MIS LIBROS (Para adquirir cualquiera de mis libros escribir a huellasjudias@gmail.com)

MIS LIBROS (Para adquirir cualquiera de mis libros escribir a huellasjudias@gmail.com)
MIS LIBROS. (Para adquirir cualquiera de mis libros escribir a huellasjudias@gmail.com)

martes, 25 de junio de 2019

HACERSE EL LOCO


Dice el gran sabio aristotélico-pontevedrés que "en política hay que hacerse el loco muchas veces". Después de cavar en su cráneo hondamente hasta hallar la piedra preciosa de esta sentencia, me dice el Diablo Cojuelo que el expresi ha quedado exhausto y no volverá abrir el pico hasta que no haga una caminata de diez kilómetros de esquí sobre hierba, que es su especialidad. Esperemos que entretanto le dé tiempo a Casado a nombrar a Cayetana Álvarez de Toledo portavoz del PP en el Congreso, que sería una de las noticias más esperanzadoras en medio de este turbio panorama desesperanzado en que hasta las inteligencias más lúcidas empiezan a decir tonterías. (Vean, por ejemplo, qué han dicho y dicen los defensores de Valls, ese tarambana de la política, listísimo, al parecer).

Hacerse el loco: lo dice Rajoy queriendo hacer gracia y pensando que hacerse el loco es sinónimo de hacerse el tonto siendo listo, parecer que no se entera de algo estando como está al tantísimo de todo. Astucia gallega, ser capaz de engañar hasta a la propia sombra simulando que va hacia adelante cuando en realidad está dando la vuelta. El arte de estar parado mientras se bracea como que se avanza. Es todo esto tan pueril que resulta bochornoso que alguien se lo tome en serio, como si surgiera de un cráneo que cogita y no del balbuceo, digamos, de un paramecio al que han nombrado delegado de curso.

Perola política es el arte de hacer, no el de parecer, ni siquiera el de ser. La política debe dejar de lado toda esa mugre vaporosa que envuelve sus decisiones de agudeza, ese pretender escribir recto con renglones torcidos, creerse listísimo por ser capaz de engañar a muchos. El arte del disimulo, del bandazo, el arte de la artimaña... Pues no; por más que se haya degradado hasta exudar basura como por boca de albañal, la política es (debe ser) el espacio de la verdad y la racionalidad, de la fría, apasionada, cruda y vigorosa realidad vista con ojos de despiadada racionalidad, que es lo más humano que podamos imaginar, porque es tener en cuenta el bien de todos y el tratar de no hacer, al mismo tiempo, mal a nadie.

Digo, contra tanto tópico, que ni en la vida ni en la política debe uno hacerse el loco, ni serlo ni parecerlo. Que uno debe hacer y no hacerse, ni el listo ni el tonto, ni el loco ni el cuerdo, ni el astuto ni el besugo. Preocuparse por hacer, no sólo por parecer. Por eso propongo acabar de una vez con los asesores de imagen, mandarles a pacer al desierto. Confiar en lo que uno hace y dejarse guiar por lo que uno siente al hacer lo que hace. La política es un pensar en qué se puede hacer y qué no se debe hacer, cuáles son los efectos reales de las decisiones. Aquí sobran las ideologías, sólo mandan las ideas como guía de los actos, y los actos como jueces de las ideas.

Apliquen esto, por ejemplo, a los resultados de ese hacerse el loco que practicó con astutísima estulticia Rajoy ante la rebelión separatista catalana. Acumulen los hechos, resultado de tanta sabiduría y marrullería política. Lo más increíble es que llevó este hacerse el loco hasta la mismísima sala del Supremo donde se juzgan hechos y disimulos (que son parte de los hechos, del intento de ocultar los hechos). Sólo la contaminación de la justicia por parte de esta concepción reptil de la política ha podido permitir que el expresidente del Gobierno no esté ahora siendo juzgado por alta traición, por echar mano de alguna de las figuras delictivas ante las que nadie debería poder hacerse el loco.

Reconozco que mi idea de la política es algo que hoy sólo parece existir en la estratosfera platónica, tan alejada está de la realidad. Parecería este hecho un argumento autodestructivo, pero es que la realidad es por sí misma el único argumento de la vida, por más que vivamos sumergidos en la etereidad de los deseos, las emociones, los engaños y disimulos. Así que propongo que empecemos a dejar de hacernos el loco, de simular que aquí no pasa nada. Pasa algo, y grave, porque, además, hemos pasado de la estulticia del simulador al descaro del impostorque ya no se preocupa de ocultar nada, porque nada tiene que defender, sino a sí mismo.

