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martes, 12 de diciembre de 2017

SER ESPAÑOL HOY

(Foto: S.Trancón)

Dice Manuel Valls que los españoles necesitamos responder a la pregunta “qué es ser español hoy”; que España tiene que construir una identidad positiva de sí misma que supere su complejo de inferioridad; que del éxito o fracaso de esta tarea va a depender nuestro futuro. Es llamativo que necesitemos que alguien desde fuera nos recuerde algo tan evidente, a lo que nadie quiere atender. Ni atender, ni entender; ni aceptar, ni tomar en serio. Pero sí, es la “cuestión palpitante” (¿la que hace latir el corazón?), como dirían nuestros abuelos, por más que no figure en el programa de ningún partido.

Huímos de la pregunta por incómoda, porque nos sitúa en un terreno pantanoso: el del nacionalismo esencialista, el de la retórica populista, étnica y patriotera, cuyos ecos todavía resuenan y que hasta ayer mismo sirvieron para engañar, dominar y mantener un orden basado en la sumisión y el privilegio. Al apropiarse de ella una minoría, dejó inservible el concepto, la imagen y el sentimiento que la palabra español encierra. Es imprescindible una “reconstrucción semántica” de la palabra “España” y “español” para despojarlas del óxido que se les ha adherido y dotarlas de la fuerza y el sentido que contienen: “resignificarlas”.

Un primer paso es aclarar qué es “ser español”. De los muchos significados (superpuestos e interrelacionados) que podemos distinguir, empecemos por el más elemental: el significado legal. Yo soy español porque poseo la ciudadanía española, acreditada con un documento oficial: mi carnet de identidad. Frente a cualquier otra difinición más o menos metafísica, he aquí este hecho “burocrático” insoslayable: soy español porque así me lo reconoce legalmente el Estado democrático español. La mayoría de españoles hemos adquirido esta condición por el hecho azaroso de haber nacido en España. Empecemos reconociéndolo.

Yo nací en España y, al menos como hipótesis cosmológica, pude haber nacido en cualquier otro lugar de la Tierra o del Universo (dado que hay millones de planetas habitables sembrados por ahí, en los miles de galaxias que giran a velocidades inconcebibles por el espacio cósmico). Digo que el hecho de haber nacido en España me da derecho a la nacionalidad española, lo que por sí mismo me permite decir que soy español, legal y administrativamente hablando, algo aparentemente intrascendente, pero que es la base de todos mis derechos y deberes ciudadanos. Al hecho azaroso de mi nacimiento, se ha añadido este otro azar político que me hace sujeto de derechos y deberes reconocidos gracias a la existencia de un orden social previamente establecido. La nación política española me antecede, preexiste a mi nacimiento.

Ser español es, por tanto, un hecho reconocido e inherente a mi propia existencia legal, por lo que, para dejar de serlo, he de renunciar expresamente a ser ciudadano español. Puedo hacerlo, por supuesto, dado que ser español no es una condición biológica, sino social y política. Esto significa que a ningún adulto se le puede obligar a ser español, pero tampoco que se le pueda despojar de esa condición.

Quiero recalcar la condición legal, dejando de lado los otros rasgos culturales, emocionales, lingüísticos o históricos que pudieran añadirse a la definición de “lo español”, elementos no menos importantes pero que, al mezclarse, acaban borrando ese elemento esencial: ser español es ser un sujeto legalmente reconocido como tal. La conclusión es que, independientemente de que te sientas o no español, si lo eres legalmente no puedes dejar de serlo simplemente porque así lo pienses, lo quieras, lo desees o lo proclames. O sea, que no puedes ser español y no español a la vez. Que no puedes ser español para unas cosas y no español para otras.

Sirvan estas elementales consideraciones para aclararles a los independentistas que, mientras sean españoles, no pueden pretender ser y actuar legalmente a la vez como españoles y como no españoles. Y, sobre todo, que no pueden tener la osadía de despojar de la condición legal de españoles a más de la mitad de catalanes que no quieren dejar de serlo. Y al resto, a los independentistas, es preciso que les digamos claramente que no pueden ser españoles y no españoles a la vez. ¡Y menos reconocerles y tratarles legalmente como antiespañoles!, esa aberración antidemocrática a la que muchos quieren que nos acostumbremos, empezando por ese “nacionalsocialista” llamado Iceta, cuyo proyecto es el mayor triunfo del independentismo. ¿Y el PSOE? La mayoría prefiere mirar para otro lado.

miércoles, 29 de noviembre de 2017

UN POCO DE NADA


(Foto: S. Trancón)

Tirar piedrecitas a un lago y ver cómo las ondas forman círculos que poco a poco mueren en el agua. Igual que un pez que pica el anzuelo y hunde un instante el corcho flotante. Pequeños fenómenos, efímeras perturbaciones sobre la superficie líquida que tiende a la quietud. Para contemplar el mundo, para no confundir las pequeñas olas con un tsunami, hemos de tomar nuestros actos como lo que son, apenas la piedrecita que un niño arroja sobre la superficie del mundo, que tiende a la inmovilidad. Cuanto más nos alejamos de lo inmediato, cuanto más nos elevamos sobre la rugosidad y aspereza de las cosas, más ridículas resultan nuestras hazañas cotidianas, la importancia que les damos y la importancia que nos damos a nosotros mismos. 

La comparación del lago no es hoy muy apropiada, porque a punto estamos de ver que los lagos de antes ya sólo son hoy charcas pestilentes. En los nidos de antaño, no hay pájaros hogaño. Con qué asombrosa rapidez cambia todo para mal. Es la paradoja de lo inmóvil, que se transforma a nuestra vista sin que lo podamos ver. Y es frente a eso, frente a lo imparable, ante lo que nuestros actos resultan tan insignificantes. ¿Consuelo de tontos? No, aceptación de sabios. 

Comenté el otro día, paseando con Antonio Colinas por la plaza Mayor de Salamanca, esa asombrosa laguna plateresca, cómo poco a poco había ido desapareciendo todo lo que dio consistencia a nuestra infancia. ¿Cuánto tiempo hace que no oímos croar a una rana en una laguna donde picotea una cigüeña?, le comenté. ¡Silencio, ranas, que está la cigüeña en el charco!, nos gritaba un profesor en el Instituto (al que acabamos llamándole el Rana). Para los niños de hoy, ¿qué sentido tendría esa amonestación, si nunca han visto ni oído croar una rana en un charco?

Nada tiene esto que ver con el paso natural del tiempo, sino con la ruina silenciosa de un mundo que dio consistencia a las palabras más entrañables, las visiones más asombrosas, las transformaciones más inesperadas. Toda la sabidurá que un niño puede adquirir tirando una piedra sobre un lago. No es lamento, ni añoranza, ni lucha vana contra una muerte anunciada, sino callada desesperación a la que sólo podemos vencer volviendo a aceptar la insignificacia de lo que somos, de lo que hacemos, de lo que podemos hacer frente a la descomunal perturbación que está sufriendo hoy la superficie del mundo, de la Tierra, de los cielos y los mares y los lagos y los bosques y las charcas cubiertas de espadañas.

Quiero alejarme hoy de tanto ruido, tanto aspaviento y tanta memez con que la actualidad política nos inunda y absorbe hasta el punto de creer que lo importante es toda esa efímera e insignificante agitación de aguas que en otro tiempo formaron lagos y hoy no son ya más que lodo, fango que se pega a la suela del zapato y apenas nos permite caminar. Cuánto engaño, cuánto aturdimiento, cuánta preocupación inútil, cuánta energía dilapidada, con qué obstinado empeño se afanan quienes, en un acto de suprema fatuidad, quieren cambiar la vida de los demás con un decreto, una declaración, una ley tramposa, un titular. 

