MIS LIBROS (Para adquirir cualquiera de mis libros escribir a huellasjudias@gmail.com)

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miércoles, 24 de noviembre de 2010

ESCRIBIR TONTERÍAS Y GANAR PREMIOS

(Foto: S. Trancón)
Al comenzar este bloc dediqué varias entradas a denunciar la corrupción de los premios literarios. Con el tiempo me he dado cuenta de que tan pernicioso es que la mayoría de los premios de cierta importancia estén dados de antemano, como que los jurados actúen con una falta total de criterio y, en general, sus decisiones tengan poco o nada que ver con la calidad literaria. La corrupción se puede denunciar, y a veces sirve para algo (aunque excepción, el Premio Viaje del Parnaso quedó herido de muerte después de que los finalistas lo denunciáramos, y un año después desapareció). Pero contra la estupidez y la osadía de la ignorancia poco se puede hacer.

Hay una cláusula en las convocatorias que me irrita: las deliberaciones del jurado son siempre secretas. ¿Por qué? Ahora ya ni se dice si el fallo es por mayoría o por unanimidad. No es posible saber si ha habido votos discrepantes ni las razones de la discrepancia. Un funcionamiento tan antidemocrático hoy es inadmisible. En la vida pública, y más cuando se juega con el dinero de todos, como es el caso de la mayoría de los premios, no puede haber deliberaciones secretas, por muy privadas que sean, y menos eso de mantener el secreto del sumario de por vida. Esa cláusula está hecha para actuar impunemente y asegurar el silencio y la complicidad de todos los responsables. Un procedimiento mafioso. Nadie debería prestarse a ello.

Bien, pues el otro día, y por casualidad, me topé con el último premio de la UNED de relato breve. Lo empecé a leer por curiosidad y a cada línea más abría los ojos. Un amigo me comentó que no descubría nada nuevo. Debo de ser todavía muy ingenuo.

Por si acaso exagero, aquí va el desdichado cuento, para que el lector juzgue. Me he permitido hacer algunas acotaciones entre paréntesis, para justificar mi asombro… y mi indignación. Añadiré que el presidente del jurado que premió esta bazofia era un conocido académico (de la RAE), reconocido “especialista” en este género. También sé que hubo alguna discrepancia en el fallo, lo que honra al discrepante. Transcribo el cuento en su totalidad (aunque no me gusta hacer entradas tan largas) para que no se me acuse de manipular o “descontextualizar” el texto. El lector puede leer lo que quiera y como quiera.
Es difícl encontrar un texto con más faltas de ortografía, de expresión, de uso inapropiado de los términos... El autor no habría aprobado el ingreso en el antiguo bachillerato, y ni siquiera hoy podría pasar la selectividad... Pero le han dado un premio de 6000 euros, lo que gana un mileurista en medio año. Y con el dinero público. Debería poder llevarse esto a los juzgados.

