MIS LIBROS (Para adquirir cualquiera de mis libros escribir a huellasjudias@gmail.com)

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sábado, 29 de septiembre de 2018

LA HORA DE LA INFAMIA


Estamos asediados, aturdidos, abducidos por eso que los medios de manipulación de masas llaman "actualidad política". No hay modo de quitárnosla de encima. Es como el zumbido de un enjambre sobre nuestras cabezas. En medio de tanto barullo no tenemos tiempo ya ni de indignarnos. Tratamos de guiarnos por un sentido elemental del orden y la justicia, pero es imposible asimilar tanta tropelía, tanta infamia, tanta mezquindad. Los nombres se amontonan cada día y ya no hay modo de llevar la cuenta ni de recordar sus apellidos. ¿Quién se acordará la próxima semana que hubo una ministra llamada Montón, que en su máster plagiado llegó a decir que "la maternidad es esclavitud" y "la familia la derrota de las mujeres"? 

¿O que el engolado, relamido y sobrevalorado ministro Borrell haya defendido, entre otras memeces, que los golpistas catalanes sería mejor que no estuvieran en la cárcel, y que las bombas que vendemos a Arabia Saudí, son tan humanitarias que "no producen efectos colaterales" porque "dan en el blanco que se quiere con una precisión extraordinaria"? ¿O que la ministra portavoz, de apellido Celaá, haya insistido en que las bombas "son láser de alta precisión y si son de alta precisión no se van a equivocar matando a yemeníes"?

¿Y si pasamos a la Tesis pedrusca, o sanchesca, simple engañifa, refrito o potaje indigerible, hojarasca de muy baja estofa, que un grupo de amiguitos de su mismo nivel intelectual calificó cum laude, en un ejercicio de endogamia degenerante, insultante y denigrante del prestigio académico de nuestras universidades? Y tanto da mirar hacia la izquierda oficial como hacia la derecha retrorrenovada, la de un Casado que tiene la consistencia de un globo de chiche, tan pronto divorciado de la realidad, porque lleva el pecado dentro de su zapato, y ya cojea y flaquea y mansea a ojos vista.

¿Y si miramos hacia esa pandilla de penenes podemitas que ha llegado por puro azar a la política creyéndose catedráticos eméritos de Harward? ¿O a doña Carmena, que parece querer convertirse en doña Croqueta de la política, que ha conseguido que Madrid esté todavía peor que estaba, por no girar hacia el este patrio, allá donde reinan y gobiernan los más eximios, fruto depurado del árbol fabuloso de la raza catalana, con la ayuda transitoria de esa lumbrera de ancha cara y poderoso cuello, que se les ha Colau? ¿La hora de los infames?

Infame es quien carece de crédito y honra, vil, malvado, indigno de ocupar el puesto o cargo que ocupa. Alguien que ha perdido toda credibilidad y reputación, y que debiera ser, cuanto menos, ignorado y apartado de cualquier responsabilidad pública. La infamia se construye con mentiras, engaños, bravuconadas de burofax, amenazas, intimidaciones, acuerdos secretos, cambalaches, traiciones y compraventa de voluntades, todo lo cual exige un ejercicio depurado de cinismo, de descaro, de desdén y desprecio de los principios morales más elementales. Inventarse currículos o alardear de títulos académicos de feria es la manifestación más abyecta de la impostura. Cuando en la vida política y pública lo que domina y predomina es este tipo de conductas, es que la democracia está degenerando, perdiendo su propia esencia y sentido.

domingo, 16 de septiembre de 2018

HISTORIA Y MEMORIA


La Ley de Memoria Histórica de Zapatero, y la revanchista ampliación llevada a cabo por Sánchez, se estudiarán como ejemplo de aquello que un Estado democrático jamás debe hacer: legislar sobre la conciencia, el pensamiento y los sentimientos. Porque ésta es la pretensión última de esta ley aberrante: imponer, no sólo una visión o un relato, sino un juicio, unos sentimientos, una interpretación y calificación moral de los hechos del pasado. Esta absurda imposición, de naturaleza totalitaria, prostituye tanto el concepto de historia como el de verdad, y hasta el mismo sentido de la democracia.

