Cuando uno reflexiona
sobre los males de nuestro país siempre se topa con lo que podríamos
llamar “la patología del ego”. Es un problema que afecta a
todos, pero especialmente a aquellos cuya actividad tiene que ver con
la vida pública: políticos, escritores, periodistas, actores,
jueces... Afecta tanto a los que son como a los que aspiran a serlo.
El mal se extiende a toda la sociedad, pero es especialmente grave
cuando afecta a quienes mayor influencia social ejercen.
Ya Freud nos mostró que
el yo es una construcción imaginaria. Necesitamos vernos reflejados
en algo para tomar conciencia de nosotros mismos. Los demás son
nuestro principal espejo. La fragilidad del yo nace de su propia
esencia imaginaria: nada más volátil que una imagen mental.
Necesitamos sostenerla con nuestra energía y nuestro intento, pues
de lo contrario se desvanece. El ser humano está siempre a punto de
perder la cabeza, o sea, de no saber quién es.
La patología del ego
nace de la propia constitución del yo, así que es un fenómeno
universal. Pero hay muchos modos de encarar esta debilidad
constitutiva. La peor de todas es la que pretende solucionar el
problema del ego con más ego. Observen la conducta de cualquier
personaje público, fíjense no sólo en lo que dicen, sino en cómo
lo dicen, el tono, la actitud, la idea que de sí mismos desprenden:
verán en la mayoría un ego sobredimensionado, hipertrofiado,
compulsivamente autoafirmado, intocable, expansivo, invasivo. La
vanidad se mezcla con la soberbia, el engreimiento y la
autocomplacencia con el rencor, la falsa modestia y la beatería con
la violencia y el desprecio a los demás.
El ego de nuestros
personajes públicos está tan intoxicado que contamina cuanto dicen
y hacen. Cualquier idea, crítica o propuesta que choque con el ego
de alguien situado en alguna posición de poder está condenada al
fracaso. Todo adquiere una sobredimensión personal, tóxica, que
anula cualquier posibilidad de discusión o reflexión objetiva.
El país entero está
intoxicado por el virus patógeno de ego. La incapacidad para
distinguir entre una imagen positiva de sí mismo y una idea
patológica, compulsiva y tóxica, se ha convertido en uno de los
principales problemas nacionales. El reflejo más visible es el modo
como se organizan y funcionan nuestros partidos políticos, en los
que el ego de los dirigentes lo invade todo, confundiendo carisma con
culto a la personalidad, coherencia con imposición autoritaria,
responsabilidad con obediencia y militancia. Los nuevos partidos
repiten el mismo esquema e idénticos errores. Este sí que es un
problema “transversal”.