¿Con qué se vota? ¿Con el corazón? ¿Con la cabeza? Por un lado está la imagen del votable: ¿qué nos dice su pinta, su aspecto, su rostro? Es la primera impresión. Influye mucho. No vemos sólo una imagen: nos proyectamos sobre ella y la interpretamos según nuestra propia teoría “fisiognómica”. Cada uno ha elaborado la suya a lo largo de los años, desde sus primeras experiencias infantiles. De niños nos gusta observar a los demás, necesitamos aprender a predecir su conducta.
El
resultado es un “me gusta, no me gusta”. Filtramos toda la información y la
sintetizamos en esa dicotomía. La sobrevaloración de la imagen tiene su
fundamento en este modo simple de valorar y juzgar al otro. Un rostro
simétrico, agradable y atractivo tiene, en principio, una mayor predisposición
al “me gusta” que al “no me gusta”. ¿Pero basta esto para decidir el voto?
Está
claro que no. ¿Es agradable el rostro de Aznar, de Rajoy o de Esperanza
Aguirre? Haciendo una estadística a ojo de buen cubero, parece que a los
votantes de la derecha no les importa mucho esa teoría fisiognómica de la
simetría y el gusto. Tampoco les importa a los de Esquerra Republicana, por
poner otro ejemplo a vuela tecla. Hay que combinarla con otros factores. Puede
no gustarnos alguien y reconocer, sin embargo, su valía, su capacidad o su
talento. A mí me pasa con Messi. Su cara y su pinta no me gustan, pero admiro
su habilidad y talento futbolístico.
Así
que, aunque haya un porcentaje de votantes que no pasa del “me gusta, no me
gusta”, la mayoría buscamos otros datos que confirmen o desmientan esa primera
reacción emocional. Si no nos gusta alguien y nos convence por otros motivos
(sus ideas, su trayectoria, su modo de hablar, el partido al que representa,
etc.) tendemos a buscar la coherencia o consonancia cognitiva, y acabamos
viéndole más agradable o atractivo. Lo mismo pasa en sentido contrario, cuando
alguien nos gusta a primera vista, pero luego conocemos sus ideas o su conducta
y nos vemos obligados a modificar la imagen que nos habíamos hecho de él.
Así
que votar es resolver el dilema de “me gusta, no me gusta”. No tenemos más
remedio que combinar el “quién, qué dice y cómo lo dice”, con el “qué hace”,
“qué piensa” y “qué siente”. No es fácil, da mucho trabajo. En los últimos años
hemos comprobado que la política está llena de trapaceros, mentirosos,
ladrones, corruptos y psicópatas. Algunos de rostro avieso, otros angelicales. Cualquiera
se fía.
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