MIS LIBROS (Para adquirir cualquiera de mis libros escribir a huellasjudias@gmail.com)

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miércoles, 30 de abril de 2008

ÁRBOLES Y PÁJAROS

(Foto: J.Lado)
Le digo a mi amigo Evelio: los árboles y los pájaros son los seres de esta Tierra que más se resisten a la derrota, que mantienen su propósito, que luchan por sostener su conciencia y su libertad. En ellos se manifiesta hoy la determinación inflexible de la vida y la conciencia, el intento de sobrevivir y no dejarse absorber por el desvarío de la mente humana, por la presión depredadora del hombre y el mundo tecnificado y artificial que ha extendido su contaminación energética por todos los rincones del planeta. Los árboles sobreviven afincándose a la tierra, brotando incluso entre rocas y peñascos, extendiendo sus brazos hacia lo alto, buscando la luz. Los pájaros sobrevuelan y extienden sus alas por el aire infinito. Las plantas silvestres, los árboles y los pájaros son por eso los mejores vehículos que el hombre tiene para conectarse con el espíritu y la conciencia de la Tierra y, a través de ella, con la conciencia y el espíritu del Universo.
No puedo imaginarme un mundo sin pájaros ni árboles, que son los seres de esta Tierra con los que me mejor me entiendo. Por eso necesito cada poco ir a tumbarme bajo las ramas de una encina, un fresno, un roble, un abedul, un álamo, un chopo, un castaño, un aliso, una higuera. Sobre sus ramas siempre acaba posándose algún pájaro, algún ave solitaria, un verdecillo, o un mirlo, una urraca, un tordo, un mochuelo. En esta época me gusta oír el chiar de los vencejos y observar su vuelo incansable, a veces tan alto que apenas se distinguen entre las nubes.
El hombre ha roto su relación con todos los seres vivos de este mundo, no tiene ya aliados, aislado en su propio caparazón opaco, en el mundo virtual y autorreferencial en que se ha encerrado. Pero aún nos queda la posibilidad de penetrar en esa franja de conciencia en que habitan los árboles y los pájaros, esa banda de emanaciones en la que vibra y se sostiene el misterio de ser. Sólo a través de ellos podemos conectar con la fuente, alcanzar ese ver y sentir cuyo resplandor verde claro desprenden las hojas, las alas, los ojos, los hilos del viento y el canto de los pájaros.

lunes, 28 de abril de 2008

TIERRAS DE VALLFEROSA

(Foto: Saúl Santos)
Es uno de los lugares más apartados del mundo. Es difícil llegar, pero vale la pena. Piedras ciclópeas, aras, altares, tumbas de quienes vivieron en otro tiempo y recorrieron, colmados, atravesados de luz, estos bosques de robles primigenios. En medio del valle abrupto, feroz, medio oculta, surge de pronto una torre de piedra, redonda, abombada en su centro y estrechándose hacia la cima, altísima, sin ventanas, poderosa y desafiante, vigilando el horizonte. La torre defensiva más alta de Europa, con más de diez siglos atisbando un mar de piedra y ramas, guardando la presencia, el presente que respira. Una quietud en la que sólo se oye el rumor invisible del viento acariciando las hojas. Revolotean pájaros, aves pequeñas que cantan con un gorjeo tierno y escondido. Llega la noche y cruzan la suave negrura búhos y mochuelos y, alrededor de la imponente torre, murciélagos de grandes alas zigzagueando, tan silenciosos.
En otro tiempo, fieras, animales feroces, y sólo la astucia y el acecho evitaba el sacrificio. Guerreros de mirada asombrada, absorbidos por el fulgor de la presencia. Estuvieron, ya no están. Todos se han ido. Pasaron. De viaje hacia el infinito. De paso yo también. Y para siempre también me iré.
Llenar los ojos de todo esto. Aquí la Tierra me acoge y ofrece todo su ser, la esencia de su ser, la semilla del darse cuenta.
Quiero el abrazo de su presencia. Amada mía, déjame sentir tu aliento. Rodéame con tu estar aquí y ahora y que todas las células de mi cuerpo estallen en una dulce vibración. Atisbar en un instante la esencia de todo. Reunir mi totalidad una milésima de segundo y conocer el no-tiempo, el no-espacio, el no-ser. Quedar impregnado de este aroma y ver en todo, hasta en lo más simple, lo extraordinario. Saborear cada instante sabiendo que siempre es ya la última vez. Porque aquí está la muerte, respirando a cada instante, acechante. Ahora es ya el final, y cada final, un anticipo del último final. El final definitivo, inevitable; un encuentro, cara a cara, con el infinito.