BARCELONA: LO QUE VA DE AYER A HOY


Acaba de "republicar" Federico Jiménez Losantos Barcelona, la ciudad que fue. Me invitó a que participara en la presentación del libro en el Hotel Wellington. Ante un numerosísimo público, como ya es habitual en las convocatorias de Federico, intervine como pude, pues un percance cardíaco me impidió valorar como hubiera deseado estas memorias políticas y sentimentales. Aprovecho ahora para hacerlo con mayor serenidad.

Debo aclarar en primer lugar, para tirios y troyanos, mi relación con Federico Jiménez Losantos, algo que tiene cierto interés, más allá de nuestros vínculos personales. Federico es de sobra conocido por todo cuanto piensa y dice, pues si algo le caracteriza es que ha hecho de la sinceridad y la libertad política (de pensamiento, palabra y obra) su mejor carta de presentación. Expresa sus ideas de modo vehemente, combina el sarcasmo y la ironía mordaz con una argumentación rigurosa y una información apabullante. Hasta sus enemigos reconocen su dominio de palabra y su agilidad mental. Son éstas, cualidades y modos de agitación y comunicación política tan infrecuentes que provocan el rechazo inmediato de los medios bien-pensantes, acomodados y acomodaticios, servidores de sus amos, a derecha e izquierda.

A la derecha acomplejada no le perdona su claudicación ante los nacionalismos, y a la izquierda oficial esto mismo y todo lo demás. Sabemos lo impreciso y confuso que puede ser esta categorización dicotómica de derecha/izquierda, pero sigue siendo práctica y orientativa, además de imprescindible para los electores. Federico siempre ha respetado mi posición política de izquierdas, y yo su adscripción liberal, término igualmente ambiguo, pero útil. Los dos distinguimos bien entre ideas e ideología, y nos une el combatir por igual la ideología progre y la reaccionaria. En este sentido, nuestras discrepancias políticas carecen de relevancia frente a la visión básica que compartimos de la democracia, la libertad y el sentido de la justicia, principios que nos obligaron a enfrentarnos, en la Barcelona que se fue, primero al catalanismo, luego a todo lo que vino detrás y consecuente: nacionalismo, separatismo, golpismo y lo de ahora, ese nazismo-leninismo que se alimenta día a día del odio a España y a todo lo que suene a español.

Quiero destacar algo que, aunque poco frecuente, no deja de ser lo más natural: el hecho de que sólo el fanatismo, el sectarismo partidista o la ceguera ideológica podrían destruir una amistad que se ha forjado en la lucha contra el totalitarismo nacionalista que nos expulsó de aquella Barcelona excitante en la que vivimos los años más intensos de nuestra vida, por ser los de nuestra primera juventud. Una amistad que los dos sabemos está ahí, y que no necesita exhibiciones ni ritos de paso (del paso de los años) para mantenerse. Este libro, que revive algunos hechos y experiencias compartidas, pero sobre todo describe el ambiente intelectual, sentimental y político en que nos sumergimos con pasión y riesgo, ha servido para valorar lo que entonces hicimos, pero también para entender lo que luego continuamos haciendo, y así hasta hoy. Es esta coherencia vital la que quiero destacar, y que muestra, no sólo la distancia entre lo que va de ayer a hoy, sino su continuidad.

Porque todo lo que hoy vemos y padecemos, y que algunos todavía niegan con necia cobardía o mostrenca soberbia, ya lo vimos y vivimos aquel grupo de profesores e intelectuales que primero denunciamos la censura de Lo que queda de España y luego suscribimos el Manifiesto de los 2.300, dos hechos enlazados y que han adquirido un valor simbólico y casi fundacional de la resistencia y lucha contra el nacionalismo separatista que a finales de los setenta reaccionó de forma violenta y difamatoria contra todos nosotros, y que Federico sufrió de modo directo y brutal.