PREMIO DE NARRACIÓN BREVE UNED 2010
EN EL ALFÉIZAR


La encontré normal, su cara, una como hay millones. (Sintaxis estrafalaria; debería llevar, al menos, un punto y coma después de “normal”. Redundancia explicativa: “normal”=“como hay millones”) Bizqueaba, pero eso no lo supe hasta más tarde. A través de la mirilla no pude definir si era guapa, si lo había sido en algún momento o si podría llegar a serlo. Antes del accidente en el taller ni siquiera hubiese dudado. Eres fea, hubiese (hubiese, hubiese) dicho para mí, y luego le hubiera abierto la puerta y le habría preguntado qué quieres, con la mejor de mis sonrisas. Pero ahora no podía hacer eso. Ahora el feo era yo.
Coincidió (¿?) que ella vino a tocar a mi puerta (¿tocar?; se puede tocar la puerta, pero no “a” mi puerta, sino llamar) cuando estaba sentado en el alféizar de la ventana de mi cuarto (muy grande debe de ser ese alféizar), dándole vueltas a la idea de si iba a ser capaz de llegar hasta el suelo del patio sin llevarme por delante los tendederos y los tejadillos de aluminio (¿de aluminio?) de los diez pisos que tenía por debajo, tan próximo (¿se refiere al alféizar? Fíjese lo lejos que queda el sustantivo) a la ventana del piso de enfrente que, de haber estirado la mano, hubiese podido tocar el cristal con la punta de los dedos (¿el de la ventana de enfrente? Situación inverosímil: ¿alguien tiene al lado de la ventana de su dormitorio otra ventana ¡del piso de al lado! a la que puede tocar con la punta de los dedos?)
Un destornillador. Ella había interrumpido mi salto para pedirme un destornillador, o un cuchillo de punta roma, cualquier cosa que le sirviese para desmontar un mueble que no le cabía en el ascensor (¿no “le”? Complemento indirecto inapropiado. El sentido, por lo demás, incomprensible; ¿para qué quiere meter el mueble en el ascensor? Se deduce, por el contexto, que lo va a meter en su casa, a la que se ha “mudado”). Era mi nueva vecina de enfrente, me dijo desde el otro lado de la puerta, y resulta que había elegido aquella mañana para mudarse. Amo las herramientas (¿Amo?). Hasta que aquel motor me explotó en la cara me gané la vida con ellas (¿con ellas?). Tengo una enorme (¿?) caja llena, entre otras cosas, de destornilladores de todos los colores y tamaños, pero le dije que no tenía, sin atreverme a abrir la puerta, observando su pequeña figura por la mirilla. Después comenzó a subir cientos de cajas y bolsas en el ascensor, incansable. Trabajaba como una hormiga (una comparación muy original y chistosa), arrastrando lo que no podía levantar del suelo. El alféizar de la ventana de mi cuarto me esperaba, pero yo era incapaz de despegar el ojo de la mirilla, asombrado por el tesón de aquella mujer liliputiense (continúa con la gracia). Entre todos aquellos bultos me pareció distinguir un trasportín de los que se usan para llevar animales (trasportín es palabra no aceptada por la RAE; es una perversión fonética de “traspuntín” -posadera, almohadilla- por su semejanza con “transportar”; se refiere a una jaula o caja enrejada).
Cuando ella terminó, volví a mi cuarto. Apoyé los codos en el alféizar y clavé mi vista en el suelo de terrazo del patio, que desde el decimoprimer piso se veía como una piscina de aguas rojas. No era muy elegante la idea de estamparse en un patio interior, lo sé, pero era (era, era) la única manera de conseguir que el número de personas que me viese el rostro se limitara a unas pocas. (¿Pocas personas?¿Un suicida al que le preocupa que le vean muchas personas el rostro después de “estamparse” “en” el suelo?) Mientras pensaba en todas aquellas cosas (¿aquéllas?, pero si acaba de pensarlas), mi nueva vecina no paraba de arrastrar sus muebles y de dar golpes. Me asombró la capacidad de armar escándalo que poseía, siendo tan pequeña (insiste en la gracia). Daba la impresión de que hubiese toda una cuadrilla de albañiles trabajando en el apartamento (redundancias e hipérboles innecesarias: “cientos de cajas y bolsas”, arrastrando por el suelo”, “no paraba de arrastrar “sus” muebles”, “de dar golpes”, “una cuadrilla de albañiles trabajando”…). Las dos casas —esto también lo averigüé después— están distribuidas de tal manera que tras la pared de mi salón se encuentra su cuarto y, pegada (sic, por “pegado”) a mi cocina, está su salón. La ventana que puedo tocar con la mano desde mi alféizar es la de su cuarto de baño, donde ella entró precisamente para tomar una ducha en el instante en el que yo estaba a punto de saltar por segunda vez en el día (¿“en” el día?... y ¡vaya coincidencia!, la ventana de su habitación da al cuarto de baño de la chica; o sea, que alargando el brazo puede abrir la ventana del cuarto de baño de la chica… Ante esa situación ¿quién se quiere suicidar?De cualquier modo, sigo sin poder imaginarnármelo: si tiene enfrente la ventana del piso de al lado, y la puede tocar con la mano, ¿dónde está el patio al que se quiere tirar? Caerá dando cabezazos contra las paredes.). Me escondí tras las cortinas y contemplé su pequeña silueta a través del cristal fragmentado (¡Demasiado! Imaginémoslo: el tío está “en el alféizar” de su ventana, a punto de lanzarse al vacío, desesperado, pero oye un ruidito al lado y va y aparca otra vez su intención de suicidarse para “esconderse” “tras las cortinas” y ponerse a “contemplar” a la chica a través “del cristal fragmentado”. Es capaz de olvidarse en un segundo de su propósito suicida y, además, traspasar con la vista cortinas y cristales “fragmentados” para ponerse cachondo viendo a una liliputiense desnuda…) Estuve allí hasta que acabó, con la cortina acariciándome el rostro (una personificación muy lírica), viendo cómo se enjabonaba el pelo (esta frase debería de ir, por pura lógica de los hechos, antes del “estuve allí hasta que acabó”). Ya no estaba en vena, y decidí aplazar el salto para otro momento