viernes, 18 de abril de 2008

ESCENA MÍSTICA CON RETABLO AL FONDO

(Foto: L.Antonio Gil)

Un retablo barroco deslumbrante, inmenso, escenificación pura del horror vacui. Columnas recargadas de hojas, flores y frutos de toda especie. Ángeles y arcángeles, serafines y querubines sonrosados, grandes, medianos y chicos, cubriéndolo todo, mirando en todas direcciones y mostrando impúdicamente sus rollizos brazos y cortas pantorrillas, sus ricitos de oro. Santos, mártires y apóstoles con largas y pesadas vestimentas simétricamente colocados en hornacinas y delante de las fustas salomónicas. En sus manos huesudas, llaves, custodias, libros, espadas, cetros, cruces. No presentan actitudes hieráticas, sino violentas, retorcidas, poderosas. Para llegar al altar hay que subir una empinada escalinata que todo lo eleva majestuosamente. Sobre el sagrario dorado, sobre el cofre de oro que guarda el sancta sanctorum, la sagrada forma, el Cuerpo de Cristo hecho pan, una Virgen Niña. Más arriba, la Virgen Madre que llaman del Miracle, sobre un pedestal y, detrás de un árbol con ramas de palmera, un soberbio camerino de columnas de alabastro incrustado en el ábside románico El imponente edificio fue construido en el siglo XVI sobre una iglesia que conmemoraba la aparición de la Virgen a unos niños pastores. El conjunto es siniestro e impresionante, tan abigarrado y colosal que fascina. Dentro de este delirio ornamental todo parece haber encontrado su lugar, todo es simétrico, equilibrado, preparado para verse desde abajo siguiendo una perspectiva de lejanía ascendente. Adosado a sus muros, un monasterio regentado por media docena de monjes benedictinos. Hablo del Santuario del Miracle, situado en la comarca de Solsona, en Lérida, solitario en medio de esas altas tierras rojas donde crecen viejos robles que ocultan piedras milenarias, decenas de monumentos megalitos.

Sube al camerino de la Virgen Madre. Abraza una fría columna de alabastro. El Espíritu Santo, con sus rayos de plata y sus alas extendidas, recoge sus patitas. Está en lo alto, cubriendo el cielo de la pequeña cúpula azul. Tiembla, siente escalofríos, una contenida excitación recorre su piel y sus músculos. Baja lentamente las escalerillas y camina como sonámbulo por la iglesia solitaria. Resuenan opacamente sus pasos. Un rayo de sol ilumina los verdes, dorados, rojos y amarillos del retablo, que deslumbra con irisaciones que poco a poco se apagan. Gira hacia atrás. En lo más alto, Dios Padre le mira amenazante. Lleno de anhelos, penetra en una sombría capilla lateral. Palpa la pared, arrastra su mano por los bancos de madera, se acerca al altar donde parpadean velas que han formado pequeños volcanes con la lava derretida. Mira a un lado. ¡Oh, los exvotos de cera blanca colgados sobre el muro! Coge una mano medio abierta y coloca en ella un cirio rojo. ¡La excitación de la luz en medio de las tinieblas! Ve entonces una cabecita, también de cera inmaculada, hueca. El cirio penetra el cuello y empieza a brotar sangre. La cabecita tiene un alfiler clavado en medio de la garganta. Caen gotas rojas sobre el suelo de piedra. La blanca mano de cera se tiñe de sangre. Una cabeza decapitada, una mano cercenada. La resurrección de la carne. El deseo penetra el símbolo, el fuego derrite la cera, el rayo atraviesa la garganta y brota la fuente que vivifica. Fuente de agua roja, agua penetrada por el fuego. Pasa la mano ensangrentada por sus labios, bebe su propia sangre. Todo le empuja hacia el éxtasis, hacia la fuente del darse cuenta. Dios Padre ríe en lo alto.

jueves, 17 de abril de 2008

DIME LO QUE PIENSAS



(Fotos: Beatriz Moreno)



Lo que más hacemos en la vida es pensar. El cerebro consume la mayor parte de nuestra energía (glucosa). Al día podemos llegar a activar más de 60.000 pensamientos. Calculad el número de pensamientos que caben en un año, en diez, en una vida. La vida es larga, si la medimos en número de pensamientos. El cálculo es difícil, porque los pensamientos se entrelazan, se fragmentan, quedan inacabados, se bifurcan y no tienen límites precisos. Pero también es cierto que tienden a emerger como proposiciones categóricas.

