstruir la propia identidad fugitiva y cambiante, una identidad que se redescubre pagana, como el arqueólogo que encuentra bajo las ruinas de una iglesia paleocristiana, un ara romana, o bajo un surco, el labrador, un mosaico de Diana: es el momento de la inspiración, del éxtasis que busca la poesía, el encuentro con el misterio, con “La sombra llorosa de un familiar / ya muerto”. La muerte es el mayor misterio, el que incluye a todos los misterios: “Los dioses nos miran con sus ojos vacíos”.

Nada hay más pagano que el amor. El amor sacraliza la vida porque también nos habla de la muerte, contra la que lucha inútilmente. “Aprendí que perder el amor / es la peor de las muertes”, nos dice Luis Díaz. Y escribe uno de los versos más conmovedores que sobre el amor se hayan escrito: “Quiero morir y en ti vencer la muerte”. El amor y la poesía se unen y pueden llegar a confundirse: “El poema es inútil y el amor siempre triste”. Sí, hay un fondo de pesimismo vital, de anhelo imposible, de tristeza unida a la fascinación de las ruinas paganas, que evocan también el amor perdido. Pero el romanticismo de Luis Díaz es sereno, lúcido, no se entrega a la desesperación, un sentimiento ajeno a la aceptación estoica y pagana de la muerte. Por eso acaba su libro con estos versos cargados de emoción contenida: “Estoy en paz, al fin, / con mis dioses paganos. / Estoy en paz conmigo / que es muchísimo más de lo que nunca hubiera imaginado”.

La poesía de Luis Díaz busca la contención, esa difícil sencillez de “inventar las palabras para que cada cosa / sea por primera vez”. Frente a tanta poesía vacía, artificialmente urdida para ocultar la ausencia de emociones sinceras, la poesía de Luis Díaz no engaña a nadie, no camufla la impostura con una retórica artificiosa, sino que expresa con fluidez y claridad sentimientos depurados por la experiencia vivida. Ante la muerte, el descubrimiento de nuestro pasado pagano, ese que sigue latiendo bajo surcos y mosaicos, pero también en nuestra memoria, quizás sea nuestro mejor refugio. Poesía pagana para espíritus paganos.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

JUAN CARLOS MESTRE, LA POESÍA ESENCIAL

(Foto: Ángela T. Galisteo)

Entre mis lecturas de este verano quiero destacar un libro de Juan Carlos Mestre, “La tumba de Keats”, Premio Jaén de Poesía en 1999, recién reeditado por la editorial Calambur e ilustrado por el propio Mestre. Se trata de un largo poema escrito con un gran impulso y una energía poderosa que le otorga una unidad de tono, ritmo y estilo absolutamente original. Ni por su estructura ni por su lenguaje se parece a cualquier otro libro de poesía. Quien se adentre en sus versos se verá obligado a dejar de lado su idea preconcebida sobre lo que es un poema para entregarse a lo fundamental: la experiencia poética.

El libro nace de una visita que Mestre hace en 1997 a la tumba de J.Keats, poeta romántico que murió muy joven en Roma. El marco físico es la ciudad de Roma, “cadáver esencial”, símbolo y metáfora del mundo, por la que el poeta camina y se pierde. Lo importante es la vivencia arrebatada que provoca este deambular, que acaba convirtiéndose en un viaje interior: “No he descendido a ningún otro infierno que no fuese mi vida”. La belleza y horror, el orden y el caos, las cúpulas y las cloacas, el pasado y el presente, todo se mezcla fuera del tiempo y provoca asociaciones insólitas, imágenes fascinantes y sentimientos desbordados.

El exceso. Mestre nos hace reflexionar sobre el mundo como exceso, algo esencialmente inabarcable, inexplicable, incomprensible para la experiencia humana. Algo que está siempre más allá de lo humano. Ante eso que nos desborda, el poeta, movido por la angustia y la desazón, busca lo esencial, lo sustancial, aquello que permanece en el mundo bajo todas sus infinitas formas. En esta búsqueda comprende que él no es más que otro sustantivo perdido en una cadena interminable de sustantivos. Todo es fragmento asociado a otro fragmento sin que podamos explicar el sentido de esa asociación. Nada de extraño que use la construcción nominal, la elipsis verbal, la anáfora y el paralelismo como recursos dominantes.

