Comentó
el otro día Luis Díaz Viana, en una librería de Madrid, en la presentación de
su excelente libro de poemas “Paganos”, que la sociedad actual había cambiado,
con relación al pasado, en tres aspectos fundamentales: el tiempo, el espacio y
la memoria. El tiempo ya no es el lento transcurrir de las horas y los días,
sino la vertiginosa sucesión de lo inmediato. El espacio ya no es ese entorno
que abarcamos con la mirada y recorremos a pie, sino un laberinto fragmentado
de calles sin horizonte. La memoria, que se asienta sobre el espacio y el
tiempo, ya no es el recuerdo de nuestra vida unida a la vida de nuestros
antepasados, sino una caótica acumulación de estímulos efímeros y sin sentido.
La irrupción, primero de la televisión, ahora de internet,
ha trastocado radicalmente el concepto y la vivencia del tiempo, el espacio y
la memoria. El efecto ha sido, aparentemente, una intensificación de la vida,
un enriquecimiento de las emociones, un mayor contacto y conocimiento del
mundo. Sin embargo, hay un elemento esencial que no debemos ignorar: el “efecto aturdimiento”, la compulsión neurótica que produce la sucesión ininterrumpida
de estímulos que exigen una atención volátil, la necesidad de una desfocalización
constante para poder atender a todo lo que pasa fugazmente ante nuestros ojos y
oídos.
Nuestro cerebro, individualmente y como especie, está
cambiando. No soy neurólogo, pero aventuro que aumentará nuestra “superficie”
gris, pero seguro que disminuirán los surcos y circunvoluciones cerebrales. Si
todo ha de ser procesado más rápidamente, habrá que acortar distancias y evitar
la “profundización” de las conexiones. Nuestros nietos parece que están
condenados a la “superficialidad” de todo: conocimientos, recuerdos, vivencias,
amores, trabajo y responsabilidad. ¡Vivirán más, eso sí!
Pero yo quería traer estas metafísicas reflexiones a
propósito de cosas mucho menos sesudas. Por ejemplo, aventurar hacia dónde va
nuestra situación política. Observo aquí el mismo fenómeno. Hemos entrado en
una nueva era político-mediática: el tiempo, el espacio y la memoria, de puro
acelerarse, ya no son más que una obsesiva y compulsiva repetición. Si el
tiempo es sólo un efímero instante, si las referencias del pasado se diluyen
porque es imposible recordarlas, entonces el futuro se inmoviliza. Si el
espacio está contenido en una pantalla, si ya no necesitamos recorrerlo para
experimentarlo, lo único que importa es que ese mundo virtual no deje de
estimular nuestra retina.
Vivimos atrapados por la compulsión mediática, la
sobreexcitación de estímulos superficiales, todo lo que se mueve ininterrumpidamente
en la pantalla grande del salón o la pequeña del teléfono, la tablet o el
ordenador. La compulsión es un impulso insaciable, una excitación neurológica
que vive de la excitación misma. Necesita estímulos como un bulímico la comida
o un yonqui la droga. La política ha entrado en la misma lógica de la
compulsión mediática.
Pero incluso este perverso mecanismo de permanente estimulación
superficial tiene un límite: la saturación. La tolerancia, la progresiva
pérdida de los efectos estimulantes, exige elevar el umbral de excitación. Aquí
se impone un límite natural que ni nuestros “excitadores” mediáticos, ni
nuestros políticos “mediatizados” son capaces de superar. Más aún: son tan
incapaces como mediáticos y mediocres, incluso más mediocres que mediáticos.
Por eso nos hartan, por eso estamos hartos de ellos y de sus gestos, de sus
palabras tan repetidas como previsibles, de su miserable tacticismo, de su
mente de marmota, tan insustancial, tan sin tiempo, sin espacio, sin memoria.
Hartos de Iglesias y sus hombros encogidos, de Errejón y su elevación de cejas,
de Sánchez y su sonrisa repujada, de Rajoy y su mirada extraviada, de Rivera y
sus manos reiterantes. Ya son sólo gestos, gesticulaciones, imágenes
petrificadas. No las resucita ni el histerismo de Iceta. Le llaman bloqueo. Es
pura necedad, tan insulsa como engreída, tan mediática como mediocre.
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