La mayoría de nuestros pensamientos son automáticos, incontrolados, repetitivos. Muchos de ellos giran en torno al yo: a la idea, la imagen y la preocupación por uno mismo. Su función principal es alimentar y sostener al yo, ese ser que crece en nuestro interior para acabar ahogando al ser.

Para tomar conciencia de nuestros pensamientos hay que realizar un ejercicio paradójico: observarlos como si no fueran nuestros, distanciarlos, no identificarnos con su contenido, separarnos de ellos. Es un pensar sin pensar. A eso Carlos Castaneda le llama acecho. Lo mismo que un animal o un cazador acecha a su presa desde un “no lugar” (no visible para el observado), así observar a los pensamientos que pasan por nuestra mente.

Comprobamos entonces que casi todos van a parar al mismo lugar, a las mismas obsesiones, a una serie de proposiciones que nos repetimos hasta la saciedad: “qué mala suerte tengo”, “no me merezco esto”, “yo soy distinto”, “quién se habrá creído que soy yo”, “nadie me comprende”, “yo valgo mucho más que todo eso”, “¿por qué me tiene que pasar esto a mí?”, “yo soy así, no puedo evitarlo”, etc.

Lo malo de estos pensamientos es que son debilitantes y absorbentes: no dejan energía ni espacio para otros pensamientos vivificadores. Son pensamientos emocionales, dominados por la activación límbica. Por eso como mejor se controlan los pensamientos es con desapego, no aferrándonos a ellos, no identificándonos con ellos. Estando siempre dispuestos a no darlos por hechos, a cambiarlos, a relativizarlos, a no otorgarles un poder que no tienen.
Resumiendo de modo aforístico, heurístico o proverbial:

Dime lo que piensas, y te diré qué sientes.
Dime lo que sientes, y te diré qué haces.
Dime lo que haces, y te diré quién eres.
Es más fácil controlar los pensamientos que las emociones.
Si controlas tus pensamientos, controlarás tu vida.
O dominas tus pensamientos, o tus pensamientos te dominan a ti.

miércoles, 16 de abril de 2008

¿INTERPRETAR LOS SUEÑOS?

(Foto: Manuel Lemos)




Soñamos siempre, pero olvidamos casi todo lo que soñamos. De vez cuando, un sueño nos llama la atención y lo recordamos con nitidez.

Viajaba en coche, giré y me metí por un sendero de tierra que no tenía salida. Bajo, camino un rato y al llegar a la cima de una colina veo un conejo blanco. Corro tras él y lo cojo. Aparece otro y lo atrapo también con facilidad. Los suelto enseguida y escapan dando brincos. De pronto se posa un pájaro en mi espalda. Giro la cabeza como un búho y veo que se está moviendo por detrás de mi cuello. Es una oropéndola, me digo en voz alta. Tiene una cola larga azul y verde, el pecho amarillo y la cabeza clara. Me produce mucha alegría tenerla tan cerca. Sigo hasta una cueva. Penetro y veo en las paredes unos pequeños seres blancos, hechos de escayola, pero no lisos, sino como si llevaran una capa con picos. Uno de esos seres me sigue. Camina deslizándose por el suelo. Paso por una puerta angosta y me encuentro con otro ser, que permanece inmóvil. Trato de comunicarme con él. Se mueve ligeramente y me dice, sin hablar, que ellos, los seres de escayola vaporosa, sólo pueden expresarse a través de mito-palabras. Me quedo muy sorprendido y le pido que me dé un ejemplo de mito-palabra. “Palabra”, me responde. Me despierto tratando de entender que la palabra “palabra” es una “mito-palabra”.