(bien, ya nos enteramos que esto del suicidio no es más que una ocurrencia… ¿literaria?, ¿humorística?)
Al día siguiente se levantó muy temprano, a eso de las seis. La escuché arrastrar los pies (laísmo, uso incorrecto del verbo escuchar) hasta la cocina y dar unos golpes en el suelo con un objeto de plástico lleno de pienso (inverosímil: ¿cómo puede saber, por el ruido, que el objeto es de “plástico” y que, además, está “lleno de pienso”? Llama, además, “pienso” a la comida para gatos, como deducimos por lo que sigue). Al poco, sonaron unos maullidos. Flash, lindo, cómetelo todo. Después entró en el baño y dio un buen golpe con la tapa del váter en la pared al levantarla (lo dicho, ve a través de las paredes). Escuché (¿?) el largo chorro y, después, la cisterna, que se quedaba enganchada y perdía agua. Luego se metió en la ducha. Pensé entonces —y también lo pienso ahora— que todos aquellos ruidos existían únicamente porque yo estaba allí para escucharlos (aguda reflexión filosófica). Pude haber cerrado la ventana de la habitación para atenuarlos pero no lo hice. Volví, sin embargo, a observar cómo se duchaba, desde detrás de la cortina (como voyeur lo tenía muy fácil, pero ella, ¿no se daba cuenta de nada, teniendo como tenía la ventana del vecino metida en su cuarto de baño?)
Unos días después llegó acompañada de un tío con gafas que no levantaba más de un metro sesenta del suelo (otro liliputiense, vamos). A través de la lente de la mirilla (la mirilla tiene una lente, por si no lo sabíamos) ambos parecían aún más pequeños. Los fui siguiendo con la oreja pegada a la pared (esto sí que es una proeza) hasta que entraron en el cuarto —mi salón—. Estuvieron hablando durante un buen rato en la cama. De todo lo que dijeron solo fui capaz de entender palabras sueltas. Hablaron de trabajo, de cine y de gatos, él dijo que no le gustaban, que le daban alergia (pues para no “entender” más que palabras sueltas, se enteró de todo…) Luego, nada; hasta que empezaron los gemidos. En pleno frenesí ella le dijo que no le gustaban los tipos callados y le pidió que le (leísmo, no “le”, sino “la”) insultase. Zorra, dijo el otro, sin mucha convicción (muy agudo y original todo). A partir de entonces, el tipo de las gafas comenzó a venir una o dos veces por semana.
Una tarde escuché el ascensor (uso inapropiado, “escuchar” por “oír”) en el rellano y corrí a la mirilla. Ella venía cargada con montones de bolsas del supermercado (pobre, otra vez cargada), que iba sacando del ascensor con el mismo tesón con el que hizo la mudanza, afanándose en evitar que se le cerrase la puerta. Al meterse en casa, vi que se había dejado las llaves puestas en la cerradura. La (laísmo) escuché dar de comer al gato, y antes de que me diese (dar, diese…) tiempo a pensar, me vi poniéndome el sombrero y las gafas tintadas (¿tintadas? ¿Las mandó al tinte? ¿No querrá decir “ahumadas” o simplemente “oscuras”?), sacando las llaves de la cerradura con mucho cuidado y saliendo a toda prisa. En menos de cinco minutos conseguí llegar a la ferretería, sin resuello. Delante de mí había una anciana esperando. La toqué en el hombro para pedirle que me dejase pasar. Al girarse y verme, el llavero se le calló (sic) de las manos. (¿No distingue entre “caer” y “callarse”? ¡No es una errata, por supuesto!). Recorrí los quinientos metros que separan la ferretería del edificio (¿qué edificio?) sin darme un respiro, sujetándome el sombrero con una mano y las gafas con la otra (¡qué difícil debe de ser correr a toda pastilla en esa posición!..) Cuando llegué puse las llaves en la cerradura y me metí en mi casa.
Al día siguiente, cuando se marchó, esperé media hora antes de entrar. Por si se le había olvidado algo. Nunca se le olvidaba nada (¿cómo lo sabe?), pero no quise arriesgar (el riesgo, y lo inverosímil, es entrar en la casa de la vecina con una copia de llaves que acabas de hacer en la ferretería, y no el entrar media hora antes).
Entré. Estuve unos minutos con la espalda pegada a la puerta y con los ojos cerrados, intentando calmarme. De pronto, algo me tocó la pierna y no pude reprimir soltar una patada. Era el jodido Flash, que molesto por mi reacción me bufaba ahora con el lomo arqueado. Intenté avanzar como si no estuviese pero el cabrón (coloquialismos muy originales, “jodido”, “cabrón”…), era tan grande como un perro y no parecía tener intención alguna de moverse. Me puse entonces de rodillas para hacerme más pequeño (otra ocurrencia muy graciosa). Pensé que estando más cercano a su tamaño (¿cercano “a”?), tal vez no se sintiera (¿se sintiera o se mostrara?) tan violento, pero después de unos diez minutos aún seguía mirándome desconfiado. Finalmente, supongo que de puro aburrimiento, terminó por darse la vuelta y marcharse a la cocina. Fui directo hasta su cuarto (¿el del gato?), pasando por delante del salón y la cocina. La cama estaba deshecha y la alfombra sembrada de ropa interior y camisetas. Había un espejo en el suelo, apoyado contra la pared. Entré en el baño y no puede reprimir la tentación de olfatear la toalla que estaba tendida en la barra de la cortina de la ducha. Olía a húmedo, a gel barato y a sexo (¡vaya olfato!). Volví a aspirar una segunda vez, con más ímpetu, y una tercera. Terminé poniéndome cachondo como un perro (comparación muy acertada y original). Los huevos se me pusieron duros como tuercas (¡esta comparación sí que es original!) y me entraron unas ganas tremendas (¿dan miedo?) de masturbarme allí mismo. Pensé que ella jamás se daría cuenta, siempre y cuando no dejase rastro, por supuesto (y si dejara rastro, ¿de qué se iba a dar cuenta ella? Pero además es que sí deja el “rastro” en la toalla…). Cogí entonces la toalla y me senté en la taza del váter. No me hicieron falta muchos prolegómenos, la verdad. De todos los placeres que he sentido en mi vida no soy capaz de recordar uno como aquel, tan clandestino. Al terminar abrí los ojos y vi a Flash mirándome desde la puerta, con cara de bobo. Intenté alargar aquel momento un poco más, al fin y al cabo era solo un animal, pero por más que lo intenté no fui capaz (¿qué sugiere, qué el gato “le ponía”?). Sentía que de alguna manera ella me estaba viendo a través de los ojos del gato, al igual que yo la veía a ella todos los días a través de la mirilla (¡ah, era eso!) Me levanté, puse la toalla en su sitio y salí de la casa.
