En
mi anterior artículo reivindicaba la obra de los judeoconversos destacando su
influencia decisiva en el origen y desarrollo la literatura y cultura española.
El fenómeno, que sólo ha sido estudiado parcialmente, tiene gran importancia
para comprender el pasado, pero también para interpretar el presente.
Ya dijimos que el fenómeno converso
es muy complejo y que sólo adquiere sentido al considerarlo en su conjunto.
Estamos hablando de un largo período que va de mediados del XIV a finales del
XVII, pero cuyas consecuencias se prolongan hasta hoy. Durante este tiempo las
circunstancias sociales fueron cambiando y obligando a los conversos a enfrentarse
a distintas formas de persecución e intolerancia.
Aunque obvio, es necesario decir que no existirían
judeoconversos si no hubiera habido leyes antijudías, persecuciones, asesinatos
y matanzas promovidas en nombre de la religión. Sabemos que los motivos
religiosos encubrían todo tipo de intereses políticos y económicos, pero
también factores ideológicos y psicológicos, desde la envidia al miedo al
diferente, de los estereotipos y prejuicios raciales a la construcción del
enemigo expiatorio.
Dejando de lado las conversiones de
la época medieval, forzadas por persecuciones y amenazas (visigodos a partir del
586 y almorávides y almohades en el siglo XII), hemos de situarnos a mediados
del siglo XIV para empezar a hablar de la existencia de judeoconversos como
grupo social diferenciado. Hasta entonces, gracias a la protección de los reyes
y nobles (con los que se mezcló una minoría judía poderosa y muy influyente que
a su vez protegió a la comunidad hebrea), la presencia judía era “tolerada” y
no causaba ningún problema social importante. Es a partir de la guerra civil
entre Pedro I y Enrique de Trastámara (que acabó en 1369) cuando el destino de
los judíos españoles empieza su declive definitivo, porque por primera vez se
utiliza el antijudaísmo como arma política provocando el asalto de sinagogas y
el asesinato de judíos. Poco antes, en 1348, ya había ocurrido lo mismo al ser
acusados los judíos de propagar la Peste Negra. Fanáticos predicadores como el
arcediano Ferrán Martínez no cesaron en su labor de furibunda persecución, lo
que desembocó en las revueltas de 1391, que se iniciaron en Sevilla y se
propagaron por toda España causando la muerte a miles de judíos. No sabemos
cuántos, pero sólo en Sevilla seguramente pasaron de 3.000.
Este acontecimiento es sin duda un hecho decisivo para entender el fenómeno
converso. Cuando alguien está a punto de ser degollado y sabe que su única
salvación consiste en pedir a gritos el bautismo, ¿qué es lo que puede hacer?
Ya Maimónides había defendido la conversión externa para salvar la vida, si
bien con el propósito de poder escapar a un lugar donde se pudiera volver a
practicar la fe. Él huyó, pero en 1391 la mayoría quedó atrapada y no pudo
hacerlo. ¿Cuántos se bautizaron entonces? No lo sabemos, pero algunos autores
hablan de más de 100.000.
Tenemos, por tanto, a partir de esta fecha, a la comunidad judía dividida
en dos: los conversos forzados y aquellos que han podido seguir manteniendo su
fe al refugiarse en aquellos reinos, ciudades y pueblos donde la persecución
fue menor, como el Reino de León o Navarra. Esta situación favoreció que la
mayoría de conversos acabara “judaizando”, o sea, manteniendo su adhesión al
judaísmo al relacionarse con la otra mitad que poco a poco volvió a practicar
sus rezos y ritos públicamente al no estar prohibido por ninguna ley. Esta
situación de coexistencia se prolongó durante casi un siglo, amparándose en
cierta protección de la monarquía que necesitaba a los judíos y conversos por
ser su principal apoyo económico, no sólo como recaudadores de impuestos, sino
por sus aportaciones y préstamos millonarios.
Los judeoconversos del siglo XV anteriores a la creación de la Inquisición
de 1487 pudieron mantener, por tanto, sus vínculos con el judaísmo a través de
familiares y amigos, pero también porque el judaísmo era todavía visible en las
juderías y sinagogas. Aunque clandestinamente, tendrían acceso a los libros,
ritos y prácticas judías. La presión social y popular, azuzada por el clero,
sin embargo, volvería cada vez más problemática y arriesgada esta conducta, que
debía de estar muy extendida, ya que es este el motivo principal por el que se
crea la Inquisición: impedir que los cristianos nuevos judaizaran a causa de la
influencia de quienes seguían siendo judíos. Con la expulsión, pocos años
después, se pretendió acabar definitivamente con el problema.