El caos y el orden no son más que una ilusión, todo está conectado con todo formando una red sustancial que apenas percibimos. La palabra es también un objeto sustancial que se mezcla, enlaza y asocia movida por su propio impulso. El verbo nace del sustantivo, no al revés. “El obstinado aliento / de la cansada luz de octubre en el baúl de las abejas”. “La implacable hormiga en el blando bulbo de la boca helada" “… Un reloj de sol bajo los párpados,/ la aguja inmóvil como retina fría de los caballos muertos”.

El poeta no hace otra cosa que liberar la energía de la palabra. El irracionalismo es un medio para ampliar el poder del lenguaje y la conciencia. El lenguaje se extraña de sí mismo, la palabra se mira y se sorprende a sí misma. La transgresión del género poético es una necesidad, no algo buscado por sí mismo. El resultado será ese fluir torrencial de concordancias, asonancias, resonancias y sincronías que otorgan a la palabra un poder esencial contra el orden impuesto, el orden de la sintaxis, pero también el orden político, civil, social. Hay, detrás de esta poesía desbordada, una conciencia cívica rebelde, irreverente, que lucha contra la imposición y la banalidad. “Están llenas de estiércol todas las escobas de la patria”, dice en “La bicicleta del panadero”. Y: “La muerte anda viva entre nosotros”.

No pretende el poeta imponer un orden humano al universo, sino describir lo que ve y siente. Una especie de monólogo exterior, de fuera hacia adentro, del mundo a la palabra. No hay propiamente subjetividad, sino conexión interior: el poeta como sustancia transparente en la que se refleja el mundo. “Llamas vivir al terrible corazón que rueda sin otro oficio que la necesidad”.

El tono bíblico, salmódico, con ecos proféticos y alegóricos, la iluminación de los oráculos, es la forma adecuada para dar cauce esta experiencia poética. El poeta poseído por la palabra, sustituto de la carne, también materia impenetrable. El cuerpo como un sentir desgarrado, atravesado por la palabra. “Conozco el lóbrego lugar del mundo donde los astros mueren”. “He sido poseído por un extraño canto de insecto”. Feliz lectura otoñal, para quien no lo haya hecho todavía.



martes, 24 de mayo de 2016

ANTONIO COLINAS: MEMORIAS DEL AGUA



(Foto: S. Trancón)

Acaba Antonio Colinas de publicar su último libro, “Memorias del estanque”. Es el 70 de su bio-bibliografía, el número cabalístico de la plenitud creadora.  Sincronía perfecta entre el ciclo solar y la gestación poética. Un libro que sitúa a Colinas entre los más destacados escritores de nuestro tiempo. Un poeta al que podemos llamar, con pleno sentido, universal, porque su escritura ha sabido, a partir de sus raíces, proyectarse y difundirse por todo el mundo, desde Corea y China a Méjico, Colombia o Canadá, pasando por Italia y toda Europa.
Ha recorrido Colinas el planeta de un extremo a otro llevando la poesía a los rincones más insospechados, de las plazas a las cátedras universitarias, de los bosques y montañas, a los teatros y cafés. No es una metáfora. Este libro tiene la primera virtud de hacer visible esa geografía universal por la que Colinas ha ido leyendo, recitando, explicando y transmitiendo el sentido más profundo de su poesía: llegar a todos los lugares para hacer sentir a todos los seres humanos el valor de la palabra, la capacidad que la poesía posee para llevarnos hacia nosotros mismos en busca de nuestra plenitud, la plenitud que nace de la conciencia de ser y el valor de la vida.
También habla este libro de su geografía personal, de los lugares en que ha vivido, trazando un círculo que ahora vuelve a su origen, a su raíz, al centro: el lugar de su infancia. Escribe: “He sido en la vida lo que he deseado ser”. Y aclara: “En la vida no he ido adonde he querido, sino adonde la vida me ha llevado”. ¡Quién pudiera decir lo primero y aceptar y entender lo segundo! De lo primero, de su insobornable voluntad y determinación de ser lo que deseaba ser, tuve conocimiento y experiencia directa allá por los años en que empezó a escribir y publicó su primer libro. Nunca he conocido a nadie que tuviera más clara, y más pronto, su vocación literaria y poética. Fue lo primero que me transmitió desde el momento en que nos conocimos. Creo que yo, entonces, le transmití otra de las pasiones que compartimos: el afán de conocimiento. Dice que siempre me recuerda con un libro en la mano.
He disfrutado y he vivido la lectura de este libro como una experiencia única, la que nos lleva a descubrir la felicidad como “soledad, serenidad, silencio”, “tres claves para la plenitud de ser”, “tres situaciones o estados de ánimo (que) dan forma a algo más profundo que no puedo explicar”. Eso inexplicable e inefable es la fusión de nuestro ser con la naturaleza, con el todo, uno de los hilos de seda con que Colinas teje las páginas más íntimas y fértiles de estas inclasificables Memorias.
Son Memorias poéticas, pero no por eso menos biográficas. Nos hablan de la vida esencial, de la transformación interior, ese elevarnos hacia la luz al descender hacia la profundidad de lo que somos. Deja de lado lo superficial y anecdótico, eso que la mayoría de autores suele confundir con la vida, convirtiendo el recuerdo en mero reflejo de sí mismos, no en una reflexión sobre su lugar en el mundo y el sentido de su vida.