Atrapados por la agitación del momento, por la vacuidad de la inmediatez, conviene de vez en cuando volver sobre sí mismo para dejarnos llevar por un poco de nada, de la nada que somos, por más que nos creamos el centro del mundo y que ese centro va allá hacia donde nosotros nos desplazamos. No, el centro del mundo no está ni en Barcelona ni en Bruselas, ni en Moscú ni en Berlín, ni en Madrid ni en Bilbao. Para mí al menos, y durante el tiempo que he dedicado a escribir estas líneas, el centro del mundo ha estado en esa laguna de mi infancia donde croa una rana a la que una zancuda no le ha dado todavía alcance.




viernes, 24 de noviembre de 2017

LA REFORMA ANTICONSTITUCIONAL



El independentismo, con su viscosa ideología nacionalista, ha impregnado los debates y decisiones políticas desde hace décadas, consumiendo un tiempo y unas energías que, aplicadas a mejorar nuestra nación, hubieran dado unos resultados espectaculares. Creo que tenemos una capacidad creativa, emprendedora y organizativa extraordinarias, que, por culpa de una minoría privilegiada, egoísta y corrupta, ha sido sistemáticamente despreciada y desaprovechada. El Estado, ni ha estimulado ni ha dado la suficiente seguridad (no sólo jurídica, sino institucional, política y colectiva) como para que ese impulso social se orientara hacia una mejora de la colaboración, el bienestar y el progreso.

En lugar de afianzar los vínculos económicos, sociales y culturales entre todos los españoles, avanzando hacia un equlibrio territorial y una mayor igualdad, el modelo autonómico ha introducido un elemento profundamente disgregador y reaccionario en el proceso de desarrollo de un Estado moderno, más justo y equitativo. Quienes atribuyen nuestros avances económicos y sociales a la existencia de las Autonomías, no sólo dejan de lado el despilfarro y las difunciones que ese modelo ha provocado, sino que no tienen en cuenta una pregunta que no podemos obviar: qué hubiera ocurrido si en lugar de las Autonomías hubiéramos impulsado un Estado distinto, descentralizado en la gestión, pero bien organizado y unificado, con normas y competencias claras que hubieran frenado toda tentación nacionalista.

Existe una gran incoherencia entre quienes defienden las bondades de nuestro sistema autonómico, al mismo tiempo que claman por reformarlo y transformarlo en otro muy distinto, al que llaman federal para no llamarlo confederal o plurinacional, que supondría la desmembración de España y del Estado democrático que la sostiene. Cualquier reforma de la Constitución sólo puede tener un sentido: mejorarla como instrumento de integración, no de disgregación. Lo que muchos pretenden, en realidad, es una reforma anticonstitucional, o sea, en contra de la Constitución.

Desgraciadamente, durante los próximos años seguiremos enredados en el debate territorial, que llenará de pringue cualquier discusión racional sobre nuestro modelo de Estado y las necesarias reformas de la Constitución que debieran cerrar la puerta a la actual intepretación de algunos de sus artículos, lo que ha permitido a los secesionistas llegar hasta donde han llegado. Lo peor sería que esta reforma se cerrara en falso, precipitadamente, para contentar a los independentistas, tentación que le ronda a Pedro Sánchez, tan ansioso por llegar a la Moncloa que parece dispuesto a utilizar este reclamo.



F. Sosa Wagner y M. Fuertes, en un excelente artículo titulado “¿Reformas territoriales?”, han alertado ya sobre el tema, señalando el camino a seguir para no cometer errores irremediables. Mucho me temo, sin embargo, que sus sabios consejos caigan como agua en un cesto. Nos dicen, muy acertadamente, que las propuestas de reforma no deben realizarse, ni sólo por juristas y menos por los diputados, sino sobre todo por expertos que atiendan a los problemas diagnosticados y que de verdad se quieran solucionar, lo que supone cuestionar la “eficacia” de la administración autonómica en el cumplimiento de las competencias que el Estado les ha cedido, como las de educación, sanidad, justicia o las ayudas a la dependencia.

Entraremos en un período peligroso en el que el virus nacionalista, con toda su toxicidad, se instalará en el lenguaje de los políticos y pretenderá extenderse a los ciudadanos con el propósito de que acepten como irremediable una claudicación camuflada de consenso, tolerancia y generosidad. Entonces se notará de modo dramático la ausencia de un partido de izquierdas que de verdad defienda a su país, despierte la autoestima y la confianza en nuestras capacidades y recupere el sentimiento nacional de pertenencia, eso que ha renacido estos meses ante los ataques y amenazas de los secesionistas, convertidos ya abiertamente en sediciosos.

Digo un partido de izquierdas que contrarrestre la tendencia autodestructiva de una izquierda antiespañola o filonacionalista, pero también que supla a una derecha que, ante la menor oportunidad, se olvida del interés y el bien común, o sea, del fundamento de la nación, para ponerse del lado de los corruptos, los disgregadores, los nacionalistas con los que está dispuesta a pactar, ya sea para mantener su poder y sus privilegios o para asegurar los negocios comunes.

Nación, Estado y Constitución son inseparables. Mientras la izquierda no lo tenga claro, seguiremos chapoteando en el fango de los nacionalistas, los que continuarán marcando la agenda política, ahora bajo el señuelo de una reforma de la Constitución… ¡anticonstitucional! ¿A qué les suena eso de “elevar el techo competencial”, “blindar competencias”, “bilateralidad”, “soberanía compartida”, o “profundizar en el autogobierno”? Una verdadera reforma constitucional, o sea, a favor de la Constitución, debiera ir en sentido contrario. ¿Y si nos diéramos la oportunidad de comprobar qué efectos produciría una reorganización del Estado en la que las Autonomías dejaran de ser lo que ahora son?




jueves, 16 de noviembre de 2017

BANALIZAR EL SUFRIMIENTO


(Fotos: S. Trancón)

El dolor. El sufrimiento. El abatimiento. La desesperación. La angustia. El desmoronamiento. El miedo. El desgarro. El ahogo. La indefensión. La impotencia. La rabia. El odio. El desánimo. La depresión. La amargura. La humillación. El desprecio. La pobreza. La enfermedad. La desgracia. La pena. 


Sentimientos. ¿Quién puede medir, contar, describir, valorar el sufrimiento diario de los millones de personas que viven a nuestro alrededor? Me refiero al sufrimiento cuyo origen no es el azar, ni el destino, ni el que procede de lo incontrolable de la naturaleza o de nuestra propia fragilidad física, sino al causado por otros seres humanos, que es la mayor fuente de dolor y sufrimiento que padecemos.

La indiferencia, el desprecio, la traición, el engaño, el rechazo, el insulto, el ignorar, borrar o negar las consecuencias de nuestros actos, o sea, todo el dolor que provocan, la cadena imparable de sufrimiento que una decisión u otra puede causar en los demás; tener en cuenta esa variable decisiva que determina el valor de nuestros actos (el grado y la cantidad de sufrimiento que podemos causar a los demás), debería ser un principio siempre presente en nuestra vida, algo que habría de aprenderse a valorar en la escuela, un aprendizaje básico.

La capacidad del ser humano para hacer el mal a otro es casi infinita. Cualquier ser humano es capaz de destruir a otro, de causarle un mal irreparable y, en la misma proporción, encontrar una justificación, una explicación o una excusa para no reconocerlo y menos para pedir perdón y arrepentirse. Sin una prevención constante, poco a poco podemos ir perdiendo la conciencia del mal que causamos, cayendo en una desensibilización progresiva ante el mal y disculpando a quien lo causa.

