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martes, 27 de febrero de 2018

IDENTIDAD E IDENTIDADES


Cuando la izquierda, desconcertada ante la fuerza del capitalismo, que creó la clase media, no supo qué hacer con "la lucha de clases", se apuntó a la "lucha por la identidad", por cualquier tipo de identidad, pues surgieron identidades como Ítacas a las que cada colectivo, más o menos desamparado, debía llegar para encontrar su salvación. Sin ton ni son, sin entender ni definir qué sea la identidad, bastó que una causa se presentara como "revolucionaria", opuesta al poder dominante (patriarcal, global, estatal, de la casta o las élites corruptas), para convertirla en faro que guía al "pueblo" hacia su liberación. Un "totum revolutum" en el que han acabado conviviendo la ultraderecha y la izquierda radical, el puritanismo protestante con el catolicismo de sotana y sacristía, la progresía con la más rancia burguesía. 

En España, a la vanguardia de esta confusión se puso enseguida el nacionalismo catalán, el padre, la madre y el cordero del guisado retroprogresista con el que se han alimentado varias generaciones posfranquistas que han acabado desplazando a los pocos verdaderos antifranquistas que quedan, la mayoría tan noqueados que apenas se atreven a levantar la voz contra tanto "desaguisado". Vivimos en los estertores de esta izquierda descarriada, desnortada, desbrujulada, aunque pueda todavía pasar una década hasta que definitivamente desaparezca o se redefina, se redima, se quite de encima la carcundia esencialista de las identidades.

Aclaremos las cosas. Aceptemos que existe una identidad personal en la medida en que cada uno tiene conciencia de sí mismo como alguien único y diferente. No indaguemos mucho sobre si esa conciencia individual se basa en una diferencia genética o adquirida, sustancial o fenoménica. Aceptémonos como individuos (in-divisibles), aunque nuestra individualidad sea mera metafísica si no se convierte en libertad y autonomía real. Olvidémonos de que en esta sociedad, ante todo y sobre todo, somos individuos en la medida en que somos consumidores, todos, y en esto, tan parecidos como gotas de agua. Pasemos a lo que hoy más y mejor se vende en el mercado de las falsificaciones: las identidades colectivas. La pregunta inicial es: ¿Pero existen esas identidades? Seré un poco arrogante: no, no existen las identidades colectivas. Y no añado "en mi opinión", que es lítotes de Perogrullo, que suele confundir opinión con idea, que es casi lo contrario.

Imposible definir, diferenciar, constatar la existencia de una realidad, hecho o esencia a la que atribuir con propiedad el término de "identidad colectiva", un rasgo único que distinga de modo inequívoco a un grupo humano de otro. Un rasgo esencial y diferenciador que caracterice a todos los individuos pertenecientes a un grupo o colectivo. No existe, y sin embargo...

Sin embargo, y aquí viene el verdadero problema, todos los grupos necesitan construir una identidad imaginaria con que identificarse. Lo primero que hay que entender es que se trata de una construcción basada en cualquier elemento, visible o invisible, sobre el que se proyecta esa identidad inventada. Cualquier cosa sirve, basta con erigirla en símbolo, manifestación o expresión de esa identidad. Bastan dos o tres "señas de identidad" y ya tenemos una identidad campante, rampante y sonante dispuesta a defender su derecho, no ya a existir, sino a ser reconocida y respetada por todos (y subvencionada por el Estado, claro).

Lo que importa, más que la identidad en sí, es el sentimiento de identificación. Soy aquello con lo que me identifico. Por eso, para la creación de cualquier nueva identidad se necesita un grupo impulsor que acabe teniendo suficiente poder como para propagar ese sentimiento de identificación. Es aquí donde las ideas de la izquierda encuentran su acomodo: "opresión/liberación", "víctima/revanchismo", "exclusión/discriminación compensatoria", etc. Es así como el discurso de las identidades acaba desplazando al discurso de la igualdad.

En nuestra sociedad, basada en leyes que aseguran derechos e imponen obligaciones, el discurso de las identidades (lingüísticas, culturales, étnicas, históricas, territoriales) nunca debiera invadir ni invalidar la única identidad social hoy posible: la identidad política, o sea, la que nace de la condición común de ciudadano y nos hace a todos iguales. Iguales, no idénticos. El Estado democrático, que tiene su fundamento en la nación política, no debiera meterse en ese laberinto de las identidades, sean individuales o colectivas, ni convertirlas en sujeto de ningún derecho contrario al de la igualdad. La igualdad, sí, sigue siendo una seña de identificación de la izquierda (que no de ninguna identidad). Eso de "ser" de izquierdas, y más exhibirlo como superioridad moral, es otra fantasía identitaria; cosa distinta es "tener" ideas de izquierdas, que éstas sí que siguen existiendo.

domingo, 18 de febrero de 2018

¿PORTAVOZA?