Partamos de una primera verdad, incontrovertible: el pasado sólo existe en nuestra mente, la realidad es irreversible, no hay modo alguno de resucitar el pasado, y menos a un cuerpo o a una momia. La muerte es un hecho último, y todo muere a cada instante, por más que nos empeñemos en conservarlo, recuperarlo o revivirlo. Cualquier conversión del pasado en presente no deja de ser una invención, un intento de construir una realidad imaginaria en sustitución de la realidad del presente.

Una segunda verdad es que el presente es tan complejo, contradictorio e imprevisible, que necesitamos dotarlo de cierto orden para darle sentido, y por eso no podemos evitar interpretarlo en función del pasado y como anticipación del futuro. Es aquí donde interviene la historia y la memoria, tanto personal como colectivamente. Así que podemos decir que sí, el pasado está aquí, pero sólo como interpretación, elaboración y reconstrucción imaginaria de unos hechos irremediablemente desaparecidos.

Dejemos la memoria personal que, como bien sabemos, está permanentemente reelaborando los recuerdos para acomodarlos a las necesidades subjetivas y emocionales del presente. Es el yo, la imagen personal y el concepto de sí mismo lo que está en juego en esa constante reconstrucción de la historia personal. La memoria colectiva sufre las mismas distorsiones y acomodaciones en función de las tensiones y necesidades del presente. Precisamente porque esto sucede así, es por lo que ha surgido una ciencia, la historia, como un intento de descripción e interpretación del pasado que respete la realidad de los hechos del modo más objetivo posible, y de acuerdo con los registros que de esos hechos se conserven.

La historia, por tanto, nada tiene que ver con la memoria ni los recuerdos; se construye, precisamente, porque ni la memoria colectiva ni los recuerdos personales son de fiar. Exige un esfuerzo de objetividad, un propósito de constatación y respeto a los hechos que contrarreste cualquier tentación de tergiversación y utilización interesada del relato de lo sucedido. La historia está, por lo mismo, en las antípodas de la cualquier manipulación partidista e ideológica del pasado. Por eso he dicho que el Estado comete un abuso intolerable cuando trata de legislar sobre la historia con la pretensión de imponer una interpretación subjetiva y partidista de los hechos del pasado que llega, incluso, a tener consecuencias penales.

El Estado, sin embargo, tiene la obligación de proporcionar a todos los ciudadanos por igual, una educación y una formación que les permita el mayor grado de autonomía y realización de sus capacidades y talentos personales. Esto implica que les proporcione un conocimiento de los hechos más relevantes del pasado de acuerdo con los estudios más reconocidos que la historia nos proporciona.

Lo que no puede consentir un Estado democrático es que la historia se sustituya por un amasijo de interpretaciones, versiones, invenciones y fantasías, cuyo único fin sea controlar la conciencia y los sentimientos más elementales de los ciudadanos, creando identidades étnico-culturales que buscan legitimarse con la más burda interpretación de los hechos del pasado, como ocurre hoy en Cataluña y en casi todas las autonomías. Que la educación se haya puesto al servicio de mezquinos intereses partidistas y de las oligarquías territoriales es un pavoroso ejemplo de dejación y degradación democrática. Que coincida en esto una izquierda cada día más reaccionaria y obtusa, con los intereses de las burguesías caciquiles y territoriales, es algo que no resiste el más mínimo análisis y coherencia moral y política.

Esta izquierda mentalmente indigente y emocionalmente enferma, está logrando, contra todo pronóstico, y en contra de la evolución biológica y natural de los hechos, no sólo resucitar a Franco y reactivar automatismos que van del carlismo al falangismo, sino abonar el terreno para el resurgir de una ultraderecha renovada, tal y como está sucediendo en toda Europa. Y esto sí que es entregarnos al pasado, insuflarle vida a los monstruos y fantasmas de pasado.

viernes, 7 de septiembre de 2018

DEL DICHO AL HECHO



"Con frases no se ataca al Estado", ha sentenciado Carmen Calvo para exculpar la amenazante propuesta de Quim Torra: "No nos tenemos que defender de nada, hemos de atacar al Estado español". Nos aclara Calvo que "la política no se hace con frases, sino con hechos". Precisa que "cualquier medida constitucional requiere hechos jurídicos", o sea, que, mientras no haya "hechos jurídicos probados", Quim Torra y, por tanto, cualquier ciudadano, puede decir lo que quiera, donde quiera y como le dé la gana. Echemos abajo la mitad del Código Penal y, de paso, la Ley de Memoria Histórica y la de Igualdad de Género. Si con frases no se puede "atacar" a nada ni a nadie, ¿a qué vienen todas esas leyes que pretenden condenar hasta un piropo?