Aquella tarde la esperé con impaciencia. Cuando la escuché (repite, laísmo, escuchar…), fui siguiéndola hasta el baño con la oreja pegada a la pared (otra vez el superpoderes en acción). Luego estuvo preparándose la cena (¿cómo lo sabe?). Cuando terminó, fue al salón, encendió el televisor y se puso a ver una película (¿cómo lo sabe?). Yo la escuché (otra vez “la” “escuché”) tumbado en la encimera de la cocina. Creo (ahora duda) que se quedó dormida antes del final porque tardó como una hora en irse a la cama después de que pasaran los créditos (¿cómo lo sabe?). La acompañé a su cuarto y después me fui al mío. Tras unas horas dando vueltas en la cama, sentí de pronto la necesidad de estar cerca de ella. Hacía mucho tiempo que no sentía (sentí, sentía…) verdadera necesidad (necesidad, necesidad…,¿necedad?) de algo y el efecto en mí fue horrible. Me acerqué a la ventana y saqué medio cuerpo (o sea, que el estar separado de ella es lo que ahora le empuja al suicidio… ¿cuál era el motivo anterior?¡Qué más da!) Era una noche sin luna y el patio estaba tan oscuro que ni siquiera se alcanzaba a ver el terrazo del suelo (¿por qué no simplemente el suelo?). Qué fácil se veía (ver, veía…, gran variedad léxica) todo desde allí. Qué rápido. Un último acto; la última decisión. De pronto la luz de enfrente se encendió y ella entró en el baño (otra vez el mismo recurso inverosímil y forzado). Me escondí tras las cortinas y observé como (no como, sino“cómo”, sin comerse el acento) su minúscula silueta se hacía aún más pequeña al sentarse en el váter (minúscula, pequeña…). Después volvió a su cuarto. ¿Quién era esa mujer que se empeñaba en ponerse delante de mí cada vez que conseguía reunir el valor para dar el salto? (gran pregunta filosófica, verdadero cogollo temático del cuento) ¿Es que acaso no le importaba que fuesen las cuatro de la madrugada? Volví a la cama. Estuve dando vueltas y más vueltas (sumar a las “horas de vueltas” de antes) hasta que decidí tirar el colchón al suelo y arrastrarlo hasta la pared del salón, más o menos a la altura de su cama.
Al día siguiente esperé solo quince minutos (nos interesa mucho este detalle) para entrar, una vez ella se hubo marchado. Flash estaba en el mismo sitio, pero esta vez se limitó a mirarme y a continuar caminando hasta la cocina como si nada. Fui detrás de él y comprobé las puertas de los armarios (las puertas no se comprueban, sino su estado o funcionamiento) hasta que di con la que chirriaba. Volví a mi casa a por la caja de herramientas (¿se la llevó entera, con lo grande que era, y para ajustar un par de tornillos?) y ajusté un par de tornillos y puse un poco de aceite lubricante en espray (¿”en” espray?). Quedó como nueva. Entré después en la habitación, Flash estaba allí, hecho un ovillo sobre la cama. Abrí el armario y examiné su ropa: vaqueros, camisetas y sudaderas (no se encontró una serpiente dentro, vamos). También había (¿no conoce más que el verbo “haber”?) un traje barato para las ocasiones y un bolso de imitación (es experto en marcas). Lo abrí: bonometro de diez viajes gastado, una barra de labios y un catálogo de libros de autoayuda. Sobre la mesilla de noche había (había, había…) un libro: Diez minutos de Zen antes del desayuno, o algo así (¿o algo así? Se supone que lo está leyendo). Me senté en la cama y hurgué en los cajones de la mesilla: dos preservativos, chicles de menta sueltos, un rollo de cinta aislante y un par de pilas alcalinas. Flash se desperezó y se frotó el lomo en mi espalda (¿en mi espalda? ¿Saltó sobre su espalda y “en” ella se frotó a sí mismo el lomo?) Le acaricié debajo del cuello, y él comenzó a ronronear y a chuparme el dorso de la mano con la lengua (jamás he visto a un gato hacer eso… Chupar con la lengua es, además, bastante difícil; otra cosa es lamer) Antes de marcharme ubiqué (¿se refiere a que “midió”?) con un metro el lugar exacto donde ella dormía.
Aquella misma noche cenamos a la vez y nos acostamos a la misma hora. Había colocado el colchón simétrico (uso inapropiado del adjetivo por el adverbio) al suyo y puse la espalda en el mismo punto de la pared donde calculé que tenía que estar la de ella (¿espalda con espalda?¿Y por qué no ya hacer un agujero en la pared para…?). Las páginas del libro empezaron a pasar hasta que al cabo de una hora dejaron de hacerlo (aceptemos la licencia: el libro se mueve sólo o por control remoto). Me la imaginaba dormida con el libro en el regazo (¿ahora la imagina?) Hubiese dado cualquier cosa por estar al otro lado para quitárselo. Después la arroparía muy despacio y me echaría a su lado (no dice que “la follaría”, como podríamos suponer, dado que se trata de un suicida voyeur muy salido, sino que se comportaría como un angelito enamorado). Una hora más tarde se levantó a beber agua y luego estuvo dando vueltas en la cama unos minutos antes de quedarse dormida (más vueltas). Qué agradable era volver a sentir a alguien tan próximo, después de todo estábamos durmiendo más cerca el uno del otro de lo que lo hacen muchas parejas.