Pero también este libro es un bello “fruto” literario (no “producto”, como él dice), una admirable creación artística, expresión pura de la prosa poética, del cuidado y el amor a la palabra, depurada en su esencia rítmica y seductora. No ha caído Colinas en la trampa cronológica, secuencial y espacial de la narración, ha sabido trascender las limitaciones del tiempo y el espacio para transmitirnos una profunda verdad: en nuestro interior, en nuestro verdadero ser, todo está relacionado con todo, tiempo y espacio se funden. En el circulo﷽﷽﷽﷽después ya ha sucedidoo de su vida mndo un cl espacio para transmitirnos una profunda verdad: en nuestro interior, en írculo no hay antes y después, no hay cerca ni lejos, el pasado es ahora, el aquí, allí. Estanque, lago, remanso, fuente: todo nace del fluir del agua, que es la vida.     

domingo, 3 de enero de 2016

EL POETA LUIS DÍAZ VIANA

(Fotos: S. Trancón)

La poesía vive en la marginalidad literaria, apenas tiene lectores y está fuera de los circuitos comerciales. Sin embargo ocupa el lugar central de la literatura; es, podríamos decir, su núcleo esencial. Si desapareciera, toda la creación literaria se vendría abajo por falta de consistencia. La poesía, al contrario de la novela, no vive de los lectores, vive de sí misma. Y mientras haya poesía habrá poetas. Leyendo la poesía de Luis Díaz Viana uno comprende el sentido de esta profunda verdad.
Se ha dedicado profesionalmente Luis Díaz a la antropología, una disciplina que tardó en llegar a nuestro país y de la que él ha sido pionero. Una larga lista de libros recoge sus investigaciones, orientadas a desvelar la pervivencia de rasgos culturales y populares dentro de nuestra propia cultura, cada día más universal y urbana. Pero además de esta labor científica y académica, Luis Díaz se ha dedicado de modo consciente, perseverante y riguroso, a la poesía. De ese núcleo creativo esencial han brotado también sus otros dos empeños artísticos: la pintura y la música.
La publicación reciente de su “poesía junta y revisada” pone de manifiesto el lugar central que la creación poética tiene en toda su obra y en su vida. No suelen los poetas atreverse a poner en claro, reunidos y enfrentados, los poemas que han ido marcando su propia evolución poética. Esto implica releer críticamente, seleccionar y depurar cada poema y, sobre todo, tratar de encontrar el sentido de una continuidad no manifiesta, pero existente, como río profundo que recorre por debajo de lo que aparentemente ha sido una creación espontánea y sujeta a los impulsos de cada momento. Luis Díaz lo ha hecho con este libro de 300 páginas, titulado En honor de la quimera (ed. Devenir Poesía), en las que ha ordenado los siete libros publicados entre 1971 y 1992.
Siempre es insuficiente y reduccionista calificar una obra variada, compleja y fuertemente personal. No lo voy a hacer con la poesía de Luis Díaz, difícilmente clasificable según las categorías al uso. No impide esto destacar que encontramos en ella recogidos los impulsos y la sensibilidad de los movimientos poéticos más destacados de la historia, pero no recurriendo a la copia o la imitación, sino a través de la asimilación e integración en la propia concepción y vivencia poética. La poesía de Luis Díaz ha ido brotando y haciéndose –tal y como se presenta en este libro- de las fuentes del romanticismo, el neoclasicismo, el modernismo, el irracionalismo surrealista y la lírica popular. El impulso personal late y transforma en cada momento estas influencias en una voz original que nunca pierde la raíz, el vínculo con la propia vida. La poesía se convierte así en búsqueda, autoconocimiento, autoafirmación frente a un mundo incomprensible pero apasionante.