Me vienen al corazón y a la mente estas reflexiones a propósito de todo lo que estamos viendo y viviendo estos meses en Cataluña, que no es más que el síntoma de algo que ya afecta a toda España. Me refiero a esa dimensión humana de la política, la que tiene en cuenta el sufrimiento que causan los actos y las decisiones políticas, algo tal olvidado, borrado y ausente de todos los comentarios y análisis, no ya de los políticos, sino de la mayoría de tertulianos, periodistas y opinatólogos que parlotean en radios y televisiones.

Hannah Arendt fue la primera que nos alertó sobre ese fenómeno que llamó la “banalización del mal” para advertirnos que no hace falta ser un psicópata, un trastornado o un degenerado para hacer sufrir o destruir a otro ser humano. Que también se puede acostumbrar uno al mal y aprender a convivir con él sin remordimiento ni malestar alguno. Para banalizar el mal lo primero que hay que hacer el banalizar el sufrimiento ajeno.

Quiero destacar esto, precisamente. El cúmulo de sufrimiento y dolor que el proceso independentista catalán ha causado, causa y seguirá causando; la tensión, la desazón, la angustia, la pérdida de energías, el miedo, el desprecio, los innumerables enfrentamientos abiertos y larvados, los insultos, las amenazas, la represión y tumefacción de los sentimientos, la contaminación de las emociones. Todo ese maremagnum invisible e invisibilizado, lo que está provocando es la banalización del sufrimiento, o sea, el acostumbrarnos al mal, a no indentificar y valorar el dolor que causan los políticos y sus decisiones, el no conmovernos ante el sufrimiento y dolor del otro, porque no hay catalán al que, por muy apolítico e irresponsable que sea, al que no le afecte lo que ha sucedido y está sucediendo hoy en Cataluña, pero también al resto de españoles.

Que los responsables directos de todo ello no reconozcan el mal causado, que pretenden borrarlo con una declaración impostada y mendaz ante un juez, es algo que todavía agrava más esa banalización del mal y el sufrimiento. Que nos pidan, además, que transijamos con esa impostura, con esa farsa manifiesta, sin pedir perdón ni arrepentirse, es una subyugación que nadie debiera tolerar. Hablo de responsables directos, y aquí incluyo no sólo a los urdidores y autores y causantes de tanto mal, sino a sus consentidores y colaboradores necesarios.

¿Ponemos nombres? Pues vaya; no sólo los Pujol, Mas, Puigdemont, Junqueras, Forcarell, Jordis, Turull o Cucurull, sino los Colau, Doménech, Fachín, Rufián, Tardá, Soler, Llach… ¡Joder, conocemos a más políticos catalanes que a todos los del resto de España! Pero sigamos: también podemos añadir a esa lista interminable a los Iglesias, Echenique, Iceta, Sánchez… ¿Y Rajoy? Pues sí, y a la cabeza, porque su responsabilidad es tan enorme que casi oscurece a la de todos los demás. ¿Alguno de ellos se ha parado alguna vez, aunque sólo sea un segundo, a pensar en el dolor que causan sus palabras, sus gestos, sus decisiones? ¿En qué medida, proporción y desproporción están contribuyendo a la banalización del sufrimiento?

jueves, 9 de noviembre de 2017

DECIR ES TAMBIEN HACER

(Foto: A.T.Galisteo)

Del dicho al hecho hay un trecho… muy estrecho. El lenguaje es quizás el fenómeno humano más complejo: no sólo encarna el misterio de la conciencia, el paso de la mente al cuerpo, sino que cumple tantas funciones que es muy difícil abarcarlas, analizarlas y relacionarlas entre sí. Porque el lenguaje denota, expresa, señala, revela, oculta, engaña, miente, ordena, impulsa, excita... y todo esto es hacer, que es algo más que decir. Reflexiono sobre la función y el poder del lenguaje a propósito de la extravagante teoría del tancredismo mariano, que ha introducido en el Derecho una distinción insólita: la de que sólo hay delito cuando se producen actos efectivos y probados que puedan ser considerados como tales… ¿Por quién? ¡Por el Gobierno!

Se aprobó en el Parlamento catalán una Ley de Transitoriedad y Desconexión que anulaba la Constitución, pero eso todavía no era ni delito ni nada, se podía seguir adelante hasta… ¡Hasta que esa ley produjera efectos constitutivos de delito! Rajoy pintó una línea roja en el agua y, claro, ni la tinta llegó al río. Ya con el 155 en marcha, si por él fuera, lo ideal sería seguir en punto muerto, meter un poco de ruido (no mucho) con el motor arrancado, pero sin sacarlo del aparcamiento, no sea que si salimos a la calle las turbas independentistas acaben subiéndose al capó y destrozando el coche, una imagen de humillación y violencia que vale más que mil palabras encubridoras.

Ha tenido que venir una juez que no se ha dejado enredar por una teoría tan estrambólita, para recordarnos que el lenguaje es algo más que una mera declaración abstracta o subjetiva de intenciones; que el decir, el declarar, el aprobar un documento, es ya en sí mismo un acto objetivo, y más cuando esas palabras se plasman en escritos que públicamente se aprueban y a los que se otorga validez de ley que obliga a su cumplimiento. Ha tenido que hacer oídos sordos a tanta confusión y marrullería legal para decirnos que sedición, rebelión, insurrección, malversación de fondos públicos, prevaricación y desobediencia, no son sólo palabras cuyo contenido se pueda diluir en meros propósitos e intenciones, sino en sí mismos hechos delictivos y de violencia; que las palabras, los acuerdos, las decisiones, forman ya parte de la ejecución de un plan en sí mismo delictivo. Y que quienes así actúan constituyen una banda organizada que pretende cambiar todo el orden democrático establecido.

Ya hace mucho que la pragmática nos descubrió que hablar no es sólo decir, sino hacer. Que además del significado existe el sentido, el contexto, la recepción y la interpretación del significado. Que hablar es un acto comunicativo, no sólo transmitir un enunciado semántico. Que hablar es actuar, influir directamente en el otro, provocar hechos, producir cambios en la realidad. Que toda la realidad está sostenida por las palabras, que no hay acto humano que no vaya acompañado de palabras que lo justifiquen e impulsen.

Yo tengo un principio, que creo debería ser norma a seguir en cualquier discusión legal y política, que las palabras deben tomarse siempre al pie de la letra y en todos sus sentidos. Para iniciar cualquier debate que quiera descubrir la verdad y llegar a algún acuerdo, se ha de partir de reconocer el sentido literal de las palabras, que es el mejor modo de despojarlas de adherencias subjetivas, sobrentendidos y malentendidos, intenciones ocultas, supuestos e implicaciones no declaradas. Fijado el sentido básico, es ya más fácil descubrir lo demás: la intención, la manipulación, el conflicto emocional y la voluntad de poder que las palabras ocultan.

El independentismo antidemocrático y populista ha sabido utilizar el lenguaje como su principal arma política. Hemos de ser capaces de desenredar la madeja de confusiones que ha ido creando, hasta contaminar el mismo lenguaje del derecho. Hay que tomar las palabras en serio y tener en cuenta todos sus efectos. Esto debería servir, por ejemplo, para acabar con la “inmersión lingüística” en la escuela (sumersión obligatoria en catalán para los hispanohablantes), que inocula el separatismo y el supremacismo en la mente de los niños a través de las palabras, los gestos y las actitudes, o sea, todo lo que el lenguaje dice y hace.

El lenguaje es nuestra última barrera democrática. Cuando pierde su capacidad de acercarnos a la verdad de los hechos; cuando lo dejamos en manos del poder de los tiranos, los corruptos o los pusilánimes… Entonces sí que lo hemos perdido casi todo. Así que, bienvenidos sean los jueces que, al menos ellos, no se dejan embaucar por esos sofismas que pretenden separar las palabras de los actos y los actos de las palabras.





miércoles, 1 de noviembre de 2017

TRAMPA A LA VISTA

(Foto: A.T.Galisteo)

Quisiera escribir y aplicar mi mediana capacidad reflexiva a cualquier otra cosa. Pero ahí está, insistente, obsesiva, la realidad política que se impone con su crudeza, su tozudez, su resistencia a ser analizada. El ejercicio de la razón tiene su ritmo, sus reglas en busca de cohesión y coherencia. El ritmo de los acontecimientos es otro, sigue otras reglas que apenas podemos captar y comprender porque no responden a la misma lógica, sino a esa otra invisible, inaprensible que es “la fuerza de los hechos”. 