De los sueños no me interesa la interpretación, freudiana, junguiana o del tipo que sea. Ya dijo Calderón que los sueños, sueños son. No me gusta despojarles del contenido, las imágenes y la atmósfera de realidad suprarreal o irreal que crean. Tratar de “meterlos en razón” es desvirtuarlos, convertirlos en lo que no son. Si algo tienen de interés, es precisamente porque rompen la rigidez de la mente y la lógica de la conciencia ordinaria. Prefiero quedarme con la sugestión que producen y la conciencia de misterio que despiertan.

Así que me digo: todas las palabras son mito-palabras. Descubre su fulgor blanco, su no-decir, el misterio que ocultan bajo su capa de escayola o su correteo por los montes. Las puedes atrapar, pero suéltalas enseguida, no te aferres a ellas. A veces se ocultan en cuevas oscuras: atrévete a cruzar por los pasos más angostos y pregunta por su nombre. En ocasiones llegan como pájaros y se posan en tu espalda. Obsérvalas y déjate seducir por sus colores de oro.

domingo, 13 de abril de 2008

¿SER FELIZ O SER LIBRE?

(Foto: R.Ferrando)
A la pregunta de “¿qué es lo que más importa en esta vida?”, el 99% responde sin titubeos: “Ser feliz”. Como me encuentro entre el 1% que no respondería con ese tópico, voy a explicarme.

Parece obvio que el mejor propósito de esta vida, lo que nos mueve a todos, es lograr ser lo más felices que podamos. Pero ¿qué significa ser felices? Para Francisco Mora, ni padecer dolor, ni sentir placer y, como nuestro cerebro está diseñado precisamente para eso, para sentir dolor y placer, pues en conclusión, no es posible la felicidad.

El razonamiento parte de una premisa falsa: la felicidad es no sentir. Mora no distingue entre emoción, impulso, estímulo, dolor, placer. Dice que todo esto pasa por la amígdala y que, por lo mismo, es fuente de infelicidad. Que, por tanto, lo mejor es aislarse, no recibir estímulos, no desear, no buscar ningún placer. Filosofía oriental, pero de la que se compra en rebajas. Los estoicos y senequistas se esforzaron un poco más. Hablaron de “dominar las pasiones”, de aceptar el dolor, la muerte y el destino con serenidad, pero sin tener que renunciar por ello al placer.

El planteamiento huele también a platonismo cristiano. El cuerpo es nuestro enemigo, la fuente de nuestra infelicidad. Cuanto menos cuerpo, más felices. Ya se sabe que en el Tercer Mundo todos los pobres son muy felices.

Dejemos de lado la otra cara del asunto, la cursilería sentimental, la (mala) literatura de folletín, las películas relamidas, la beatería angelical (el paraíso que espera a los buenos y a los mártires), en fin, todos esos modelos de felicidad más o menos empalagosa e inverosímil. Ensayemos una definición más realista: “sentirse satisfechos con lo que hacemos y con lo que somos”. Satisfechos, confiados. Un placer sostenido. Una mezcla de conocimiento, aceptación, serenidad y disfrute, pero también un impulso de perfección, de superación de límites, de búsqueda, de creatividad constante.

Algunas conclusiones:
1) La felicidad no es ningún objetivo, no es algo que podamos alcanzar. Es una consecuencia, algo inseparable del hacer y el sentir.
2) Nuestro cerebro ni está diseñado para la felicidad ni para la infelicidad, sino para hacer, pensar y sentir. Además de la actividad del sistema límbico, está la actividad prefrontal, que puede controlar las emociones, canalizarlas y hasta sublimarlas. La felicidad no es un asunto meramente emocional.
3) No es posible ni necesario ni útil el sentirse siempre felices.
4) Más importante que ser o no ser feliz, es ser libre. No me refiero a la libertad política, a las libertades ciudadanas. Me refiero a ser libre de todo lo que nos ata, nos esclaviza, nos preocupa, nos vuelve rígidos, rutinarios, tímidos, ansiosos, complacientes, resignados, consumidores, pesimistas, apáticos, engreídos (cada uno puede prolongar la lista). A todo lo que nos limita y encierra en un yo obsesivo, a lo que nos impide ver y sentir el misterio de todo lo que nos rodea, a todo cuanto debilita y adormece nuestra conciencia.
5) Cuanto más libres, más capaces de gozar y disfrutar calladamente de todo.

jueves, 10 de abril de 2008

A VUELTAS CON EL YO


Estoy convencido de que el yo es siempre nuestro principal problema, la fuente de nuestra infelicidad. Quien no encara su yo, la idea que tiene de sí mismo, queda atrapado en un laberinto absurdo. Como eso de “renunciar al yo” suena a máxima ignaciana, voy a aclararlo.