Irene Montero, la diputada de Podemos, se ha metido de voz y coz en la lucha contra el lenguaje "sexista". Es patético luchar contra algo que no existe. Y sentirse, además, moralmente superior por ello, de una arrogancia cutre. Por más que se diga y vocee y asperje, eso del "lenguaje sexista" es, en sí mismo, un disparate semántico. Al lenguaje no se le pueden atribuir cualidades sólo aplicables a la persona. Existe un uso sexista del lenguaje, pero eso no convierte al lenguaje en machista u opresor, sino a quienes lo usan con intención de despreciar o dominar a las mujeres. No es lo mismo. Es como si acusara usted al lenguaje de ser violador o maltratador.

Detrás de esta batalla lingüística no sólo hay una profunda ignorancia de lo que es el lenguaje, cómo se forma, funciona y evolucionada, sino un enorme desprecio hacia los hablantes, empezando por las mujeres. Esto de "portavoza", "miembra" o "jóvena", no son sólo ocurrencias que incitan a la burla y el cachondeo, sino algo más decisivo, porque nos afecta a todos, no sólo como hablantes, sino como ciudadanos. El lenguaje es seguramente el bien común más importante, un elemento de cohesión y convivencia imprescindible sin el cual no serían posibles las relaciones humanas y sociales. No es sólo el bien común más apreciable, sino el más democrático imaginable. El lenguaje es el resultado de la acción y aportación de todos los hablantes, con independencia de su condición social, no obra de unos pocos o de un grupo dominante.

No hay lengua sin normas sintácticas y gramaticales. Atacar estas normas, destruirlas, es, no sólo destruir un bien común, sino agredir a sus hablantes. Las lenguas evolucionan con la contribución democrática de sus hablantes de forma natural, adaptándose a los constantes cambios sociales y del entorno, pero estos cambios no se imponen nunca a la fuerza. Las lenguas no necesitan policías lingüísticos para imponer cambios en su uso, son los propios hablantes los que generan espontánea y lentamente esos cambios. Por eso son una aberración política todas esas leyes de "normalización lingüística" que se han establecido en Cataluña y por media España, antidemocráticas en sí mismas. Que ahora pretendan algunos hacer lo mismo con "los bables" (no hay uno solo, la primera imposición fascista es obligar a sus hablantes a unificarlos) es una prueba más de desvarío y totalitarismo, en el que coinciden, ¡oh paradoja!, los Álvarez Cascos con podemitas y socialistas.

Esta batalla lingüística muestra cómo la noble causa del feminismo puede derivar en feminismo radical o feminismo ultra, o sea, una ideología reaccionaria que perjudica, en primer lugar, a las mujeres. Llamar a una mujer "portavoza", por más que Lastra, Montero y Robles se sientan encantadas, es lingüísticamente despectivo, y así suena y resuena en nuestro cerebro, y tendremos que hacer un esfuerzo para luchar contra ese efecto inmediato, porque así está fijado en el sentido fonético y musical de la lengua. Basta ponerlo en un contexto como "oiga, portavoza, dígame..." Peor sería, para arreglarlo, decir, "oiga, señora portavoza", o "mi amiga la portavoza"... Bastan estos ejemplos para demostrar que el procedimiento de marcar con el morfema "a" a todo sustantivo o adjetivo viviente para "feminizarlo", conduce a creaciones lingüísticamente aberrantes. Porque ni la "a" es feminista, ni la "o" machista. Sobran ejemplos para mostrarlo.

Lo peor de todo esto es la arrogancia emancipadora con que el ultrafeminismo trata de salvarnos de la lacra machista que ha penetrado en nuestras mentes desde siglos. Erigirse en salvadoras, en comisarias lingüísticas, imponiéndonos usos que destrozan las normas sintácticas, morfológicas y fonéticas de la lengua, es de una soberbia intolerable. ¡Intolerable, sí! Porque agrede y desprecia a todos los hablantes tratando de imponernos un control ideológico, politizando el ámbito más privado e individual como es el de la mente y el modo de hablar y comunicarnos. Entre los derechos lingüísticos de los ciudadanos se encuentra el derecho a no ser presionados, culpabilizados, señalados y denigrados por usar el lenguaje como lo hace, y muy democráticamente, la mayoría.