Debemos situarnos en la mentalidad de la época. Hasta ese momento el
catolicismo oficial aceptaba que existieran “infieles”, o sea, creyentes de
religiones como el judaísmo o el islam, a las que consideraba equivocadas o
pervertidas. El cristianismo era la única fe verdadera, que había que propagar
por todos los medios. Para lograr la conversión había dos métodos: la fuerza y
la predicación. Después de la ola de terror de 1391 se intensificó el método de
la predicación y la persuasión. Vicente
Ferrer encabezó este empeño. Los judíos trataron de defender su fe esgrimiendo
argumentos bíblicos, especialmente en contra de la supuesta llegada del Mesías
en la figura de Cristo. Se dio mucha importancia a este combate dialéctico. Se
trataba de una batalla simbólica de la que debía salir derrotado el judaísmo a
fin de convencer a la mayoría de judíos de que renegaran voluntariamente de la
“ley de Moisés”. La gran Disputa de Tortosa (1413-1414) supuso la derrota oficial del
judaísmo como doctrina y su deslegitimación teológica. Paradójicamente,
no fueron cristianos viejos, sino antiguos judíos los que impusieron sus tesis
antijudías con mayor retórica, virulencia y teatralidad. Los principales rabinos
acabaron convirtiéndose al final de la Disputa. Este hecho tuvo una repercusión
enorme, produciendo una desmoralización y postración en toda la comunidad
judía. El Decreto de Expulsión de 1492 acabó de decidir el destino de los
conversos resistentes, que quedaron no sólo aislados y perdidos emocional y
mentalmente, sino marcados por la sospecha, sometidos a una vigilancia obsesiva
y condenados a la marginación y la exclusión tras la imposición de los
estatutos de limpieza de sangre que se iniciaron en la revuelta antijudía de
Toledo en 1449 y se extendieron a partir de 1482.
Lo que sorprende de esta dramática historia, cuyo resultado
más previsible hubiera sido la total erradicación de fenómeno judío en España,
es que los conversos siguieran manteniendo una vinculación mental, psicológica
y cultural con la tradición judía, incluso más allá de sus creencias y
actitudes conscientes; que ni las hogueras ni los sambenitos lograran su
aculturación ni borrar la huella de sus antepasados; que interiormente vivieran
esta escisión entre los dos mundos como un estímulo creativo que les impulsó a
buscar nuevas formas de estar en el mundo, de encarar los misterios de la fe y
el anhelo de trascendencia; que la tensión y el desarraigo social y cultural
les llevara a desarrollar un mundo interior que acabó alumbrando la mentalidad
moderna, el pensamiento libre, la racionalidad laica, el espíritu crítico y la
preocupación social.
Cada autor judeoconverso es un mundo inexplorado lleno de
deslumbrantes creaciones personales. Leerlos hoy desde la perspectiva que
señalo es una experiencia llena de emoción y enriquecimiento espiritual y
humano. Su obra está ahí, a la espera de nuestro descubrimiento y estudio. No
hablo sólo de autores muy conocidos como Cervantes, Fernando de Rojas, Luis
Vives, Juan de Mena, Góngora, Gracián, Tirso de Molina, Mateo Alemán, Antonio
de Nebrija, Juan Valdés, Andrés Laguna, Juan de la Cruz o Teresa de Jesús, a
los que redescubriremos si tenemos en cuenta su condición de judeoconversos,
sino de cientos de otros autores cuya lista no podemos aquí reproducir, pero de
la que daré sólo algunos nombres limitándome a los nacidos en el Reino de León
entre finales del XIV y principios XVI, a los que he empezado a estudiar con
motivo de la III Conferencia Internacional sobre el Legado Judío de Zamora,
donde presenté una ponencia titulada “Literatura de judeoconversos de origen
leonés”: Clemente Sánchez de Bercial, Alonso de Zamora, Juan del Encina, Jorge
de Montemayor, Andrés Pérez de
León, Lucas Fernández, Gómez Manrique,
Martín Martínez de Cantalapiedra, Gaspar de Grajal, Fray Cipriano de la Huerga,
Fray Bernardino de Sahagún, Luis de Carvajal, Francisco López de Villalobos,
Cristóbal de Villalón, Antonio de Torquemada… Es una pequeña muestra referida a
una zona geográfica limitada que tuvo como característica el haber sido lugar
de refugio de muchos judíos y conversos antes y después de 1492, lo que
explicaría el hecho de que la mayoría de estos autores haya nacido en pequeños
pueblos donde les resultó más fácil la ocultación y la supervivencia. Otro dato
que hace más fascinante su peripecia personal.
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