El yo no es ninguna esencia, sino una construcción mental. El yo es todo lo que ocurre en nuestro cuerpo y en nuestro cerebro cuando decimos “yo”. La palabra es fundamental, porque es la que sostiene una imagen difusa, un conglomerado de ideas y un automatismo emocional.

Quizás todo tiene su origen en un problema perceptivo: no podemos vernos a nosotros mismos si no es a través de un espejo. Pero esta percepción es siempre parcial, invertida e inestable. Por eso siempre nos resulta extraña. No podemos de verdad apropiárnosla, identificarnos por completo con ella. Por un lado, destacamos el rostro, fragmentando así la totalidad del cuerpo. Del rostro nos atraen los ojos, pero mirarse a sí mismo a los ojos es de lo más inquietante. ¿Quién mira a quién? Tampoco podemos ver el cuerpo como totalidad. Nuestra espalda es invisible. Además, en un sentido somos simétricos, más o menos (derecha/izquierda), pero asimétricos en otro (delante/atrás). Para colmo, nuestra idea de la perfección corporal resulta muy difícil verla reflejada en nosotros mismos. Todos tenemos partes de nuestro cuerpo que no responden a nuestro propio canon de belleza. Tendemos a no mirar esas partes o a obsesionarnos con ellas. Además, cambiamos mucho, de niños a jóvenes, de jóvenes a viejos.

El hecho es que, acaso como resultado de esta percepción problemática de nuestro cuerpo, no tenemos una imagen estable, aceptable, completa y objetiva de nuestro cuerpo, por más que lo intentemos.

Pero hay más: es una imagen fugaz. Las imágenes no se fijan más que momentáneamente en nuestro cerebro. No podemos dar a la “pausa”. Así que la imagen de nosotros mismos, de nuestro cuerpo y nuestro rostro, es volátil. Como referente acaba siendo más bien un hueco, el vacío que dejan unas imágenes imposibles de atrapar y mantener fijas en nuestro cerebro. Esto produce, creo yo, una angustia inevitable. Nadie, en el fondo, puede estar seguro de sí mismo, porque el modo como construimos la imagen de nosotros mismos es de naturaleza efímera, discontinua. Aunque nos pasemos horas y horas ante el espejo, en cuanto nos damos la vuelta esa imagen que tratamos de esculpir en nuestro cerebro va y se esfuma.

Recurrimos entonces, y por pura necesidad de acallar la angustia que engendra nuestra falta de continuidad visual, a un mecanismo mental más fiable: hacernos una idea estable de nosotros mismos. Digo una idea, por simplificar. En realidad son frases, pensamientos, mensajes que nos enviamos constantemente a nosotros mismos sobre quiénes somos, cómo somos, cuánto valemos y qué es lo que nos espera en la vida. Con retales del pasado y con proyecciones hacia el futuro, tratamos de dar continuidad a nuestro ser en sustitución de la fugacidad imaginaria que nos proporcionan los ojos.

Pero el pensamiento es también inestable, un fluir imparable. ¿Cómo dar consistencia a la idea de nosotros mismos? Pues de modo compulsivo, automático y obsesivo: mediante un diálogo interno casi ininterrumpido en el que nos repetimos hasta la saciedad frases sobre quiénes somos, cómo somos, cuánto valemos, etc. En general, este diálogo es casi igual en todos nosotros: necesitamos considerarnos seres singulares, especiales, importantes. Como resulta muy difícil mantener esta idea exaltada de nosotros mismos, ya que la vida se encarga a cada paso de demostrarnos lo contrario, no tenemos más remedio que afirmar nuestro yo compulsivamente, tratando de tapar todos los agujeros. Así el yo se convierte en un automatismo emocional siempre a la defensiva.

