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lunes, 26 de noviembre de 2018

SER ESPAÑOL


El periodista Rafael Núñez me ha planteado en varias ocasiones, en su programa 'La Redacción Abierta' de Intereconomía, la limitación que supone definir a la nación española desde un punto de vista meramente jurídico, apelando sólo a la Constitución y el Código Penal, un discurso que no puede contrarrestar la gran ofensiva antiespañola llevada a cabo por los independentistas, que apelan eficazmente a los sentimientos, los mitos y la retórica nacionalista.

Tiene razón en esta crítica, dirigida especialmente a esa nueva izquierda, en la que me sitúo, que queriendo huir de todo esencialismo, folclorismo o historicismo metafísico (tan unidos a la definición tradicional -y franquista- de lo español), acaba refugiándose en un concepto de nación política despojado de cualquier adherencia emocional, cuya justificación última sería la de legitimar la constitución de un Estado, liberal en sus inicios (1812), hoy plenamente democrático.

Ciertamente, acuciados por el acoso de los nacionalismos, todos los demócratas, de izquierdas y de derechas, hemos tenido que acentuar la crítica a los elementos identitarios, míticos, étnicos y supremacistas, que han alimentado el separatismo y su proyecto de destruir España. El rechazo radical a estos nacionalismos dejó, sin embargo, poco espacio para un discurso antinacionalista que supiera, al mismo tiempo, reivindicar un concepto de nación pleno, que no tuviera miedo a hablar de sentimiento nacional, de los profundos vínculos afectivos, culturales, lingüísticos e históricos que nos unen a todos los españoles y que han permanecido, al menos, y de modo consciente y compartido, durante cinco siglos.

Hablamos de una realidad histórica objetivamente demostrable, no de una invención. La mayoría de españoles, a lo largo de siglos, ha reconocido su condición de tales con independencia de su lugar de origen, y esto vale también para Cataluña, El País Vasco o Galicia, que nunca han sido naciones independientes ni sus habitantes han dejado jamás de ser españoles, a pesar de sus diferencias lingüísticas, jurídicas o culturales.

El rechazo y la negación de la realidad de España, tal y como manifiestan agresivamente los secesionistas, es un fenómeno reciente surgido a finales del siglo XIX, que hoy ha adquirido un contenido y una virulencia que no pueden explicarse en modo alguno apelando a la historia, o sea, al desarrollo de los hechos históricos tal y como han acontecido. Es un fenómeno consciente y voluntariamente creado por una minoría que ha visto en el nacionalismo el instrumento más eficaz para extender y aumentar su poder y sus privilegios.

Llegado a este punto, conviene aclarar qué significa hoy ser español, entre otras razones para demostrar que no hay nada más extravagante y esperpéntico que proclamarse, exhibirse y definirse como antiespañol, siendo, sin embargo, plena, cultural, lingüística y jurídicamente español. Si todos los que hoy no se consideran españoles (para ellos esto consiste, ante todo, en ser antiespañoles), fueran consecuentes, deberían renunciar a todo lo que esa condición tan repelente les otorga y permite. Todavía no conozco a ningún separatista tan valiente (ni siquiera Lluis Llach o Puigdemont) que haya renunciado a su condición de ciudadano español, o sea, súbdito de un Estado fascista y criminal como lo es, según ellos, España. He dicho esperpéntico, porque esta forma rabiosa y emocional de no querer ser español no es más que una deformación grotesca de lo español.

¿Pero es tan malo ser español hoy? Preguntemos a un separatista qué enorme desgracia, qué destino tan funesto le ha caído encima por el hecho de nacer en España de padres españoles (la condición mínima y más común para adquirir la ciudadanía española). Piensen en la educación, la sanidad, las ayudas y servicios sociales, la seguridad ciudadana, todas las leyes que nos amparan y protegen. Imaginen un país distinto, sin las carreteras y comunicaciones que hoy tenemos, sin ejército ni fuerzas de seguridad, sin jueces y fiscales, sin hospitales, ni escuelas, ni recogida de basuras, ni normas de circulación, ni de protección de la mujer, ni ayuda a los parados, ni pensiones, por no hablar de nuestro extraordinario patrimonio natural, monumental, artístico, o nuestra industria, agricultura y comercio, o la lengua común.

Ser español significa gozar, de entrada, y por el mero hecho de serlo, de enormes ventajas, bienes, ayudas y servicios que muy pocos otros países del mundo tienen. Y esto es así porque España es una nación real, consolidada y fundamentada en una larga historia que ha hecho posible que los españoles de hoy podamos vivir en uno de los territorios más prósperos, organizados y desarrollados del mundo. Lo siento, separateros, esto es así, y de muy cobardes e impostores es el negarlo mientras se aprovecha uno de todo ello.

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