Dicho de otro modo: la fuerza de la realidad. Tan despreciada, tan arrinconada, tan ignorada, sin embargo, ahí está, imponiendo a todo lo demás la consistencia de su propia materialidad, su dinámica interna, algo así como el movimiento de las placas tectónicas, sometidas al empuje del magma en combustión, ese fuego que late en el corazón de la Tierra. 

Que la realidad, al ofrecer su resistencia, se haya convertido en nuestra última esperanza, en salvaguarda de lo más valioso que tenemos, la unidad y la convivencia, no debe hacernos olvidar hasta qué punto es frágil el equilibrio y la cohesión social, el orden y la integración que un sistema democrático como el nuestro logra establecer. 

En contra de lo que se está diciendo estos días, si logramos superar este momento de crisis profunda, no será por obra y gracia y decisión de nuestros gobernantes, sino a pesar de todo lo que han hecho y siguen haciendo. Me refiero a lo que podríamos llamar “efecto de realidad”, que poco tiene que ver con la voluntad y la intervención de nuestros responsables políticos. Ni Rajoy, ni Sánchez, ni Rivera (y no digamos Iglesias) han actuado con la claridad, la determinación y la responsabilidad que la situación pedía desde hace años, y me refiero, claro está, a la previsible evolución del proceso independentista catalán con las consecuencias que han afectado tan negativamente a toda España.

Dos factores han sido determinantes para que esa realidad impusiera un momento de cordura y pausa en el proceso de desmoronamiento del Estado y la convivencia en que todavía estamos sumergidos: el instinto de supervivencia de las empresas que viven del mercado, y la reacción espontanea de millones de españoles que han hecho resurgir el sentimiento nacional, superando el complejo franquista y la intimidación impuesta por los nacionalismos independentistas. Las decisiones de Rajoy nada han tenido que ver en la aparición de estos hechos. Al contrario, han sido también causa de su desarrollo.

Conviene tener esto en cuenta para no sacar falsas conclusiones: ni los empresarios se ha vuelto de pronto antiindependentistas (siguen siendo lo que eran, y nunca se han destacado precisamente por tener un compromiso claro y democrático contra del independentismo), ni los millones de españoles que gritan “España unida, jamás será vencida”, al mismo tiempo que “Puigdemont a prisión” (para cabreo del Borrell), son incondicionales de Rajoy, Sánchez o Rivera, quienes de modo descarado están tratando de aprovecharse de la ola de protesta y cabreo contenido que recorre toda España.

Nada sería más peligroso que esta crisis se cerrara en falso, con apaños, componendas, trampas y engaños, todo para posponer los verdaderos problemas que nos han llevado hasta aquí. No vemos a ninguno de estos dirigentes con capacidad ni voluntad para encarar las causas, las claudicaciones, la dejación de funciones y responsabilidades, la aceptación de desigualdades intolerables, el abandono de la defensa de la lengua común, de la historia común, del respeto a la verdad en los medios de comunicación, de lucha contra el supremacismo y la propaganda antiespañola, la utilización de la escuela como fábrica de independentistas, etc.

Es necesaria una profunda reforma del Estado y una nueva distribución del poder y las competencias de los distintos niveles administrativos, estableciendo un Estado único y descentralizado, que ponga fin a la actual dualidad (Estado central/Estado autonómico), que no ha servido más que para consagrar desigualdades, mantener y aumentar privilegios, desmoronar el sentimiento de unidad, crear una burocracia asfixiante, despilfarrar recursos públicos, estimular deslealtades y alimentar caciquismos de origen medieval.

Si no se aborda esto, si la reforma constitucional que pedristas y sorayistas y riveristas nos proponen, va en sentido contrario (“blindar competencias”, “reconocer hechos diferenciales”, “plurinacionalizar España”…), pronto volveremos a las andadas, a las pisadas y pisoteadas y manoseadas consignas y monsergas y trampas y engaños con que se pretenderá que esos millones de españoles hoy alarmados, acaben aceptando la consagración de privilegios; que los disgregadores, los cazafortunas territoriales, los embucadores de masas (esos que provisionalmente han sido “derrotados”), vuelvan a la carga, a la crispación, al desasasiego del que todavía no hemos salido.





martes, 24 de octubre de 2017

IMPOSICIÓN LINGÚÍSTICA

(Foto: A.T.Galisteo)

Si hablo en español, y no en catalán, yo jamás digo ni escribo Generalitat, sino Generalidad, Gobierno catalán, nunca Govern català, Presidente y no President, Parlamento y no Parlament, Estatuto y no Estatut, Mozos de Escuadra y no Mossos d’Esquadra. Pero tampoco digo Lleida, sino Lérida, no Girona sino Gerona. Lo hago por las mismas razones por las que no digo ni escribo London, sino Londres, Alemania y no Deutschland, Moscú y no Moskva.

Que se hayan llegado a imponer exclusivamente nombres catalanes o gallegos o vascos, cuando desde siglos existen nombres en español, es una prueba de imposición lingüística, de una claudicación y sumisión totalmente injustificada. Como hablante del español, y por pura reacción ante cualquier forma de imposición, me niego a utilizar términos que, por el mero hecho de usarlos forzadamente, ya suponen la aceptación de una dominación lingüística. Sería igualmente inadmisible que yo obligara a decir Lérida en lugar de Lleida, a escribir España y no Espanya, o León en lugar de Lleó, cuando alguien se expresa en catalán.

Respetar estos usos de la lengua respectiva es respetar a sus hablantes. No hacerlo, es imponerse sobre ellos, es obligarles a que hagan un acto de reconocimiento y pleitesía obligatorio, renunciando a sus términos naturales, para usar otros a contrapelo. Se me dirá que esto es ir demasiado lejos, que es ver fantasmas donde no hay más que un gesto de buena voluntad, de reconocimiento de quien habla una lengua distinta. Pero violentar de este modo los usos naturales de una lengua para imponer los de otra no es, sin embargo, algo inocente ni inocuo. Primero, porque crea una confusión fonética y morfológica que no sirve más que para debilitar las normas de una lengua al someterla a las de otra. La “G” de Girona, por ejemplo, deja de ser el fonema “j” para convertirse en otro que no existe en español (fricativa postalveolar sonora). El sistema vocálico y el consonántico son diferentes. Obligar a hacer una excepción en la norma va contra un principio fundamental en el uso de las lenguas: el principio de economía. Nunca una lengua obliga a los hablantes a esfuerzos innecesarios.

Pero en el caso que nos ocupa existe otro elemento determinante: el acto de hablar se convierte en un acto político, en una acción política. El habla deja de ser un acto libre y comunicativo para convertirse en un hecho político, en la afirmación o negación de una posición política. El mero hecho de hablar de un modo u otro te delata, te señala, te coloca en un bando o en otro. Esto es algo aberrante en sí mismo, una perversión de la función del lenguaje. Si un poder político llega a inmiscuirse y a imponerte estos usos lingüísticos, ese poder está dando muestras inequívocas de su voluntad totalitaria. Ya ha penetrado en tu mente, en tu conciencia, en tu modo de presentarte y relacionarte con los otros, poniendo, de entrada, una barrera, obligándote, de entrada, a un acto de reconocimiento de la superioridad de otro. Para no ser excluido o tachado de… (ponga el lector lo que quiera), debes hablar del modo como el poder te dicta.