Ser vocera de la causa feminista es legítimo; ser portavoza del ultrafeminismo, no. Porque eso, ni es progresista ni emancipador, sino cutre y reaccionario. De voz a coz sólo hay una consonante. Y las consonantes se llaman así porque buscan la eufonía. Consonancia significa "estar en armonía". Es lo que busca y logra el lenguaje común: estar en armonía con los otros. Lo mismito que persigue el celo talibán de estas emancipadoras.




jueves, 8 de febrero de 2018

ZOON POLITIKÓN

Lo dijo Aristóteles, que es mucho decir. El hombre es un "zoon politikón"; literalmente, un "animal político", entendido, no en el sentido con que algunos lo han aplicado, por ejemplo, a Martín Villa o a Felipe González, enfatizando su capacidad política en el caso de Felipe, o su habilidad para la supervivencia política, en el caso de Martín. No, sino en el sentido de que el hombre es un "animal social". Suele usarse la expresión para resaltar nuestra dependencia social, el hecho de que nadie puede sobrevivir sin la acogida de un grupo que, desde la cuna a la tumba, nos proporciona protección y ayuda. A mí me gusta la definición aristotélica (este esdrújulo es contundente) por algo que no se suele destacar: porque afirma que somos sociales, sí, pero también animales. Una usted como pueda eso de "animal" y "social" y eso somos, por más contradictorio que parezca.

Lo de "animal" lo interpreto aquí para referirme a lo biológico, lo instintivo, todo eso que está determinado por ese inconcebible entramado de células y neuronas movidas por impulsos electroquímicos, que da lugar a nuestro cuerpo. Es la parte más inconsciente y automática de nuestro ser, la que se mueve por "algo" que viene directamente de lo desconocido, o sea, el impulso de la vida (y también de la muerte, como afirmó Freud). Lo de "social" alude a todo eso que modula, añade, se superpone o entremezcla con lo biológico. Para simplificar: lo innato (animal) interacciona con lo aprendido (social) formando un todo difícil de distinguir. Lo uno no existe sin lo otro, y esto vale tanto para el individuo como para la especie.


Como lo que nos interesa, al final, es entender un poco mejor qué somos y cómo y por qué actuamos como actuamos, saquemos una conclusión elemental: cualquier juicio sobre nosotros mismos o sobre los demás, debe aprender a unir esa doble perspectiva, lo animal y lo social, lo innato y lo aprendido, lo que viene de la impulsividad biológica y lo que proviene de la influencia social. Hay un espacio en el que esta doble corriente (lo que viene de dentro y lo que proviene de fuera) se encuentra y en el que se resuelve la contradicción: el cerebro. El cerebro, no sólo el que se aloja en nuestro cráneo, sino la red de neuronas que se extiende por todo el cuerpo, de la médula al intestino, es el encargado de recoger los impulsos biológicos y los estímulos perceptivos para convertirlos en el mundo en el que vivimos. El cerebro, por tanto, es el resultado de esa doble acción, pero es, a su vez, el que va a decidir qué hacemos en cada momento.

Si todo esto se tuviera en cuenta, y aquí aterrizo, no deberíamos nunca borrar lo instintivo y biológico de nuestra vida, por muy socializados que estemos, ya que, queramos o no, la biología es nuestro primer destino y ahí está, siempre presente; y si no está, malo, algo muy perverso y retorcido y estrafalario acabará apoderándose de nuestra vida. El control de los impulsos lo impone la vida en común, la sociedad, pero siempre debe existir un límite a partir del cual el cuerpo reclama sus derechos. Pretender que "todo es social", incluido el impulso sexual, es una aberración de consecuencias catastróficas. Del mismo modo, creer que la mayoría de los seres humanos es incapaz de controlar sus impulsos, nos llevaría a otro tipo de aberraciones. Apliquen esto a eso de "la cadena perpetua revisable".

Un enfoque de este tipo nos ayudaría a entender un poco mejor eso de "la violencia de género", así mal llamada en la medida en que no integra el elemento biológico al diagnóstico, quedándose solo con lo social. Pero no, el cerebro está tan socializado como sexualizado. Porque el cerebro mantiene un diálogo constante con el cuerpo, con todas las señales biológicas del cuerpo antes de tomar una decisión. Y muchas de esas señales no llegan a la mente consciente, se analizan y valoran de modo inconsciente, de acuerdo con los circuitos que se han forjado a lo largo de la vida a partir de nuestro nacimiento.

La cosa es bastante compleja, ¿verdad? ¿Nos incomoda todo esto, verdad? ¿Nos gustaría que todo fuera más sencillo para resolverlo de un plumazo, con una norma, con una ley, con más centros penitenciarios, verdad? Nos gustaría no ser animales, ser sólo seres sociales, sólo seres moldeables, seres impecables, seres cien por cien políticamente correctos, incólumes, impolutos, vírgenes de todo mal. Nos gustaría vivir en un mundo sin machismo, sin micro ni macromachismo, sin la incertidumbre que nos impone la biología y ese rodar de la Tierra por la inmensidad del cosmos, enganchada a un astro que todo él es fuego, fuego incandescente.






jueves, 1 de febrero de 2018

SOY LO QUE PIENSO

(Foto: Vicente García)