Al día siguiente reparé la cisterna de su cuarto de baño es un manitas!, un rasgo importantísimo para definir al personaje) y luego estuve viendo la televisión unas horas en su casa. Después fui a la habitación y al agacharme para apretar los tornillos de la mesita de noche (esta casa es una ruina), vi una caja debajo de la cama. La abrí. Entre una montaña de facturas y papelotes encontré un diploma con su nombre: Arantxa Elizalde. Más abajo había (había) un álbum fotográfico. Fue entonces, al examinar aquellas fotos, cuando supe que era bizca y que tenía un lunar encima del labio. Me gustó mucho su nombre y también me gustó su cara. Antes de que aquel motor me explotase en el rostro, una mujer como ella hubiese pasado desapercibida para mí. Ahora, no podía imaginarme a nadie mejor. Llegué entonces a la conclusión de que las cosas son más bellas cuanto más feo es el que las observa (otra agudeza filosófica extraordinaria). Seguí hojeando el álbum. Conservaba fotos de familia y de un par de ex novios (ponía por detrás de las fotos: ex novio…) .Yo nunca he guardado fotos de mis ex, y quemé todas las mías unas semanas después del accidente. Flash estaba recostado contra mi pierna. Cuando terminé, me tendí en la cama, cerré los ojos un instante y me quedé dormido.
Me despertaron unas risas dentro del apartamento, unas horas más tarde. Ella estaba
(estaba, estaba…,¿para qué buscar otros verbos, teniendo los copulativos, que valen para todo?) en casa, y no venía sola. Escuché la voz (escuchar…) de un hombre avanzando por el pasillo y rodé bajo la cama. Los zapatos del tipo pasaron de largo por el pasillo. Ella se había quedado en el salón, llamando a Flash. Me acordé entonces de que el álbum y la caja aún estaban encima de la cama y saqué medio cuerpo para cogerlos. ¿Te apetece cenar algo?, preguntó ella desde el pasillo. No, dijo él. Flash saltó de la cama y vino conmigo. Vete, le dije (dijo, dije…), pero no me hizo caso. Al poco, las piernas de ella se pararon frente a la puerta del cuarto y la luz se encendió. El gato maulló. Le empujé hacia afuera. Pero bueno, Flash, ¿es que ya no sales a recibirme? El tipo entró en el cuarto. Le veía reflejado en el espejo que estaba (estaba) en el suelo. Voy a ducharme, dijo (dijo) ella. El tipo se quitó los pantalones y los dejó sobre el armario (¿“sobre” el armario? Está debajo de la cama, pero lo ve todo). Luego se sentó en la cama y encendió un cigarrillo. Tenía las piernas escuálidas, blanquecinas y peludas. Se quitó los calcetines y se rascó con fuerza la marca que le dejaron en las pantorrillas. Le apestaban los pies. Al tumbarse, el somier cedió unos centímetros. Le oía respirar (vaya, es la primera vez que oye), rascarse la cara (la cara, no un brazo o la cabeza…), estábamos tan cerca que casi era capaz de escuchar (oír) sus pensamientos. Ella abrió la puerta y Flash aprovechó para colarse entre sus piernas. Saca al bicho de aquí si no quieres que me pase toda la noche estornudando, dijo (dijo) él. Ella estiró el brazo y su mano pasó tan cerca de mi cara que pude fijarme en que se mordía las uñas. La tenía muy pequeña (¿el qué? Ah, la mano), como la de una niña, con los dedos cortos y rollizos. Después de sacar al gato del cuarto se subió a la cama (como era muy pequeña necesitaba “subirse”) y el somier cedió un poco más, pero lo peor vino cuando empezaron a follar porque tuve que poner la cara de lado, y permanecer con el pecho encogido hasta que acabaron. Ella no paraba de soltar comentarios (¿comentarios?) lascivos, pidiéndole más caña dame más caña!), diciéndole, entre otras cosas, que estaba (estaba) como una perra (él se pone como un perro, ella como una pera... Un poco de “realismo sucio”, fuera sutilezas). También le pedía que le diese azotes y que le pellizcase los pezones (¿no sería mejor que le “arrancase”?). La pequeña Arantxa era una auténtica fiera (que quede bien claro, pequeña, pero una fiera). Él tipo de las gafas intentaba hacerlo lo mejor posible, pero lo cierto es que ni de lejos estaba (estaba) a su altura (pobre enanita…). En medio de toda aquella agitación, me di cuenta de que el destornillador con el que había estado ajustando la mesita estaba (estado, estaba…) muy cerca de los zapatos de ella. Desde donde estaba (estaba) me era imposible alcanzarlo y tuve que esperar a que acabaran. Apagaron la luz y no tardaron en quedarse dormidos. Oía sus ronquidos, los de ella, porque él era tan silencioso que parecía que ya se hubiese marchado. Tardé lo indecible en arrastrarme, a intervalos de dos o tres centímetros (¡qué precisión!, pero ¿intervalos? Los intervalos son de tiempo, no de espacio) en cada movimiento, y sacar todo el cuerpo de debajo de la cama. Palpé hasta dar con el destornillador y fui a gatas hasta la puerta. Flash maulló en el pasillo. Se acercó a mí y le acaricié. Cállate, bonito. Lo dejé en el suelo (va a rastras, pero coge el gato, lo acaricia, lo levanta y lo vuelve a dejar en el suelo) y fui a tientas por el pasillo hasta alcanzar la puerta (¿pero no ha dicho antes que ya había llegado a gatas hasta la puerta?)
Unas semanas después les escuché (otra vez escuché) hablar en la cama: se iban a ir a vivir juntos, a la casa de él, pero ella tenía que deshacerse del gato. Puedes poner carteles por el barrio, le dijo (dijo). Y así lo hizo. Yo mismo cogí uno de la marquesina del autobús. Fueron desfilando por el apartamento varias personas que venían a verlo pero ninguna quiso llevárselo. Todas decían (decir) lo mismo: era demasiado mayor (¿mayor o viejo?)
Marqué el número que venía en el cartel y escuché (escuché) los timbrazos al otro lado de la pared.
—¿Diga?
—Llamaba por lo del gato.
—Se llama Flash, está castrado y con las vacunas al día. Ah, y tiene ocho años.
—No me importa la edad. Lo único que necesito es algo de compañía.
—Voy a serle sincera; mañana tengo cita con el veterinario para que lo pinchen (¿no tenía “las vacunas al día”? ¿Está enfermo?), así que si no está usted seguro, le ruego que no venga.