"Cabalgar" estas contradicciones es, por lo visto, algo normal y legítimo. Suscita inquietud el comprobar que la vicepresidente siga al pie de la letra la doctrina de Rajoy y el PP de "no intervención" en el caso de los constantes insultos y amenazas del independentismo catalán. Porque no: es absolutamente falso e insostenible que con palabras no se pueda "atacar". Sí se puede: atacar, ofender, insultar, amenazar, injuriar, intimidar, dominar, humillar...

Una frase no es nunca sólo una simple frase. Toda frase es la expresión de un deseo, una intención, un propósito, y se pronuncia para influir en el otro. Toda frase, no sólo "dice"algo, sino que "realiza" algo, produce algo, hace algo. La lingüística ha explicado ya hace tiempo que "decir es siempre hacer".Que no existe un decir que no sea, a la vez, un hacer. Por eso define el lenguaje como "actos del habla".

Es un disparate jurídico el anular la relevancia penal del decir reduciéndolo a un acto meramente subjetivo que se agota en la conciencia del hablante, un pensamiento interno que no tiene proyección alguna fuera de su cerebro. Porque hablar no es sólo pensar, sino expresar públicamente lo que se piensa, que a su vez es, para el receptor, expresión de lo que se siente y lo que que se persigue. Y más cuando se hace públicamente, ante cientos de personas, en un lugar y un contexto determinado que sirve para interpretar y valorar lo dicho, contexto en el que el acto de hablar realiza y lleva a cabo los efectos buscados, con el añadido de que hoy, mediante los medios, se puede ampliar ese contexto y sus efectos a millones de personas, y más si el hablante lo hace desde una posición de poder y representación simbólica excepcional, como es el caso de Torra y la Vicepresidente.

Nadie habla por hablar, o sea, sin intención ni propósito alguno: lo hace siempre para algo, aunque sólo sea para divertirse. Separar las palabras de los hechos es algo imposible. Esto no significa que las palabras realicen siempre lo que dicen. Eso depende de lo que se diga. Si yo insulto a alguien estoy realizando lo que digo, pero si grito ¡fuego! no quiere decir que yo esté provocando un incendio. Naturalmente, de las palabras a los hechos hay un trecho. Habría que añadir que casi siempre ese trecho es muy estrecho, y más cuando se trata de agitar, de impulsar, de animar a alguien o a una masa a que haga algo.

En contra de lo que dice Carmen Calvo la política se hace, sobre todo, con palabras, con frases, precisamente para evitar los hechos consumados, para impedirlos. Por eso no hemos de dejar pasar nunca palabras ni frases ofensivas y amenazantes, que incitan al odio, al ataque, a la subversión del orden democrático, como es el caso. Nunca las palabras son inocentes ni inocuas, producen efectos, o sea, hechos. Para evitar los hechos irreversibles hay que impedir el discurso que los hace posibles. Porque las palabras llevan a cabo una realización anticipada de los hechos. No se puede decir cualquier cosa sin que eso carezca de consecuencias sociales, políticas o jurídicas.

El decir es un arma política de primer orden. Dejar decir es dejar hacer. Parece increíble que a estas alturas, después de la experiencia del nazismo, por poner el ejemplo más trágico, no sepamos que las palabras son hechos, y que los hechos de incitación verbal son actos tan peligrosos como las balas o las bombas, porque llevan a ellas, porque crean las condiciones mentales, colectivas y psicológicas necesarias para que los actos finales tengan lugar. De una fase de preparación mental y psicológica se pasa a otra de agitación, visibilización y exhibición de fuerza (en la que ya estamos); por último, se produce el asalto a los resortes últimos del poder (el que quede por conquistar, claro).