Descartes, después de mucho pensar, dijo aquello de "pienso, luego existo". Aseguran los filósofos racionalistas que eso fue el "fiat lux" de la modernidad, que colocó a la razón como el fundamento de la ciencia y el pensamiento moderno. A mí, lo siento, siempre me pareció una perogrullada, basada, como casi todas las idem, en una petición de principio. Si dudas de todo, ¿por qué no dudar también de que estás pensando-dudando? El axioma cartesiano viene a decir, "pienso, luego pienso", o "existo, luego existo". El problema no está en relacionar el existir y el pensar, sino en el "ergo", el luego, en la relación de causalidad o consecuencia lógica. Yo creo que es mucho más persuasiva, incluso lógicamente, la proposición "siento, luego existo", por poner una de las muchas que se me ocurren en sustitución de la descartiana.

Me da pie y estribo esta piedra filosofal para hacer alpinismo platónico, intentando escalar esa montaña siempre cubierta de nubes que es el misterio del yo, que no es otro que el de la conciencia. Echo mano de la metáfora montañera porque, sí, es muy fácil despeñarse por la pendiente del "qué soy yo" o "quién soy yo", que lo uno lleva a lo otro. Si Yavé dijo algo así como "Yo soy el que soy" o "Yo soy el que existo", difícilmente nosotros seremos capaces de dar una respuesta más clara y categórica. Descartes debería haberse conformado con el silencio que sigue a esta inquietante sentencia divina.

Pero soy inquieto, así que prosigo. De las muchas respuestas que pudiéramos dar a la pregunta que trata de saber qué somos, he aquí ésta que seguramente ya han enunciado muchos, pero que yo hago mía porque es la que se me ha ocurrido para ponerle título a esta bicolumna: soy lo que pienso. Expresada en términos de manual de autoayuda: "eres lo que piensas". Repárese en que no digo "soy el que pienso", lo que sería muy cartesiano, sino que soy eso (esto o aquello) que pienso. Por explicarme un pelín. Somos una fabulosa máquina neuronal: "En el cerebro de un recién nacido, cada segundo se forman hasta dos millones de nuevas conexiones, o sinapsis. A los dos años, un niño cuenta con cien billones de sinapsis, el doble que un adulto". La cita es de David Eagleman. La paradoja es que, para madurar, necesitamos podar las ramas de esa jungla y quedarnos con la mitad de sinapsis. Para construir el mundo necesitamos limitar nuestras posibilidades perceptivas.

El mundo, la realidad, es una creación cerebral construida con billones de estímulos indiferenciados. Si no fuera así no sobreviviríamos ni sabríamos qué hacer rodeados por un mundo incomprensible de infinitos impactos electromagnéticos. Pero voy a lo del título. Si todo se cocina en ese bullicioso y descomunal trasiego de impulsos invisibles, incontables, que van a velocidades astronómicas, ¿qué hacemos nosotros, qué papel juega en todo eso, el pensamiento? Pongamos que el 95% de nuestra actividad es inconsciente. Esto significa que la complejísima maraña neuronal ha creado circuitos fijos por los que circula la actividad electromagnética de forma automática. ¡Y menos mal! Si nuestra vida dependiera de nuestras decisiones conscientes tardaríamos un cuarto de hora en dar dos pasos seguidos.

Sirva tanto preámbulo para llegar a una pequeña cumbre desde la que otear el horizonte de nuestra vida. Me refiero a ese 5% que hemos reservado para la actividad consciente. A esa me refiero con el título. Soy lo que pienso conscientemente. ¿Por qué? Porque es lo único que puedo de verdad controlar de mí mismo. Es ahí donde radica mi albedrío, mi libertad, mi responsabilidad. Así que, conclusión lógica, piense en lo que piensa. Piense que no es lo mismo pensar una cosa que otra. Piense que puede intentar ser dueño, al menos, de un 5% de ese 5% de sus pensamientos no automáticos.

Quiero decir que no desprecie usted ese 5%, porque, gracias a él, puede usted vivir una vida apasionante. Sólo podemos gozar de verdad de aquello de lo que somos intensamente conscientes. Una conciencia alerta es imprescindible para ampliar nuestro mundo, nuestra experiencia del mundo. Una mente abierta es la que está dispuesta a recibir pensamientos inesperados, ideas nuevas, todo aquello que rompa los automatismos mentales anquilosados. En realidad, ese 95% del que hablé depende de ese pequeño 5% del que hablo. Por eso es tan importante.

Y digo más. La política, como la vida, sólo puede renovarse si da importancia a ese 5%. Si da importancia a las ideas. Si confía en la fuerza de las ideas conscientes. Si confía en la coherencia, la consistencia, la capacidad constructiva y unificadora de las ideas y los proyectos lúcidos. Conciencia y honestidad. Pues eso.