Revisando uno de mis antiguos cuadernos encontré esta breve historia que lleva la fecha de 17 de noviembre de 1990:
Me cuenta que siendo niña, un día se puso a buscar a su madre por toda la casa y no la encontró. Preguntó por ella y le dijeron que no vendría. No lo creyó, y se puso a esperarla a la puerta de la casa. Se quedó allí mucho tiempo, sentada en el suelo. Nadie podía hacer que entrara en la casa. Llegó la noche y continuó allí, esperándola, hasta que se durmió. Volvió a preguntar por su madre al día siguiente y le contestaron lo mismo. Ella tampoco les creyó y volvió a sentarse a la puerta de la casa a esperarla. Y se durmió de nuevo y pasó allí toda la noche. Al día siguiente volvió a hacer lo mismo, y al siguiente, y al siguiente, así hasta que se convenció de que no volvería. Al cabo de un mes, su madre volvió del manicomio. No reconocía a sus hijos, a ninguno de sus cinco hijos. Entretanto, su padre tampoco aparecía casi nunca por casa. “Andaba borracho con alguna de sus queridas vete tú a saber por dónde”, me explicó.
Recuerdo ahora a esa niña, la imagino en la puerta sentada, acurrucada como un pajarillo, obstinada y enfurecida, conteniendo las lágrimas, aprendiendo a sufrir la ausencia, la pérdida real y simbólica de la madre, preguntándose por el orden y el sentido del mundo, incapaz de encontrar una respuesta. ¿Quién, de niño, no recuerda haber esperado inútilmente algo? La veo a ella, aunque no la conocí de niña, pues cuando me contó esta historia ya no era joven, aunque conservaba las facciones de niña. Tenía dos hijos y era profesora de la Universidad, como lo había sido su padre. En contra de lo que podríamos suponer, provenía de una familia acomodada. La miseria humana y moral no es patrimonio de los pobres, por más que nos guste imaginarla siempre, lejos de nosotros, en ambientes degradados. Pues no, a veces está a la puerta de nuestra casa, incluso dentro.
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