No nos encontramos ante una poesía del sosiego o la contemplación, sino del desarraigo, de la vivencia dramática del amor, el dolor, la muerte, la injusticia, el sinsentido. Nada de extraño que a veces adopte un tono nihilista, apocalíptico, bíblico, y que se exprese tanto a través del versículo y la salmodia como mediante versos cortos, inquietos, llenos de elipsis y rupturas rítmicas. Prueba de esta inquietud, de esta tendencia al inconformismo (incluso formal) es el distribuir alternando las estrofas del poema pasando del lado derecho, al centro y el izquierdo de la página, creando un equilibrio dinámico, formando un zigzagueo que avanza como un oleaje. Esta construcción rítmica y visual no es un simple juego, tal y como lo concibe la poesía experimental, sino la expresión más adecuada del contenido y el latir mismo de los temas recurrentes que dan vida a los poemas: el amor, la muerte, el sexo, el dolor, la soledad, la naturaleza, el misterio de la existencia.
Dice el poeta, “solo y desterrado”, que “vivir y morir tan solo es niebla” y que “la única eternidad está en tus sueños”. Por eso “busco, con otros hombres, la puerta condenada / de un antiguo paraíso”. Busca, pero no huye el poeta de lo que encuentra al final del encuentro: “La muerte nunca aparece como es, / tal como es: guarda su misterio”. “La muerte estaba en ti. Tú la traías / en tu mirada, en tus ojos, en tus manos. / Tú la traías en tus labios  / y me los diste, desnudos, a besar. / Yo, sólo sabía de palabras”.
El amor es mucho más que un tema, es el lugar y la experiencia radical a la que regresa una y otra vez el poeta, incapaz de entender su misterio, tan unido a la soledad y la muerte: “Qué lucha de vidas encontradas, / tan terrible, hasta llegar a ser nosotros, / hasta salir tú de ti, yo de mi otro / para abrazarnos desnudos y sin sombras”. “He pasado en cárceles de soledad / toda mi vida / huyendo del amor o deseándolo”.


Ninguna reseña puede sustituir la experiencia de la lectura individual, y nada más personal e intransferible que el encuentro con un libro de poesía tan denso, extenso y variado como éste. Ante la imposibilidad de resumirlo cabe, sin embargo, entresacar algunos versos que pueden mostrar su pujante vitalidad, su concentrado lirismo, la fuerza expresiva y la riqueza de imágenes sorpresivas e impactantes. Una poesía cargada de emoción, pero también portadora de una visión del mundo y el hombre como ser desvalido e indefenso que necesita dar sentido a su vida, comprender y compartir su existencia azarosa, cargada de experiencias desgarradoras, pero también exultantes y felices. El sentimiento nos mueve y nos guía: “Porque el sentimiento es la llave que hace bello / lo imperfecto”. “Sólo un viento de sueños calcinados / desordena los pliegues de la tarde, / mientras, tristes y oscuros, / caminamos”. “Vi el mundo que se oculta en los espejos / y juzgué la muerte necesaria”. “Tendremos que morir, como árboles viejos, / sin corazón de viento  ni memoria de estrellas: / solos y acostumbrados al musgo y a la tarde”.
Si un libro de poesía puede salvarse por un solo verso, encontramos en esta antología de Luis Díaz cientos de versos que por sí solos justifican, no ya su publicación, sino una vida entera dedicada a la obstinada labor de expresar con palabras el misterio de lo que somos, de lo que sentimos, de lo que pensamos y deseamos. De la alta calidad y logro de este empeño sirva este puñado de versos cargados de belleza y emoción, pero que también encierran una profunda reflexión sobre nuestro paso por esta tierra:
 Baja de las nubes. Sal, sal a la calle. / Busca a un hombre muerto con tu mismo rostro”.
 Vivir como si la tierra / fuera nuestra única patria, / la que sabe nuestros nombres, / y no el oscuro destierro / de unos dioses derrotados”.
Recorrer los puentes fríos / que cuelgan sobre la hierba, / perderse en un horizonte / de coches enfurecidos, / de muchedumbres de piedra / y mujeres sin mirada”.
Era un niño –praderas hacia el cielo- / perdido bajo el sol; cálidos ríos: / en los barcos azules del verano / sentí sobre la piel caricias blancas”.
Bajo las escaleras de la tarde / un suave dormitar de mariposas
 Las hojas pudriéndose en la fuente / asumían su verde desencanto…”
Y para acabar, estos dos versos que expresan el profundo anhelo que recorre no solo esta poesía, sino la vida íntima del poeta:
 Yo quiero, con las nubes intangibles / deshacerme en la luz, eternamente”.