Pongo este ejemplo de abuso inadmisible, de imposición y dominación lingüística, como una muestra más del grado de claudicación en que los poderes públicos han caído frente al fenómeno totalitario del nacionalismo. Nada de extraño que hayamos llegado a esa increíble imposición de la mal llamada “inmersión lingüística”. En contra de todos estos atropellos se ha constituido una Plataforma formada por más de 36 asociaciones de toda España llamada “Hablemos español”, para recoger 500.000 firmas con las que llevar a cabo una Iniciativa Legislativa Popular (puedes entrar en www.hispanohablantes.es para añadir tu firma).

Su objetivo es que se pueda hablar y estudiar en español en toda España y que este derecho se respete en cualquier lugar, porque el problema ya no se limita a Cataluña, sino que empieza a extenderse por media España. Millones de españoles no pueden recibir hoy la enseñanza en su lengua (en toda Cataluña, pero también en el País Vasco, Navarra, Galicia y cada vez más en Valencia y Baleares). Para dominar no hay mejor instrumento que obligar a hablar a alguien la lengua del dominador. Incrustar en el español todos esos términos catalanes (que cada día son más, y más frecuentes) es otra artimaña para marcar la diferencia, para hacer visible y extender, de modo permanente y cotidiano, esa voluntad de diferenciación simbólica.

Se me objetará que se trata sólo del reconocer la existencia de otras lenguas, de respeto a sus hablantes, de lucha contra la imposición del español. ¿Pero es que una lengua, para existir, necesita imponerse destruyendo y despreciando el derecho de otros a hablar y usar su propia lengua, tal y como ellos quieran?


viernes, 6 de octubre de 2017

¿Y AHORA QUÉ? Ante el desconcierto nacional


(Foto: Fernando Redondo)

Podría escribir otro artículo. Podría repetir lo que he dicho y anunciado desde hace más de treinta años. Podría recoger cientos de afirmaciones escritas en cientos de artículos durante los últimos cinco años (por acotar el tiempo). Podría repetir los gestos de conmiseración con que han sido acogidos mis análisis y vaticinios por muchos, incluidos algunos de mis amigos, los que, aun pensando como yo, me han tachado de exagerado, alarmista, incluso de pirado. Los hechos, sin embargo, han ido dejando cortas mis reflexiones, mis premoniciones, no sólo para darme la razón (pobre consuelo), sino para sacarla de quicio, porque ni siquiera los hechos caben dentro de los márgenes de la razón.

Cuando los hechos empiezan a desbordar a las palabras, entonces significa que hemos entrado en otra fase, otro estado. Cuando se pasa del estado sólido al líquido, por ejemplo, las leyes cambian, nada de lo que vale para tallar una piedra sirve para manipular un litro de gasolina. Las leyes de cohesión, tensión, fluidez o capilaridad, cambian. Pues eso mismo sucede con una sociedad, puede pasar de un estado a otro. Los cambios pueden ser bruscos (una revolución) o lentos y graduales (lo más frecuente) hasta que se hacen evidentes e irreversibles. La paz y la cohesion social, así, pueden pasar de la estabilidad y el equilibrio, a la inestabilidad y el desorden. Los negacionistas, que suelen confundir pacifismo con cobardía, acaban siendo incapaces de distinguir una marea de un tsunami.

No necesito decir que me refiero a España. Pero debo precisar: no sólo a Cataluña. El primer error, el que lo desenfoca todo, es hablar del “problema de Cataluña” como si fuera algo separado o distinto del problema de España. Pensar y creer que lo que sucede en Cataluña no afecta ni influye ni determina todo lo que hoy ocurre en España, es algo que sólo una maniobra de persistente propaganda, de intencionada campaña de adormecimiento, obnubilación e hipnosis colectiva ha podido lograr. Que hoy predomine el relato goebbeliano y nazi sobre lo acontecido en Cataluña el 1-O, transformando una insurrección anticonstitucional en una resistencia heroica del “pueblo catalán”, es algo de una gravedad que supera mis más negros augurios. Pero he dicho que no quiero escribir un artículo. Así que aquí me callo. Es tanta la responsabilidad delictiva de Rajoy y su miserable y cobarde camarilla, que aquí dejo en el tintero la indignación de mi pluma y anestesio con poesía mi lengua:

Aires, aires de mi tierra, da minha terra, de aquel horizonte rojizo manchado de robles y encinas (más allá, las altas montañas), que fue la primera lejanía que mis ojos lograron distinguir en la confusa e inabarcable inmensidad de los campos y riberas que no necesitan más que la luz para existir. Volver a la patria pequeña, a la matria regada por el Cea y luego el Esla y más allá el Duero que acaba en la mar sin límites, atravesando Portugal, que es la misma patria. Amar esta tierra desnuda y sin fronteras, la que es de todos por igual, la que nadie tiene y todos poseen, la que, extendiéndose más allá, encuentra otro mar, al este, y otro al norte, y otro al sur, la España que nos une y nos hace libres.

Frente a la despesperación de esta hora, que acabará siendo trágica, sólo me queda una esperanza, y aquí ya la política olvida su nombre y encuentra su justificación más allá, en los caminos que señala el corazón, y la lucha por la verdad y la razón y el empeño de impulsar un movimiento político de resistencia, que recupere el sentimiento de libertad y dignidad, adquiere su único sentido, que no es otro que volver a ver en el rostro de la patria, o sea, en el de la mayoría de sus ciudadanos, la fe en sí misma (en sí mismos), en su capacidad de reacción ante la deleznable casta política que hoy nos gobierna y domina, un grupúsculo de indeseables corruptos, cobardes y apocados, incapaces mentales, tan engreídos como inútiles.

Sí, hasta el diccionario se fatiga tratando de describir la abyección de quienes han renunciado a devolver la dignidad al Estado, a las leyes, a la libertad, a la igualdad, a la convivencia y a la unión que, si no la persiguen y aplastan, surge de modo natural entre todos los españoles, vivan donde vivan, tengan la ideología que tengan, hablen la lengua que hablen. De todos ellos, de todos nosotros, dependerá que triunfen los sediciosos, los nacionalfascistas, los antidemócratas, los únicos que de verdad usan la violencia, la discriminación y la intimidación contra la mayoría. Se llaman lo contrario de lo que son, pero este engaño, manipulación e imposición del relato cambiado de los hechos acabará desmoronándose. Sí, somos mayoría. Empecemos a creer en nuestra fuerza, por más que nos amordacen unos y otros, independentistas y pusilánimes, atracadores y consentidores.

viernes, 29 de septiembre de 2017

¿DOS ESPAÑAS?

(Foto: Fernando Redondo)


Nos han contado tantas veces eso de las dos Españas que, como la leyenda negra, hemos acabado creyéndonoslo. Repetimos con Machado que al españolito que viene al mundo una de las dos Españas ha de helarle el corazón: la España ultramontana, carlista y fascista, por un lado, y la anticlerical, chequista y soviética, por otro. La Guerra Civil, con sus matanzas cainitas, le dio al mito de esta división irreconciliable fuerza de ley científica. Sus defensores aportan pruebas irrefutables que van desde los Reyes Católicos hasta hoy, pasando por todo el siglo XIX. Basta oír, por ejemplo, no sólo a Iglesias Turrión y a toda la tropa independentista, sino también a Pedro Sánchez, para comprobar hasta qué punto ese discurso renace con la misma y obsesiva insistencia.