—¿Puedo pasarme ahora?
—¿Ahora? ¿Dónde vive?
—Muy cerca.
Me puse el sombrero y las gafas y salí al rellano. Bajé en el ascensor, di una vuelta a la manzana y volví a subir (¿para qué hace esta tontería? ¿No bastaba con esperar un ratito en casa?) Llamé al timbre, asustado como un adolescente en su primera cita. Oí sus pasos avanzando por el pasillo y el ruido del cerrojo. Al verme, su cara se contrajo. Miró al suelo y luego me ofreció una sonrisa algo forzada. No me lo podía creer. Allí estaba, a menos de un metro de distancia, sin muros de por medio. El aliento le olía a chicle de menta y tenía las manos más pequeñas de lo que recordaba. Era tan imperfecta y tan real que tuve que apoyarme en el marco para que no me notase el temblor de piernas
(¡qué emocionante!)
—Soy Héctor —le dije (dije) como pude.
Flash también había salido a recibirme y se puso a hacer ochos entre mis piernas. Ella no parecía dar crédito a lo que estaba viendo.
—Vaya. Parece que le gusta —dijo (dijo).
—Él también me gusta a mí.
—Pase.
Se fue con Flash en brazos a la cocina y me dejó esperando en el salón. La escuchaba (laísmo, oír) ahogando el llanto mientras preparaba las cosas. Era increíble la cantidad de ruido que podía lCursivalegar a hacer una mujer tan pequeña (vuelta con las gracias). Estar (estar) allí dentro con ella le daba a la casa una apariencia totalmente distinta. De alguna manera me sentía como si aquella fuese la primera vez que estaba (estaba) allí. Al poco, entró con el trasportín en una mano y una bolsa de plástico en la otra. Tenía los ojos hinchados y el rostro pálido.
—Aquí están (están) todas sus cosas. No le dé mucho azúcar, el pobre anda mal de la vista. Aquí están (están) sus galletas preferidas, su ratoncito de goma...
No pudo aguantar más y terminó desmoronándose delante de mí. Me acerqué a ella sin tener claro qué hacer o qué decir. Puso las cosas en el suelo y me abrazó con fuerza (¿quién se lo puede creer?). Tuvo que ponerse de puntillas para hacerlo (vuelve a recordarnos que es enanita), y permaneció colgada de mi cuello hasta que se calmó. Subió el trasportín encima de la mesa y empezó e meter el dedo por la rejilla para acariciar a Flash
(¡qué ternura!).
—Seguro que piensa usted que soy una desalmada.
—En absoluto.
—He conocido a alguien…
—No tiene que darme explicaciones.
—No es el príncipe azul con el que soñamos todas las mujeres cuando somos niñas, pero hasta ahora es lo mejor que he podido encontrar
(confidencia muy verosímil).
—Entiendo.
—Míreme bien. ¿Cree usted que una mujer como yo va encontrando todos los días a tíos que quieran algo más que un polvo? (
es desgraciada, la pobre, y necesita contárselo al primero que pilla)
No contesté.
—¿Cree usted en el destino?
—Creo que todos merecemos ser felices alguna vez —dije
(reflexión muy profunda).
—¿Sabe una cosa?
—Usted dirá
(¡qué formalito, vaya, y eso después de que la enanita se ha colgado de su cuello!).
—Creo que de alguna manera usted forma parte de mi destino. Que es una de esas personas a las que solo ves una vez en tu vida pero…
—Si no le importa, tengo algo de prisa
(¡vaya! Nos ha contado con detalles que le pone muy cachondo y ahora se la quiere quitar de encima).
—Oh, claro. Disculpe.
Me acompañó hasta la puerta y esperó bajo el quicio hasta que llegó el ascensor (como era muy pequeña, se ve que se metió bajo el quicio de la puerta… ¿Pero sabe lo que es el quicio? Verdaderamente desquiciante). Flash permanecía quieto dentro del trasportín.
—Cuide de él, se lo ruego. Es un gato muy especial.
—Lo sé —contesté. Y entré (entré) en el ascensor.
Di otra vuelta a la manzana y volví. Al entrar (entrar) en casa, saqué a Flash del trasportín y anduve detrás de él mientras examinaba su nuevo hogar. Olfateó hasta el último rincón. Al entrar (entrar) en el salón, fue directo hacia mi colchoneta. Se subió encima y allí se quedó hecho un ovillo. Me tumbé junto a él y al poco los dos ya estábamos dormidos.
Me despertaron unos golpes al otro lado de la pared. Eran ellos. Les oía arrastrar muebles y dar golpes por toda la casa (¡otra vez lo mismo!), hablar a gritos desde una punta de la casa hasta la otra y seguir hablando en el mismo tono cuando estaban (estaban) en la misma pieza. Después de todo, parecían estar hechos el uno para el otro. Pronto todos aquellos ruidos iban a desaparecer, y de no haber sido por Flash, yo hubiese vuelto a quedarme solo, con los codos apoyados en el alféizar de la ventana de mi cuarto a la espera de ese golpe de valor. Cuando les oí terminar (¿cómo se puede “oír” el “terminar” algo?), me acerqué a la puerta, puse el ojo en la mirilla y les vi desaparecer para siempre en la caja del ascensor.
Al día siguiente volví a entrar (entrar) en la casa. Al llegar a su cuarto, vi que habían olvidado el espejo en el suelo, apoyado en la pared. Aunque tal vez habían decidido dejarlo. Quién sabe. Volví a mi casa en busca de mi caja de herramientas. Hice un agujero con el taladro, introduje un taco y puse una alcayata. Antes de mirarme en él, me centré en cuadrarlo. Era la primera vez que me veía el rostro desde que me dieran el alta después de las operaciones (¡pues sí que es un tipo raro! ¿Cuánto tiempo hace que le dieron el alta?). Estuve más de una hora palpándome las marcas y, al acabar, continué (¿palpándose las marcas?) por el pasillo hasta el baño. Me metí en la bañera y abrí la ventana. Sobre el alféizar de mi cuarto estaba Flash, mirándome, tan cerca que podía tocarle con la punta de los dedos.
(Por si no se enteran: Flash-Alféizar-Yo-Suicidio... ¿No entienden la metáfora, la alusión, la alegoría? ¡Es una imagen tan tierna, el gato ocupando mi lugar…! ¿Captan la sugerencia, el trasfondo filosófico, la originalidad, la… la mierda, la tontería que les he contado, el gato por liebre…?)