miércoles, 9 de septiembre de 2015

UN POEMA DE CARLOS SAHAGÚN

Un emotivo y bello poema de Carlos Sahagún recitado por él mismo.
Esta grabado en el II Festival Internacional de Poesía de Medellín, al que acudió como el único poeta español. Se celebró del 23 al 29 de abril de 1992.


https://www.youtube.com/watch?v=e75cFSXBWp8

martes, 8 de septiembre de 2015

EN MEMORIA DEL POETA CARLOS SAHAGÚN


(Foto: S. Trancón)

Como si hubiera muerto un niño
Así tituló Carlos Sahagún uno de sus libros, que recibió el premio Boscán en 1960. Acaba de morir en el mismo anonimato en que quiso vivir. Desde finales de los 80 no supe nada de él. Le llamaba por teléfono y nunca se ponía. Me enteré que hacía lo mismo con todos. Su desconexión con la realidad no me sorprendió. De algún modo, nunca se adaptó a este perro mundo. Cuando todavía era catedrático de literatura en el Instituto Cervantes de Madrid, me contaron que una vez se inició un pequeño incendio y él empezó a gritar por los pasillos a los alumnos: ¡Todos a la cuesta de Moyano, a la cuesta de Moyano! Amaba los libros y no imaginó mejor refugio que las casetas de los libreros.
Nació en medio de la guerra, en 1938, y eso marcó para siempre su vida. En su poesía (seis libros extraordinarios) hay dos temas recurrentes: la infancia y el primer amor. Nadie, y menos los poetas de su generación, la del 50, ha escrito versos más limpios, más profundamente emotivos y sinceros. Nadie tampoco, dentro de la poesía moderna, ha usado el endecasílabo con mayor fluidez y claridad.
Lo conocí en Barcelona en 1980. Él fue el mayor impulsor del Manifiesto de los 2.300. Cuando le presenté el texto lo aceptó de inmediato y enseguida me propuso ir a ver a Amando de Miguel para que figurara como el primer firmante. Acababan de otorgarle el Premio Nacional de Poesía, que recibió de manos de Carlos Sotelo, sustituto interino de Adolfo Suárez después de la intentona de Tejero. Me sorprendió la poca importancia que le dio a este galardón. Lo que más le preocupó fue tener que acudir al acto en avión: tenía una fobia compulsiva a los aviones.
Carlos Sahagún, políticamente, era un anarco-comunista defensor del estalinismo. Moralmente, insobornable. En la cercanía, entrañablemente infantil y visceralmente sincero. Chocó de lleno con el pseudo-comunismo del PSUC y de Carrillo, el pseudo-socialismo de Felipe González y la patraña del catalanismo. Podía defender sin reparos a Líster o a Juan el Cojo, aquel exaltado que se hizo famoso rompiendo farolas con su muleta en una manifestación estudiantil. Lo sorprendente es que ese mismo temperamento pudiera escribir poemas llenos de emoción, pureza e intensidad. Sí, era un hombre apasionadamente contradictorio.
Su poesía, en contra de lo que pudiera suponerse, no puede encuadrarse dentro de la poesía social. Hay en ella un eco inconfundible de su tiempo y de su vida, pero va mucho más allá. No se deja llevar por su ideología ni trata de rendir servicio a la política.
Quizás toda su exaltada retórica no era más que un deshago y una compensación infantil: ese no poder regresar a la infancia. (Y desde qué tristeza hemos venido,/ desde qué infancia que nos han quitado). Como escribió: Yo, capitán con mi espada de palo, /matando de mentira a los demás.
Agradezcamos su sinceridad y valentía, tan ausente hoy entre nosotros. También su viejo amor a España, “esta mala tierra que tanto amé”, cuyos días más tristes describió así: cuando entraron los lobos, después,/ despacio, devorando,/
el agua se hizo amiga de la sangre,/
y en cascadas de sangre cayó, como una herida,
/cayó sobre los hombres
/desde el pecho de Dios, azul, eterno.
Acabemos, a modo de epitafio, con sus propias palabras: Quede mi nombre escrito sobre el agua,/ 
indefenso, esperando/
la hora en que tú desciendas suavemente,/
sabiendo ya el camino, a recordarme.
http://www.libertaddigital.com/cultura/libros/2015-09-03/en-memoria-de-carlos-sahagun-como-si-hubiera-muerto-un-nino-1276556274/