¿Pero es así? ¿Existen esas dos Españas, la una caricatura de la otra? ¿Es éste un hecho diferencial, la prueba de una tara histórica que no hemos sido capaces su superar? Voy a decirlo con claridad: No. Ni existen ni han existido nunca esas dos Españas, ni hay esencia metafísica alguna que las justifique. Creer que existe algún rasgo psicobiológico que determina esa clasificación de los españoles en dos bandos enfrentados es tan absurdo e indemostrable como pensar que ha caído sobre nosotros una maldición bíblica o que ese destino infausto ya aparece escrito en los huesos de Atapuerca.

En Francia, en la Revolución Francesa, la Asamblea se dividió en dos grupos políticos, los partidarios del Antiguo Régimen (la derecha) y los dispuestos a acabar con todos sus privilegios para crear la Nación como una unión de ciudadanos iguales (la izquierda). ¿Algún historiador habla del enfrentamiento entre las dos Francias? Confundir esta división política con la existencia de dos Francias irreconciliables y cainitamente enfrentadas, es insostenible, por más que la Revolución Francesa dejó París lleno de cadáveres y cuerpos sin cabeza.

Una sociedad, en momentos de crisis, no se fractura en dos, sino que se va resquebrajando en múltiples grietas, creando incluso algunos abismos insalvables, pero todo ello es fruto, no de ninguna esencia o predestinación genética, sino de la propia evolución entrópica de los acontecimientos y las circunstancias. Podríamos decir, para que se me entienda mejor, que fue la Guerra Civil la que creó las dos Españas, no las dos Españas las que provocaron la Guerra Civil. En cuanto pasa ese estado de excepción que obliga a la formación de bandos enfrentados, la sociedad se convierte en lo que son sus individuos, una sociedad libre, diversa, no dividida en bandas de primates enfrentados, sino en una heterogeneidad de individuos que tienen en común lo único y fundamental: su condición de ciudadanos.

Así que no, no existen esas dos Españas, inventadas por quienes aspiran a aprovechar esa división social en beneficio de sus intereses y ambiciones de poder. Si divides a la sociedad en dos y logras que una aplaste o arrincone a la otra, tienes el camino libre para imponer a toda la sociedad lo que quieras. Cuando un proyecto de este tipo se hace evidente, como es el caso de los separatistas, surge un nuevo mito: el de los reconciliadores, los equidistantes, los pacifistas, los predicadores del diálogo, la tercera España. Hoy, proscrita la palabra España, prefieren hablar de la tercera vía, que es algo así como inventar una vía con tres raíles.

Lo diré sin rodeos: sólo existe una España, la España de los ciudadanos. Esa es la única España que nos une por encima de cualquier diferencia, ya sea social, cultural, lingüística, territorial, religiosa, ideológica, económica o sexual. La condición de ciudadano es lo que nos hace iguales. La fuente única de derecho es nuestra condición política de ciudadanos. Así que no hay derechos históricos, ni territoriales, ni de clase, ni de origen, ni de ningún tipo que convierta cualquier diferencia en privilegio. 

No hay mayor atropello democrático que despojar del derecho fundamental de ser ciudadano al conjunto de españoles. Lo hace Pedro Sánchez al proclamar que lo que hoy es España en realidad son, al menos, cuatro naciones: Cataluña, País Vasco, Galicia y… ¡España! ¿Nadie le ha dicho, ante semejante imbecilidad, que eso que quedaría, ya no sería España, sino una nueva nación recién inventada? Y si, además, eso que quedara, podría volver a trocearse hasta convertir a Madrid, por ejemplo, en una nación (como también ha proclamado uno de sus preclaros seguidores), ¿que eso sería no sólo destruir la España de los ciudadanos, sino todo el Estado de Derecho? Esta izquierda descarriada está dispuesta a pasar de las dos Españas a cuantas Españas se le ocurran. Los de Cartagena ya están preparados para convertirse en la España 51 o la 101, qué más da.

jueves, 21 de septiembre de 2017

ESPAÑA, PROPIEDAD COMÚN DE LOS ESPAÑOLES


(Foto: F. Redondo)

Hay verdades que, a fuerza de ser proscritas, el mero hecho de enunciarlas resulta una temeridad. Estamos inmersos en un régimen de pensamiento totalitario que ha vuelto literalmente imbéciles a la mayoría de políticos, periodistas, intelectuales y opinadores de todo pelaje. Una de estas verdades elementales que nadie, no ya defiende, sino que ni pronuncia, es que España es un bien común propiedad de todos y cada uno de los españoles. Si esta simple e insoslayable verdad, que es un hecho real y legal, se tuviera en cuenta, serviría para desenmascarar a los predicadores de esa basura mental y política llamada plurinacionalidad, derecho a decidir, autodeterminación y demás metástasis del mal nacionalista. Porque como sociedad estamos contaminados, intoxicados por una enfermedad contagiosa, que si bien se manifiesta virulentamente en Cataluña, ya se ha extendido por toda España.

Frente a tanta confusión, abrumados por la propaganda y propagación del virus, los ciudadanos se muestran indefensos y desconcertados. De este ambiente de incertidumbre y agotamiento no puede surgir nada bueno, pues, o se extiende el sentimiento de impotencia y de fatalidad, resignándose a que quienes quieren destruir España logren sus mezquinos propósitos, o bien estalla una reacción violenta, con consecuencias imprevisibles, de quienes no están dispuestos a entregar ese bien común a los depredadores y destructores de nuestra convivencia y el orden social y de derecho que entre todos hemos construido.

Digo que el proceso independentista es un acto de expropiación por la fuerza de lo que es de todos. España es hoy una sociedad moderna, democráticamente organizada, resultado de varios siglos de trabajo, esfuerzo, colaboración y organización de millones de seres humanos que han ocupado y compartido un territorio, estableciendo todo tipo de leyes para defender ese espacio físico, pero también para organizar un orden social, económico y político común. Cataluña ha formado y forma parte inseparable e indistinguible de este proceso.

El bien común, por su naturaleza, es indivisible, y su propiedad, por lo mismo, no puede ni privatizarse ni trocearse. El bien común lo constituyen aquellos bienes y recursos necesarios para el bienestar y la supervivencia de todos, como, por ejemplo, los ríos, las montañas, los bosques, el aire, el sol, el subsuelo, las costas, la pesca, la fauna, la flora, la biodiversidad, etc., por hablar de condiciones físicas y ecológicas en las que se desenvuelve nuestra existencia.

Pero también forman parte del bien común las infraestructuras que permiten el desarrollo humano, la producción y los intercambios sociales: la red de comunicaciones (carreteras, puertos, aeropuertos, ferrocarriles…), la red eléctrica e informática, el suministro de combustibles, etc. O los bienes y medios que aseguran nuestra salud (hospitales, centros de asistencia, acceso a medicamentos), la educación (escuelas y centros de enseñanza), la propiedad privada, la seguridad y defensa (ejército, policía, fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado), la protección jurídica (justicia, leyes), la protección social y del trabajo (Seguridad Social, pensiones, ayudas sociales), la conservación y protección del patrimonio común (natural, histórico, artístico y cultural) y, en general, el Estado, con todo su aparato y sus medios, forma parte del bien común. (El Estado sólo tiene un fin: promover y defender el bien común). 


El nacionalismo catalán, de naturaleza fascista, xenófobo y totalitario (parece que muchos ciudadanos empiezan a darse cuenta de ello), pretende llevar a cabo un acto de expropiación, apropiación y ocupación por la fuerza de una parte de España, controlar un territorio que es propiedad común, del mismo modo que lo es Extremadura, Navarra o las Islas Baleares. Ni Cataluña es de los catalanes, ni Extremadura de los extremeños, ni Navarra de los navarros. La condición de ciudadanos no sólo nos otorga el derecho, sino establece el deber de defender el bien común ante cualquier atropello, usurpación o privatización, ya sea por parte de un atracador, un colectivo, una empresa o un Parlamento. Esto es lo que todavía no han entendido los ciudadanos ni, lo que es más grave, el Gobierno.