Yo me preguntaba en la presentación frustrada del Hotel Wellington por qué nos costó tanto contar la verdad de lo que estaba ocurriendo en Cataluña, y sobre todo por qué casi nadie quiso hacernos caso. De nada sirvió que los promotores de aquella precoz y premonitoria llamada de alarma fuéramos abiertamente de izquierdas y conocidos antifranquistas. La acusación, que resultó eficacísima, fue desde entonces hasta hoy la misma: llamarnos fascistas (lerruxistas, franquistas, anticatalanes). Degradados, despreciados y denigrados con el uso indiscriminado de este insulto, la tarea inicial de desmontar esta burda acusación hacía imposible centrar la atención sobre lo que para nosotros era lo principal: destapar la impostura, el disimulo con que los catalanistas ocultaban la naturaleza perversa y antidemocrática del proyecto nacionalista, entonces ya perfectamente diseñado. Llamar a alguien facha y franquista (o de ultra derecha ahora) es un modo de descalificación global y absoluta que no necesita argumentación ni demostración alguna, funciona por sí mismo y de modo automático.

Claro está que no basta esta explicación para entender el desprecio con que, no ya en Cataluña, donde el poder nacionalista ya lo dominaba todo, sino en el resto de España, fuimos recibidos después de un primer momento de sorpresa. Debo aclarar aquí que, tanto la UCD de Calvo Sotelo y Martín Villa, como el PSOE de Guerra y Felipe, fueron entonces directamente informados de lo que estaba ocurriendo, cómo habíamos sido linchados personal y públicamente los promotores de la denuncia, qué es lo que empezaba a pasar en la educación, en la cultura, en la vida pública. Ni ellos ni los que siguieron se lo tomaron en serio. El pujolismo no desaprovechó la ocasión. Como bien dice Federico, el presente ya estaba en aquel pasado, pasado en el que nosotros vimos (y temimos) la miseria del presente.

Pero este libro no tiene sólo una lectura política e histórica, sino biográfica. Lo biográfico es la trama que sustenta todo lo demás, que Federico aborda aquí con voluntad literaria. Hecha mano para ello de cierto lirismo que revela ese lado de su personalidad que, quizás por las urgencias combativas y las provocaciones de la lucha política diaria, Federico ha tenido que dejar de lado, y que apenas encauzó a través de una poesía prematuramente abandonada. No resulta fácil, pero en este libro lo ha logrado, aunar esa pulsión (y pasión) literaria, con la descripción cruda de hechos que no admiten demasiados adornos sentimentales. Pero la vida es ese todo inseparable donde las emociones y vivencias íntimas pugnan por ser reconocidas, empezando por nosotros mismos. No es fácil encontrar el equilibrio entre la sinceridad que convence al lector de la verdad de lo que decimos, basándonos en la verdad de lo que sentimos, y la relevancia de lo que contamos, más allá de las peripecias personales.

Federico cuenta en esta Barcelona que fue y se fue con nosotros, muchas cosas que a mí me suscitan emociones y recuerdos olvidados, que quizás debiera algún día también relatar, porque es cierto que lo que entonces vivimos no es muy distinto de lo que ahora padecemos, y la España que en la Barcelona de aquellos años no puedo ser, es la misma que hoy quiere recuperar su conciencia de ser y su derecho a existir. Si entonces aprendimos a escribir (y sólo se aprende a escribir publicando), yo quiero agradecer a Federico aquel empeño en publicar, para lo cual él y Cardín impulsaron la Revista de Literatura,Diwany La Bañera, en las que yo colaboré, además de escribir, como ellos, en El viejo topoy Ajoblanco. Lo intelectual, lo sentimental y lo político formó parte de la misma pasión por la vida que, desbordada, chocó contra la intolerancia, la imposición y el racismo nacionalista. Elegimos la libertad frente a la claudicación servil de muchos. No nos arrepentimos.

martes, 18 de junio de 2019

TOTUM REVOLUTUM


El tiempo anda revuelto. Quiero decir turbio, inseguro, impredecible. Vivimos tiempos revueltos. Así llamaron a los años de la guerra civil en aquella serie de televisión "Amar en tiempos revueltos". Nada puedo decir de esta serie porque no la vi. Soy un pésimo seguidor de series, por muy buenas que sean. Conmigo fracasan todas las estrategias del suspense y la intriga. Rechazo el hecho mismo de que nadie ni nada me obligue a estar pendiente de algo que, por mucho que pueda atraer, me es totalmente ajeno. Entre la ficción televisiva y yo, no sé por qué, siempre hay un abismo.