Resumiendo:
Personajes estúpidos, en situaciones incongruentes e inverosímiles, dentro de un mundo inconsistente.
Se puede no ser realista, pero se tiene que mantener la verosimilitud, la coherencia y la lógica interna del relato.
No puede haber un narrador protagonista y testigo de lo que ve, y, al mismo tiempo, ser omnisciente.
No se puede cambiar el punto de vista cuando a uno le da la gana.
No se puede escribir sin un dominio mínimo del lenguaje y de los términos que se usan.
No se puede sostener un cuento sin ninguna idea interesante que justifique su argumento y le dé sentido, basándose sólo en ocurrencias, rarezas y detalles chocantes, vagamente sugerentes.
No hay peor mezcla que el coloquialismo y el realismo vulgar, con la cursilería y la pretenciosidad.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

MÁSCARA Y PERSONA

(Foto: S. Trancón)


Máscara” proviene del italiano (maschera), y hace referencia a algo que cubre la cara. También puede provenir del árabe maskharah (bufón). “Persona” proviene del latín (per-sono, per-sonare, a través del sonido, resonar), que a su vez puede proceder del griego (prosopon, delante de la cara).

La relación entre máscara y persona tiene su origen en el teatro griego, en el que la máscara servía para identificar al “personaje” y también, como si fuera un bocina, para hacer resonar y proyectar mejor la voz del actor.

Esta asociación, fruto Negritade la evolución más o menos azarosa de las lenguas, es bastante sorprendente, pues originariamente sinónimos, estos términos han acabado siendo semánticamente opuestos: la máscara es lo que oculta a la persona, lo que disfraza o enmascara la personalidad.

Frente a lo verdadero (la persona, lo oculto), lo falso (el disfraz, la apariencia). La máscara se pone encima de la cara, ocultándola, inmovilizando el gesto, congelando la expresión emocional. Este es el sentido del español careta, que ha dado lugar a eso de careto, y de ahí a lo de morro y a expresiones como “tener mucha cara o mucho morro”, “caradura”, o el hiperbólico “un morro que se lo pisa”, o “más cara que espalda” (más cara, máscara… ¿es cara, es caro llevar máscara?)

La etimología, hete aquí que nos plantea un problema filosófico: ¿se oponen máscara y persona, son lo mismo, o no existe lo uno sin lo otro? Es posible que las tres cosas, y a la vez, sean verdad: somos máscaras (la apariencia es lo real, no hay ninguna esencia debajo de la máscara), somos personas (lo que ocultamos es nuestra verdadera esencia) y somos las dos cosas a la vez: máscara (pura apariencia) y persona (lo que sostiene a la máscara, lo que le da la forma).

Por un lado queremos ser nosotros mismos, permanecer, que los demás nos reconozcan como somos, no vivir bajo la tensión de tener que ocultar nuestros deseos más profundos, no tener que mentir, no tener que falsear o aparentar ser lo que no sentimos o no queremos ser. Pero, por otro lado, nos gustaría ser de otro modo, ser mejores (o peores), tener mejor apariencia, impresionar, atraer más a los demás, ser más inteligentes, más ricos, ocupar un lugar social más elevado, etc.

La máscara social no es algo accesorio, sino esencial, pues la sociedad se basa en la construcción y aceptación de “roles”, “papeles”, “funciones”, que hacen posible las relaciones sociales. Máscara no siempre es sinónimo de engaño o mentira. La máscara se puede usar para mentir y engañar, pero también para superar nuestras limitaciones, incluso nuestra timidez.

Lo peor es quedar encerrado en una sola máscara, querer ser tanto uno mismo que acaba uno siendo sólo la máscara de sí mismo. Como dijo Pessoa:
Quando quis tirar a máscara, / estaba pegada à cara.

No somos un yo, una esencia inmutable, sino una apariencia de yo, que necesita manifestarse, ser o presentarse ante los demás y ante sí mismo de muchas y muy diferentes maneras. Lo que importa no es llevar o no llevar máscara, ser esto o lo otro, sino el que cada uno construya sus propias máscaras, no vaya a comprarlas al mercado social o intente ponerse la máscara de otro.

(La peor máscara es la del caradura, el que la tiene de "cemento armado", la del político corrupto, la del psicópata que se instala en los consejos de administración, en los comités centrales, en las sedes arzobispales, las tertulias radiofónicas y televisivas, los medios de comunicación, etc. Los tenemos todo el día ante los ojos, a montones, y no paran de darnos lecciones de honradez y sinceridad).

Somos personajes, sí, diferentes, cambiantes según delante de qué o de quién nos encontremos, pero podemos ser personajes con personalidad. Somos actores, pero podemos serlo con naturalidad, no de forma impostada, amanerada, estereotipada. Esto ya lo dijo Shakespeare.

martes, 9 de noviembre de 2010

EL UNIVERSO ES ENERGÍA

(Foto: S. Trancón)
El universo es energía que fluye. Es quizá la mejor definición que hoy podemos hacer del universo. Lo que no podemos definir es la energía, sólo observarla.