Bueno, pues a mí me parece que esta idea del yo, con el que acabamos identificándonos, partiendo de un hecho casi biológico, nos conduce, sin embargo, a un engaño, una trampa en la que caemos y de la que sólo de modo consciente y esforzado podemos salir, y nunca del todo. Vivir sólo para mantener nuestro yo es uno de los despilfarros de energía más desoladores. No sólo es una fuente permanente de tensión y angustia, sino de aburrimiento y dolor innecesario. Pero somos algo más que un yo, afortunadamente.

domingo, 6 de abril de 2008

HUNDIRSE, LLEGAR AL FONDO

(Foto: Angela Galisteo)
Hundirse. Llegar al fondo. Comprobar que uno no es nada. La doble negación, aquí, no afirma, sino que vacía a la nada de todo, hasta de sí misma. Ni siquiera somos nada. El español, nuestra lengua, con la que pensamos y sentimos, tiende a los extremos. Se puede negar “absolutamente todo” o no tener “nada de nada”. Una lengua conceptual, sintáctica y fonéticamente impulsiva. Muy física, muy corporal, en la que las palabras parecen ser una prolongación de las manos, los ojos, los dientes. Por eso necesita tanto del remanso, de la fluidez, de la melodía. El primero que logró dominarla, mandarla por derecho (por la buena senda) con suavidad y maestría, fue Garcilaso. Cervantes la llenó luego de vida y la empujó hacia la perfección rítmica y sonora.

Pero no quería hablar de la lengua, sino de ese hundirse uno de repente, ese echársenos el mundo encima y venirnos nosotros abajo con él. Dejamos de ser todo lo que creíamos ser y nos sentimos nada. Todo lo que pacientemente habíamos ido construyendo, ese yo que creíamos resguardado, seguro, resulta que no se sostiene en pie y se desmorona. Puede ocurrir de repente (algo nos golpea sin piedad), o despacio, como quien cae en arenas movedizas y sabe que va hacia el fondo y nada puede hacer para evitarlo. El yo, la idea de uno mismo, los hilos que sostenían la marioneta, se cortan, como si el titiritero que los movía diera por terminada la función.

De muy pequeño conocí un juego brutal. Se llamaba “roer la estaca”. Era juego de invierno, cuando se hacía barro en las calles y las eras. Se jugaba con navaja. Sobre un gran cuadrado de tierra húmeda, cada jugador lanzaba la navaja, y si la clavaba, trazaba una línea recta siguiendo el filo de la hoja para ir ganando terreno al adversario. El que se quedaba antes sin terreno perdía. Lo terrible venía luego. El ganador hundía todo lo que podía en el suelo una pequeña estaca golpeando con el mango de la navaja, y el perdedor tenía que arrancarla con la boca. Me tocó una vez perder, así que lo recuerdo bien.

A veces uno se hunde en tierra y tiene que morder el polvo antes de intentar levantarse. Y casi siempre andan los demás por medio. Dependemos tanto de la consideración de los otros, que sólo nos damos cuenta de ello cuando algo falla, cuando alguien nos da la espalda, casi siempre sin motivo alguno. La vida es elevación, un caminar erguido, un mantenerse en pie, porque la gravedad de la vida nos empuja hacia el suelo, que deja de ser sólido y amenaza con tragarnos. Lo que nos permite caminar, la tierra firme, es lo que nos atrae hacia sí y nos tumba. La vida, decimos, se nos hace demasiado cuesta arriba.

Según los datos de la Encuesta Nacional de la Salud, el 21,3% de la población de más de 16 años presenta riesgo de mala salud mental. En España sufren depresión casi cuatro millones de personas, aproximadamente un 10% de la población, siendo los más afectados los adultos de hasta 44 años, especialmente mujeres. Se refiere a la depresión diagnosticada. La depresión larvada, transitoria, debe de ser por lo menos el doble.

Vivir es vencer a cada instante la depresión, la fatiga, el desánimo. Necesitamos autosugestionarnos, autohipnotizarnos para mantener la ilusión de vivir. Todo cuanto hacemos se sostiene frágilmente. La literatura, el arte, es uno de los medios que tenemos para no caer en el agujero, para sostener el ánimo, para mantener el tipo. Es preferible a los fármacos, las drogas, la televisión, el fútbol, la búsqueda compulsiva de cualquier excitación.