Revuelto: que se da la vuelta. De ahí el significado de revuelta como insurrección, cambio radical. Lo que está abajo pasa a estar arriba. Dar la vuelta a la tortilla, decimos. Eso quisieron los golpistas telejuzgados en la serie televisiva que los ha dejado listos para sentencia (y un poco atontados). También los caminos tienen revueltas, cambios bruscos de dirección. Es lo que nos está pasando en estos tiempos políticamente revueltos. De pronto los caminos se bifurcan, se revuelven, dan la vuelta y perdemos el rumbo.

Revuelto también significa mezclado, combinado. Si la unión de elementos diversos no es adecuada hablamos de embarullar, enredar y confundir. Mucho de esto estamos viendo en algunas combinaciones de siglas, partidos, grupos y grupúsculos en estos últimos días,políticamente tan revueltos. Pasa como con la gastronomía: hay combinados acertadísimos, otros horrorosos.

Los huevos, sabemos, combinan bien con casi todo, especialmente vegetales, pero mezclar huevos fritos con chocolate (espeso), pues no acabo de verlo, por más que el gusto sea el sentido más manipulable y errático. No olvidemos que hubo (¿do se fue?) un grupo de escritores al que llamaron Generación Nocilla (y no se ofendieron), capitaneados por un tal Fernández Mallo, de olvidado recuerdo. Nada que ver con esa genial mezcla de morcilla leonesa (no confundir con cualquier otra) con piñones y manzana reineta, hallazgo reciente del que nadie que pase por León debiera privarse.

Si el revuelto cae mal en el estómago nos produce náuseas, ganas de vomitar. Algo así me pasa con cualquier combinación en la que aparezcan nacionalistas, sean del tipo y pelaje que sean, y aquí no distingo entre Bildu y PNV, JxCat o Revueltos por la República, PSC y Federalistas plurinacionales. Ni juntos ni revueltos. Y no se trata de tener el estómago exquisito, sino de evitar una intoxicación.

De revolulum también deriva revolución, palabra seria donde las haya, hoy degradada en lo que ha tenido históricamente de exaltación heroica de la violencia. Las revoluciones de hoy son silenciosas e invisibles, lo que no siempre es bueno. Pasa como con los golpes de Estado que, aun incruentos, no dejan de ser crueles y agresivos, por más que esa violencia se invisibilice y adopte la forma de intimidación, amenaza, chantaje, insulto, ataque de CDR, telenoticia, sesión parlamentaria o leyes de desconexión.

Estetotum revolutumde hoy es lo que me inquieta, porque no hay modo de saber a dónde nos conduce. Cuando todo está revuelto, liado, enredado, cunde el miedo, la incertidumbre, porque no sabemos realmente qué pasa, qué está sucediendo. ¿Alguien sabe hoy, de verdad, qué está pasando en España, en qué punto estamos, hacia dónde vamos, qué fuerzas nos guían, quién controla esta situación? ¿Pedro Sánchez? ¿Alguien sabe qué tiene en la cabeza, qué plan, qué modelo, qué proyecto? ¿Y su partido, el PSOE?

No nos tranquiliza más el meternos en el cráneo de Rivera, en esa difícil posición de equilibrio acuático en el que pretende estabilizarse. ElPPanda en busca de sí mismo, perdido entre los Feijóo, los Alfonso Alonso y demás rajoyanos y sorayistas. De Podemosya ni podemos hablar, porque no sabemos ni qué son ni qué serán. ¿Y Vox? ¿Extrema derecha? De tanto repetirlo, lo peor sería que ellos mismos acabaran creyéndoselo. Que la izquierda oficial (reaccionaria) necesite a Macron y a Valls para demonizarlos, indica hasta qué punto ha perdido el rumbo (y la dignidad, y el amor a la verdad, y el sentido de la igualdad, y...). De tanto querer girar hacia la izquierda han acabado cogiendo la revuelta que los lleva en sentido contrario, ahí por donde caminan independentistas, derechistas y carlistas disfrazados de demócratas.