Tenemos la obligación de defender y preservar el bien común porque si no lo hacemos estamos consintiendo el robo, la rapiña y la expropiación de algo que es de todos, y tanto da que sean cien mil o un millón los depredadores, aquí ninguna cantidad puede invalidar un derecho que es de todos. Los catalanes, sean mayoría o minoría, no son dueños de Cataluña, como no lo son los andaluces de Andalucía. Sólo lo son en tanto que españoles. No puede haber bien común sin igualdad. España, repitámoslo, es el bien común irrenunciable de todos los españoles. Por lo tanto, Cataluña también lo es.































viernes, 15 de septiembre de 2017

IMÁGENES AL TUNTÚN

(Foto: S. Trancón)

Como tengo tantos temas sobre los que podría hilvanar o tejer este texto, pasquín, hoja volandera o volátil, voy a hacer un experimento y escribir, hablar, farfullar o balbucir sobre las primeras imágenes que me lleguen a la cabeza, a esa inasible pantalla interna que no cesa de emitir en onda corta, día y noche, reclamando nuestra atención. Me ahorro el esfuerzo de tener que discriminar y elegir un tema relevante, siéndolo casi todos y, por lo mismo, ninguno verdaderamente importante. Así que voy a ello.

Imágenes al tuntún, expresión que al parecer viene de “ad vultum tuum”, o sea, a bulto, a voleo, donde el “tuum” puede resultar sutilmente obsceno. La primera imagen que me llega del fondo de la retina es la de Inés Arrimadas, a la que, después de verla en el circo del hemiciclo catalán dirigiéndose a la turbia Forcadell, juntando las manos, suplicante y mística, no puedo dejar de llamar en adelante sor Inés Arrimadas, envuelta en una aureola de inocencia que hasta puede quedar muy arrebatadora en un cuadro de la purísima concepción. Con qué elegancia junta las manos y las empuja una y otra vez hacia delante, queriendo ser incisiva, pero vista de lado resulta implorante, ella abajo, la otra monja, sor Forcarell, arriba, con el rostro ya indeleblemente agrio y avinagrado, negándole lo que suplica, no sabemos qué. 

No puedo menos que trasladarme del icono al sema, del diseño a la semántica, y es aquí donde sor Inés se me diluye como azucarillo, pues últimamente es un manantial de agua clara, tan cristalina como insípida. Con el tsunami fangoso que hoy inunda Cataluña, su actitud, y de la su jefecillo Rivera, resulta tan extemporánea, ucrónica y deslocalizada, que sólo puedo interpretarla como un arrebato místico. Sigue exigiendo el diálogo, el buen rollito, el que esto no es más que una farsa y etcétera, predicadores de la tercera vía de la derecha, cada día más parecidos a la tercera vía de la izquierda, Rajoy en medio. 

Pero pasemos, al menos, a otra imagen, esta casi de refilón, porque me llegó mientras tomaba un café mañanero. Es eso que llaman “ofrenda floral” a Rafael Casanova, ese español que decía luchar por España defendiendo Barcelona de las tropas borbónicas, y que no murió en ningún asalto, sino 30 años después en su cama, pero al que han convertido en protomártir independentista los impulsores de la Cosa Nostra catalana. Bueno, pues lo que las imágenes de los floristas y filibusteros y arcedianos de la ofrenda me llega, sobre todo, es la cutrez, la zafiedad estética de esos paneles que depositan los oficiantes con suma reverencia en las aceras del monumento. Todos con las siglas de su botica de ultramarinos y matasuegras, a cual más meapilas, laicos, pero todos bendecidos con agua de Montserrat, mientras suena, con sones asardañados, ese himno de los Segadores plagiado de una salmodia judía. Arcádico, pero de arcadas. 

¿Más imágenes? El flequillo imposible de Puigdemont, voz de lija y espardeña, mirada de trapo turbio, el brillo ausente del cristalino, que en esas cuencas desconfiadas pierde su nombre. ¿Y de Rajoy haciendo “running”? Torpe voluntarismo asmático que lucha contra el apoltronamiento de su cuerpo y esquía con palos imaginarios, brazos de raqueta, rígidos, puños sin dedos, movidos por hilos invisibles como muñeco de guiñol. 

¿Otras? La turbadora imagen de ese padre en estado de shock, que ha perdido a su hijo atropellado por el terrorista de las Ramblas, y va y lo llevan a Ripoll y se pone a abrazar y consolar a un imán que vaya usted a saber lo que predica, con su jubah y su takiyab a la cabeza, que llora muy compungido, y seguramente con sinceridad, pero que no, que no es ese el gesto natural y humano de un padre consciente de lo que le ha ocurrido, y no se le puede pedir en ese preciso momento que se preste a un acto de propaganda nauseabundo, tan manipulado, tan obscenamente exhibido, mientras no hemos visto, no ya una lágrima, ni siquiera el rostro de ningún otro familiar de ninguna de las otras quince víctimas. En cambio, sí, nos han incitado a que sintamos el horrendo dolor de las madres y hermanas de los asesinos, a los que generosamente se les dará una ayuda suplementaria para superar el trauma provocado por sus hijos, pobres hijos descarriados, también.

Oh, con esta imagen se me han agitado los circuitos neuronales y debo cuidarme, no despertar la ira de los nuevos curas y apóstoles y predicadores de la paz islamocatalana, o mejor, la “pau”, que en español hasta la paz está prohibida. Así que al tuntún acabo.


jueves, 7 de septiembre de 2017

TITULARES DE PRENSA



Los periodistas saben que su poder se basa en los titulares. El poder de los titulares es el poder de la prensa. Los titulares venden porque influyen: no sólo marcan y enmarcan la actualidad, sino que la crean. La actualidad se convierte así en la única realidad importante. Dame un buen titular y quédate con todo lo demás.

Nuestro cerebro vive en una permanente sobreexcitación, si se para un segundo, se muere. Las neuronas son como las hormigas o las abejas, no cesan de agitarse. La glucosa es su droga: la consumen vorazmente. Dos impulsos las guían. Por un lado, un sistema de alerta: cuanto más cambiante e imprevisible es el entorno, mayor atención absorbe y más superficial su percepción. Somos débiles, frágiles; ni siquiera tenemos un caparazón para proteger nuestros órganos interiores, ahí donde se trajina todo. Así que hay que tener mucho ojo, cientos, miles de ojos para que no nos atropelle un coche, una bicicleta, no nos intoxiquemos con un boquerón en mal estado, no digamos una palabra de más y nos ganemos un enemigo para toda la vida.

La segunda fuerza que impulsa a las neuronas es la búsqueda de recompensa, de placer, de endorfinas y toda esa retahíla de sustancias que han descubierto los científicos husmeadores de nuestros fluidos. Hay placeres que simplemente son compensatorios, apaciguadores de la angustia, creadores, confirmadores de un entorno de seguridad. Las ideologías religiosas y políticas cumplen muy bien con esta función.

Si es cierta mi teoría de la sobrexcitación neuronal (nuestro cerebro no descansa ni durmiendo), los titulares sirven para mantener activo este sistema de alerta y recompensa. Nuestro cerebro está casi todo él “ideologizado”, así que interpretamos los titulares en función de ese sistema cognitivo interiorizado que ayuda a movernos por el mundo con rapidez y sensación de control. El éxito de un medio de comunicación es, o complacer a los seguidores de una ideología, o jugar a atraer a ideologías más o menos opuestas, aunque eso suponga contradecirse, pero para eso siempre se puede apelar a la “objetividad y neutralidad informativa”.