Coda final: Compruébese que casi todos los términos que he usado se refieren a nuestra condición física. El lenguaje nace del cuerpo y nos remite siempre a él.

jueves, 3 de abril de 2008

A LA CUESTA DE MOYANO

(Foto: S.Trancón)
El lector de estas páginas volanderas (son más volátiles que las de papel, aunque permanezcan en la pantalla, pues se leen sin la fijeza y atención que propicia la materialidad física del libro) se habrá percatado de que hablo poco de mí mismo, al menos directamente. Huyo del diario, porque esto del bloc es otra cosa, nuevo género, más libre acaso que cualquier otro, ya que cada uno le puede dar el tono y el contenido que quiera. Aunque tiene entidad propia, para mí es un intermediario entre el montón de papeles que tengo escritos y medio perdidos, y lo que luego puedan llegar ser textos literarios destinados a una posible publicación. Es también un modo de recapitular ideas y experiencias con voluntad reflexiva y aclarativa, no sólo comunicativa.
Me mueve ahora otro impulso, otro intento, que es el de atreverme a poner por escrito algunas cosas de mi vida y de tantísimos personajes a los que he ido conociendo a lo largo, ancho y alto de mi vida, breve, como todas, pero ya bastante cargada de recuerdos. Vaya una, para explicar lo que quiero decir.

Un año di clases en el Instituto Cervantes de Madrid. Allí, un profesor amigo me contó que había pasado por el centro, como profesor, Carlos Sahagún, premio nacional de poesía en 1982, que fue el año en que yo tuve que salir casi por piernas de Barcelona (acaso lo cuente un día). A Carlos Sahagún lo conocí en Barcelona y también se vino a Madrid el mismo año que yo, y por el mismo motivo. Bien, pues me contaba mi amigo que por aquel tiempo era frecuente que en los institutos cundiera de pronto el pánico cuando se producía una amenaza de bomba. Así ocurrió una vez en el Cervantes, y entonces, Carlos Sahagún se puso a correr por los pasillos al grito de “¡A la cuesta de Moyano, a la cuesta de Moyano, todos a la cuesta de Moyano!”

Para quien no lo sepa, la cuesta de Moyano de Madrid es la calle de puestos de libros más entrañable y antigua de la ciudad, a la que ahora han peatonalizado con un gusto pésimo (¡viva el cemento!). Está a más de dos kilómetros del Instituto Cervantes. Pues a mí esto de que para huir de una bomba, Carlos Sahagún propusiera ir a buscar refugio en la Cuesta de Moyano, entre las casetas y puestos de libros, me parece una genialidad.

A Carlos le he perdido la pista. Tengo de él una imagen enternecedora, con su dogmatismo leninista y sus magníficas fobias. Lo último que recuerdo es su exaltación de El Cojo Manteca, aquel personaje que se hizo famoso por romper farolas con una de sus muletas en las manifestaciones estudiantiles. Lo consideraba un verdadero revolucionario.

martes, 1 de abril de 2008

ESCRITURA SEMIAUTOMÁTICA

(Foto: Ángela Galisteo)


Lame el cuenco de la noche el zumbido de las estrellas,
un abrir y cerrar de ojos ciegos sepultados en un barro de partículas atómicas.
Es de noche porque los ojos son agujas clavadas en la pupila de la cueva del cielo.
Escarba la pata del gallo en la sangre del atardecer que se coagula entre nubes de langostas
azuzadas por un viento de lanzas que se alargan hasta tocar la retina de las nubes.
El día se hizo noche porque ululaban perros blancos alrededor de las catacumbas descarnadas de la montaña
que se precipitaba con un silencio de huracanes sobre el mar.
Descríbeme la dulzura con que colocabas sobre tu mano los lagartos que acabaron ardiendo junto a tu boca.

Estos “versos” los he escrito a vuela tecla, sin pensar ni saber de dónde me salían las palabras. Es una especie de escritura automática, pero sin pretensión alguna de llegar a ningún inconsciente sepultado en mi memoria. Los transcribo (un poco retocados para darles continuidad sintáctica) para poner de manifiesto que es relativamente fácil dar gato por liebre en esto de la poesía. Parece que suenan bastante bien, dejan incluso una atmósfera de misterio y desconcierto en la mente del lector. Pero no se me ocurriría nunca el publicarlos como poesía, ni automática, ni deconstruida, ni nada de nada. Esta forma de escribir, sin embargo, es un buen ejercicio para vaciar la mente de ideas preconcebidas, para dejarse llevar por cierto flujo de imágenes y ritmos, imprescindible para escribir poesía.