(Foto: A.T.Galisteo)
Si hablo en español, y no en catalán, yo jamás digo ni escribo Generalitat, sino Generalidad, Gobierno catalán, nunca Govern català, Presidente y no President, Parlamento y no Parlament, Estatuto y no Estatut, Mozos de Escuadra y no Mossos d’Esquadra. Pero tampoco digo Lleida, sino Lérida, no Girona sino Gerona. Lo hago por las mismas razones por las que no digo ni escribo London, sino Londres, Alemania y no Deutschland, Moscú y no Moskva.
Que se hayan llegado a imponer exclusivamente nombres catalanes o gallegos o vascos, cuando desde siglos existen nombres en español, es una prueba de imposición lingüística, de una claudicación y sumisión totalmente injustificada. Como hablante del español, y por pura reacción ante cualquier forma de imposición, me niego a utilizar términos que, por el mero hecho de usarlos forzadamente, ya suponen la aceptación de una dominación lingüística. Sería igualmente inadmisible que yo obligara a decir Lérida en lugar de Lleida, a escribir España y no Espanya, o León en lugar de Lleó, cuando alguien se expresa en catalán.
Respetar estos usos de la lengua respectiva es respetar a sus hablantes. No hacerlo, es imponerse sobre ellos, es obligarles a que hagan un acto de reconocimiento y pleitesía obligatorio, renunciando a sus términos naturales, para usar otros a contrapelo. Se me dirá que esto es ir demasiado lejos, que es ver fantasmas donde no hay más que un gesto de buena voluntad, de reconocimiento de quien habla una lengua distinta. Pero violentar de este modo los usos naturales de una lengua para imponer los de otra no es, sin embargo, algo inocente ni inocuo. Primero, porque crea una confusión fonética y morfológica que no sirve más que para debilitar las normas de una lengua al someterla a las de otra. La “G” de Girona, por ejemplo, deja de ser el fonema “j” para convertirse en otro que no existe en español (fricativa postalveolar sonora). El sistema vocálico y el consonántico son diferentes. Obligar a hacer una excepción en la norma va contra un principio fundamental en el uso de las lenguas: el principio de economía. Nunca una lengua obliga a los hablantes a esfuerzos innecesarios.
Pero en el caso que nos ocupa existe otro elemento determinante: el acto de hablar se convierte en un acto político, en una acción política. El habla deja de ser un acto libre y comunicativo para convertirse en un hecho político, en la afirmación o negación de una posición política. El mero hecho de hablar de un modo u otro te delata, te señala, te coloca en un bando o en otro. Esto es algo aberrante en sí mismo, una perversión de la función del lenguaje. Si un poder político llega a inmiscuirse y a imponerte estos usos lingüísticos, ese poder está dando muestras inequívocas de su voluntad totalitaria. Ya ha penetrado en tu mente, en tu conciencia, en tu modo de presentarte y relacionarte con los otros, poniendo, de entrada, una barrera, obligándote, de entrada, a un acto de reconocimiento de la superioridad de otro. Para no ser excluido o tachado de… (ponga el lector lo que quiera), debes hablar del modo como el poder te dicta.
Pongo este ejemplo de abuso inadmisible, de imposición y dominación lingüística, como una muestra más del grado de claudicación en que los poderes públicos han caído frente al fenómeno totalitario del nacionalismo. Nada de extraño que hayamos llegado a esa increíble imposición de la mal llamada “inmersión lingüística”. En contra de todos estos atropellos se ha constituido una Plataforma formada por más de 36 asociaciones de toda España llamada “Hablemos español”, para recoger 500.000 firmas con las que llevar a cabo una Iniciativa Legislativa Popular (puedes entrar en www.hispanohablantes.es para añadir tu firma).
Su objetivo es que se pueda hablar y estudiar en español en toda España y que este derecho se respete en cualquier lugar, porque el problema ya no se limita a Cataluña, sino que empieza a extenderse por media España. Millones de españoles no pueden recibir hoy la enseñanza en su lengua (en toda Cataluña, pero también en el País Vasco, Navarra, Galicia y cada vez más en Valencia y Baleares). Para dominar no hay mejor instrumento que obligar a hablar a alguien la lengua del dominador. Incrustar en el español todos esos términos catalanes (que cada día son más, y más frecuentes) es otra artimaña para marcar la diferencia, para hacer visible y extender, de modo permanente y cotidiano, esa voluntad de diferenciación simbólica.
Se me objetará que se trata sólo del reconocer la existencia de otras lenguas, de respeto a sus hablantes, de lucha contra la imposición del español. ¿Pero es que una lengua, para existir, necesita imponerse destruyendo y despreciando el derecho de otros a hablar y usar su propia lengua, tal y como ellos quieran?
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