Voy a aplicar esta hipótesis a los titulares de hoy. La Vanguardia se inclina por complacer a los de la tercera vía y enfriar un poco a los secesionistas: el fiscal general dice que amparará﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽general dice que ecesionistas: or complacer a los de la tercera vça, creadores de seguridad, confirmadores de un entoná a los funcionarios ante el 1-O: “nadie sufrirá por cumplir la ley”. Fíjense que el fiscal no apunta a los que se saltan la ley y montan un golpe de Estado, sino a los pobres funcionarios que no sabrán qué hacer, si cumplir la ley impuesta por los golpistas o la tambaleante del Estado. Confusión, fruto de la más deleznable cobardía. ¿No dijo ya Puigdemont ayer que ir contra su golpe de Estado e impedir las urnas, sería dar un golpe de Estado? ¡Toma ya! Franco tampoco dio un golpe de Estado, sólo se levantó contra el golpe de Estado que habblica.﷽﷽﷽﷽ Reppe de Estado que habgolpe de Estado, sino que se levantan te del Estado.pobres funcionarios que no sabrde un entonía dado la República.
Seguimos con la Vanguardia. Maroto: “No explicar las medidas contra el 1-O es una parte de la estrategia del Gobierno”. El mantra apaciguador de Rajoy: astucia, prudencia, proporcionalidad. ¿Y si en realidad no hubiera estrategia, ni táctica, ni nada de nada, sino un “ya veremos”, como vengo sosteniendo? Debería existir un plan claro, conocido, bien preparado, pero eso supondría encarar el problema, no desde el inmediatismo de los titulares, sino desde la responsabilidad y la valentía, cosas que tendremos que ir a buscar a otra galaxia, no bajo los faldones del PP.

Sánchez: “Antes y después del 1-O Catalunya seguirá siendo España”. Tranqui, Jordi, tranqui. El de “todas las naciones son España”, el valedor de quien asegura que “Madrid es una nación”, nos dice que él arreglará el tinglado, los títeres de maese Pedro. Y Albert Rivera, el nuevo apaciguador: “Acabarán inhabilitados y creo que debe ser así”.  Atentos a la lítotes: “creo”. Ya dijo que los que silbaron y abuchearon al Rey en la manifestación de Barcelona eran unos pocos “maleducados”… Tan fino, acaba siendo relamido. Más: “Manifiesto en Catalunya en Comú contra el 1-O”. Fijémonos en que dice “en” y no “de” Catalunya en Comú, porque se refiere a unos 300 militantes que discrepan de la línea de Colau, que va a celebrar con Iglesias el 11-S para apoyar “la soberaa de Catalunya"o sabrde un entoncon Iglesias el !s que discrepan de la ltacia, no bajo los faldones del PP. e no sabrde un entonnía de Catalunya”.


Podría seguir con otros titulares y otros periódicos. Se titula para llamar la atención. La atención se atrae complaciendo y reafirmando las ideologías de los lectores. Quien se quiera informar, que piense y reflexione por su cuenta, que ponga entre paréntesis su ideología. Que depure, que no se deje arrastrar por los titulares. Que alimente sus neuronas con sus propios mensajes, su propio néctar. 

miércoles, 26 de julio de 2017

LA LIBERTAD COMO ILUSIÓN


Ilusión tiene un sentido negativo (algo que parece real pero no lo es) y otro positivo (algo que provoca entusiasmo y esperanza). Sólo en español adquiere este sentido positivo, y quizás por eso podemos pasar tan fácilmente de ilusionado a iluso, de visión a alucinación, de ideal a utopía, del ensueño a delirio. Cervantes construyó con esta dualidad a don Quijote y logró describir esa inquietante propensión a ir de un extremo a otro sin solución de continuidad, que es quizás el rasgo histórico que define mejor al español.

(Angela T. Galisteo)
De todas las ilusiones, la que más me interesa es la ilusión mental. Me refiero a esas ideas y creencias que tomamos por reales aunque nunca nos hayamos parado a comprobar si son o no meras ilusiones. La que más arraigo tiene, quizás porque no podamos vivir si ella, es la ilusión de libertad. El sentido de identidad individual se fundamenta en la ilusion mental de que somos lose fundamentas en la ilusia comprobar si no son meras ilusiones.itar que, como ocurris en disputa son ón mental de que somos dueños de nuestras ideas y pensamientos y que, por lo mismo, las decisiones que tomamos cada instante nacen de nuestra voluntad.

Si algo me ha enseñado la vida es que ni nací libre, ni soy ni seré nunca libre y que, sin embargo, necesito ser libre, creer en mi libertad, luchar por ella y ejercerla tanto como necesito respirar. Precisamente porque la libertad es una ilusión, por un lado no me hago ilusiones sobre ella (que es tanto como no hacerlas sobre mí mismo y mis poderes), pero, como también es un anhelo necesario, no dejaré de construir dentro de mi mente un espacio libre de prejuicios, de ideas impuestas, de hábitos y automatismos: esta es mi verdadera libertad, la libertad de pensar y juzgar por mí mismo en función de lo que veo, lo que siento, lo que sé y lo que razono.

Sólo cuando uno se toma a sí mismo como lo que es, un ser único e intransferible; sólo cuando uno se responsabiliza de su individualidad, puede compartir con otros sus ideas, contrastarlas, discutirlas, despojarlas de toda imposición y dogmatismo, que es lo contrario de la libertad. Responsabilizarse de las propias ideas exige un estado de permanente vigilancia para no dejarse arrastrar por la tendencia al gregarismo, la adaptación al grupo, la acomodación al entorno, el miedo a la exclusión y el aislamiento.

Observo a muchos que me rodean y pienso que serían capaces de morir por unas ideas que no son suyas porque jamás se han parado a despojarlas de la ilusión de verdad que encierran; capaces de entregarse con una pasión desbordada a defender ideas que otros han metido en su cabeza y en las que creen con fe ciega; seres que se creen muy libres mientras reaccionan como autómatas en cuanto alguien pone en duda sus creencias.

Aspiro a ser cada día más libre, o sea, a tener ideas propias, construidas sobre la objetividad y la razón; ideas libres, que sólo ellas pueden ser liberadoras; ideas descontaminadas, que no me obliguen a aceptar lo que otros dicen por miedo al rechazo, al chantaje de la inseguridad. Aspiro a tener cada día más ideas y menos ideología, porque las ideas pueden ser propias, pero la ideología es siempre colectiva. Compartir ideas sin necesidad de defender una ideología, porque el paso de ideología a creencia, y de creencia a dogma, es casi inevitable. La clave está en no confundir las ideas con la persona, romper esa tendencia perversa a identificarnos con nuestras ideas, haciéndolas carne de nuestra carne. Yo soy mucho más que mis ideas, y más cuando se convierten en creencias y dogmas a las que entrego mi seguridad. Porque cuanto más inseguro, más dogmático.

Al no darle valor objetivo a las ideas, al confundirlas pegajosamente con nuestras emociones y nuestra identidad, acabamos convirtiendo cualquier idea en opinión, o sea, en una idea de mi propiedad. Contradecirla, por lo mismo, es atacar a la persona, despojarla de algo que le pertenece. Pero no, las ideas, una vez expresadas, ya no son de uno, son de cualquiera que las analice, discuta, acepte o rechace.

Apliquen estas reflexiones a la política dominante, donde toda idea (incluso buena) acaba convirtiéndose en opinión, ideología, dogma, religión y secta. Vean a los ultraseguidores de Podemos, de Pedro Sánchez, de los nacionalistas, euskaldunes y galleguistas; a los antisemitas propalestinos (siempre disfrazados de antisionistas), a los antitaurinos hispanófobos, los animalistas agresivos, a la policía política del movimiento LGTBIQ, a los chavistas, los monederistas, los ultraliberales, los antiabortistas o, de modo extremo, a los islamistas y sus defensores. Todos, por supuesto, se creen muy libres, incluso defensores de la libertad. Ilusos, pero peligrosos.