La energía se condensa y se expande, pero nunca permanece quieta, inmóvil. La consistencia, la solidez, la permanencia, no es más que aparente. Una piedra es una inconmensurable acumulación de átomos que bullen, de partículas que mantienen una febril agitación y no llenan más que una pequeñísima parte del espacio que ocupan: la mayor parte de la piedra es vacío.

Para romper la rutina de la percepción, para ver el mundo con nuevos ojos, hemos de incorporar este hecho a nuestra vida cotidiana: imaginar que todo lo que vemos está en movimiento, que a través de todo lo que parece estático, fluyen corrientes, olas de energía.

Heráclito, el Oscuro, hace ya veinticinco siglos, se dio cuenta de esta verdad observando la corriente de un río. Sí, no podemos bañarnos nunca en el mismo río, pero, además, nunca somos los mismos cada vez que nos acercamos a su orilla. Lo que en realidad dijo Heráclito fue: En el mismo río entramos y no entramos, pues somos y no somos [los mismos].

También dijo Heráclito que el principio de todo era el fuego, o sea, la energía, y que la energía, a su vez, estaba regida por el logos (hoy diríamos “ley del todo”, “teoría unificada”, mente, incluso conciencia). Siguiendo la metáfora del río, el fuego sería el agua, y las orillas y el suelo, el logos.

Aceptar el “panta rei”, el “todo fluye y cambia”, es aceptar la muerte de todo, incluida nuestra propia muerte. Es de aquí de donde nace, quizás, nuestra resistencia a ver el mundo como un flujo ininterrumpido y eterno de energía.

Todo lo permanente es aparente y efímero. No te aferres a nada. Allí donde la energía se estanca, surge un problema. Toda enfermedad es un estancamiento de energía: la energía queda atrapada en una imagen, una palabra, una impresión, una idea, un miedo, una experiencia…

De niño, una vez cacé un verdecillo: tierno, de suaves plumas, me miraba con ojillos asustados. Cuando intenté meterlo en una caja de cartón, agitó sus alas y, sin apenas darme cuenta, temiendo que se escapara, lo asfixié. Nunca olvidé la lección.

martes, 2 de noviembre de 2010

PÁGINAS PERDIDAS

(Foto: S. Trancón)
De vez en cuando releo algunas páginas perdidas en viejos cuadernos. La vida pasa y se diluye como la niebla, pero a veces nos deja su aroma y su rumor prendido en las palabras que vanamente escribimos para retenerla.

Mediona, 7 de agosto de 1990

¡Qué molesto puede llegar a ser un ruido constante cuando todo está en silencio! El temblor del frigorífico, el zumbido de una mosca, la moto que pasa bajo la ventana… Hay ruidos que nos pueden desquiciar. Es como poner los dedos en un enchufe: la reacción es inmediata y violenta. Pero ahora todo está en calma, la casa se ha dejado penetrar por el silencio, el sosiego, y poco a poco todo lo que me rodea se va liberando de los límites del tiempo y del espacio, y noto que no estoy defendiéndome del mundo exterior, sino reposando en él, dejándome invadir y penetrar por el silencio y la quietud. Y entonces empieza a llover, primero tan suavemente que apenas se percibe, en pequeñas oleadas, suavizando el ritmo de su entrega, de su caída, y luego poco a poco con mayor intensidad, golpeando los tejados, el agua forma regueros en el suelo, y se mezclan muchos sonidos dentro de ese rumor, el chasquido de las gotas sobre la acera, el crepitar sobre los cristales, el gorgotear sobre los charcos, el viento que mueve las hojas de los chopos, cerca y lejos, olas viniendo de la calle, el murmullo lejano de una cascada. El cielo gris, gris ceniza, gris plomo, gris plata, sin nubes, una suave oscuridad en la que se expande el blanco difuso de las casas, un resplandor sin luz. Arriba, un techo con vigas de roble ennegrecidas, torcidas, onduladas, despreocupándose de la perfección y firmeza de la línea, como las paredes, blancas, que huyen de la verticalidad, con curvas y abombamientos, por eso puedo sentir que se mueven, que son como la masa del pan empujada por la levadura, no erigidas para alcanzar la rectitud, el orden, la seguridad, sino levantadas sobre lo informe, el magma, la masa, el barro... Hasta encontrar la quietud etérea de la curva, la bóveda, la cúpula, el ábside, la columna, los límites no señalados para envolver el sonido, el siseo y los rumores de la lluvia, envolventes, prefigurando la caricia, prolongando el contacto, la cópula… Veo la pequeña ermita pre-románica de Tossa, allá en lo alto y los restos de un castillo señalando los límites de la Marca Hispánica… Ese espacio envuelto y vuelto hacia el interior, un interior cálido, acogedor, sereno, con pequeñas saetas de luz como ojos rasgados, la pupila de un gato, un oscuro por donde penetra un rayo de luz, no la luz total, cegadora, que hace imposible el misterio y el recogimiento de la piedra, mirando hacia su interior vacío. El viento que baja desde allí y agita las ramas de los pinos, los cipreses, los robles… Y cuatro tumbas pequeñas, sarcófagos esculpidos en la piedra, con su hueco para reposar la cabeza y que los ojos ciegos miren siempre hacia el cielo. ¿Cuatro tumbas de niños mártires? El ábside de tres lóbulos, tres delicados senos, tres cuerpos desnudos abrazados a la piedra curvada, modelada por el cincel, el viento, la niebla y la lluvia. “Ah, olhar é en mim una perversão sexual!”, escribió Pessoa.