En medio de este revolutum estamos viendo cambalaches, apaños, trapicheos que degradan la política hasta arrojarla al muladar. Yo pensaba antes que todo necesitaba empeorar para mejorar, pero ahora digo que mejor pararnos aquí, que ya hemos llegado lo suficientemente lejos.

jueves, 6 de junio de 2019

ENTRE CHAVES NOGALES Y QUEVEDO


Uno vive de estímulos intelectuales, lee y escribe a vuela letra, y se deja aconsejar por amigos sabios. Es el caso que ahora me lleva a tirar del hilo de dos lecturas recientes para hilvanar este comentario. La una (lectura) ha sido el excelente y oportuno artículo de Ernesto Escapa titulado "Una mirada delatora", en el que, con motivo del 75 aniversario de su muerte, recuerda la extraordinaria obra de Manuel Chaves Nogales, hasta hace poco olvidada. Así que, bajo este estímulo me he puesto a leer (y releer) alguno de sus libros y artículos.

La segunda lectura ha sido el original libro de Juan Pedro Aparicio recién publicado, "Cien relatos cuánticos", donde me he topado con un texto de Quevedo que me ha empujado a leer sus "Escritos políticos" y a releer sus "Sueños". Y así, siguiendo el azaroso encuentro de lecturas que, como meteoritos, pueden chocar en el cielo de nuestro cerebro y desprender una nueva luz, así, digo, me he visto atrapado por dos pensamientos, uno de Nogales, otro de Quevedo, que piden los ponga en contacto al modo del fortuito encuentro entre una máquina de coser y un paraguas, que cantó Lautréamont y pintó Dalí.

El de Nogales viene en un artículo que escribió en Irlanda durante la segunda guerra mundial sobre el ejército americano, que titula "La fuerza constructiva y la potencia destructora". Dice ahí que "cuesta tanto trabajo destruir como construir. La potencia tiene que ser la misma (...). Los mejores constructores serán también los mejores destructores".

En contra de lo que podríamos pensar, explica que Hitler fracasó porque no tenía suficiente fuerza destructora. Los americanos, en cambio, tenían "fe ciega en la eficacia de su capacidad destructora"; pero, y aquí viene lo más importante, esa fe nacía de su fuerza constructiva, de su amor a la vida y no a la muerte, como ocurría en el nazismo. "¿Qué es más eficaz, la desesperación o el entusiasmo?¿Qué da más fuerza al hombre, la plenitud o la miseria, la conciencia del valor que tiene la vida o la triste convicción de que no vale la pena conservarla?", se pregunta.

La reflexión de Quevedo es igual de lúcida, pero más desgarradora. Habla de la muerte de César y nos cuenta cómo Tilio Cimbro le quita la capa y la asesta la primera puñalada por la espalda: "Esta primera herida, que no fue de peligro, fue la mortal, con ser la primera, pues dio determinación a las otras". Y añade: "El Rey que se deja quitar la capa da ánimo para que le quiten la vida".

Hace a continuación otra reflexión. Cuando Casca está a punto de clavarle el puñal, César la pregunta "¿qué haces?", a lo que comenta Quevedo: "Quien pregunta lo que padece, con razón padece, y sin remedio, lo que pregunta. No puede ser mayor ignorancia que preguntar uno lo que ve". Y concluye: "Achaque es de la majestad descuidada preguntar al que le destruye y no creer al que le desengaña".

Una y asocie el lector estas dos ideas y trate de aplicarlas a su vida, verá cuán provechosas son. Y tanto valen para la vida personal, ese reto permanente en que consiste vivir, como para la vida colectiva y la política. Al fin y al cabo, no tenemos medio mejor para vencer obstáculos, asegurar la supervivencia y encarar el caos sobre el que se asienta la vida, que dejarnos guiar por unos pocos pensamientos iluminadores.

Aceptemos que "fuerza constructiva" y "potencia destructora" son ambas necesarias. El buenismo irenista no nos salva, ni con él podremos construir nada. En esta lucha de contrarios y necesarios, la conciencia de la vida y el entusiasmo son superiores a la desesperación y la atracción de la muerte. Y tengamos el valor de mirar a nuestros enemigos de frente. En la vida sí, hay adversarios y competidores, pero también enemigos. Son los menos, pero eso no importa, porque, dependiendo de lo que esté en juego, pueden acabar siendo muchos. Si uno actúa impunemente arrastra a los demás, como nos dice Quevedo.

Y sí, no hay mayor ignorancia, cobardía y estupidez, que ponerse adialogar con quien te está apuñalando y preguntarle qué está haciendo. Claro, para tener esto claro hay que aceptar lo que señala Chaves Nogales, la ineludible necesidad que tenemos de destruir todo aquello que nos destruye. No es una invitación a la violencia, sino una exaltación de la vida.