Después de las monstruosidades cometidas por los nazis, el racismo ha pasado a ser repudiado y condenado por la sociedad. Pero rechazar la ideología racista no es lo mismo que erradicarla. Ya casi nadie puede hoy esgrimir argumentos biológicos para defender la superioridad de una raza, un pueblo o un grupo social. Pero el sentimiento de superioridad, que es lo que subyace detrás de todo racismo, sigue ahí. La forma más insidiosa, camuflada y perversa es el supremacismo moral.
Hasta la llegada del marxismo, las clases dominantes no sólo han detentado el poder económico y político, sino también el control moral y religioso. El poder siempre ha ido acompañado del supremacismo moral: los poderosos lo eran por (y para) ser los dueños de la moral. Las clases dominadas, para cambiar su situación, debieron iniciar un proceso de legitimación moral, ocupar ese espacio definido por quienes se consideraban superiores por obra y gracia de Dios o del destino.
El esfuerzo de reconstrucción moral de la sociedad tuvo que sustituir la religión por una moralidad laica que no exigiera la fe como fundamento de las normas sociales, sino la racionalidad de la convivencia pacífica entre ciudadanos. La democracia se ha fundamentado en una doble separación: entre religión y moral, y entre moral y ley. La moral social no debe supeditarse a la religión, ni la ley debe dictar las normas morales. Todo esto choca con quienes, ya sea por sus creencias religiosas, capacidades, posición social o poder político, se consideran superiores. El sentimiento de superioridad desemboca en el supremacismo moral, fenómeno que hoy ha adquirido una importancia decisiva.
El supremacista moral se considera legitimado para imponer su ideología a los demás, para regular y controlar la vida y la conducta de los otros, los sentimientos, las ideas y hasta los gestos y las miradas. Todo debe ajustarse a una norma previamente establecida, todo debe ser moralmente correcto. Digo moral y no políticamente correcto, porque en realidad no estamos hablando del ámbito de la política, sino de la moral.
Cuando desde el poder o los medios de comunicación públicos se dicta cómo debe uno comportarse sexualmente, verbalmente, gestualmente, emocionalmente, qué debe pensar sobre el sexo, las relaciones humanas, los inmigrantes, los musulmanes, los palestinos, los judíos, los españoles; cuando se trata de influir en su identidad sexual, imponer esa identidad categóricamente; cuando etcétera, entonces estamos ante una invasión de los supremacistas morales, sustituto de los talibanes, los savonarolas y demás inquisidores.
Este fenómeno de vuelta al oscurantismo, al fanatismo ideológico, es un paso atrás en la lucha por la libertad de conciencia, de pensamiento, de sentimientos, de conducta, de expresión y realización personal conquistadas a partir de la Ilustración y la democracia moderna. Detrás de la aparición de este nuevo supremacismo seguramente hay factores personales y también colectivos. Por un lado está la necesidad de distinguirse, de sentirse importante, de ser reconocidos, de tener poder e influencia. Por otro, el superar el anonimato, la irrelevancia de mucha gente que compensa su sentimiento de inferioridad o debilidad uniéndose a esa corriente dominante que se autodefine como los buenos, los sensibles, los defensores de los débiles, de las causas más justas.
Seguramente existen motivos ocultos, pero no menos poderosos, como es el rencor, el odio hacia quienes no piensan y sienten igual, el revanchismo, pero también injusticias y atropellos intolerables, como ha ocurrido con las mujeres y los homosexuales, algo que hoy pervive en sociedades de más de medio mundo (especialmente en el mundo islámico, algo que no parece preocupar a nuestros supremacistas morales). El error está en pretender regular la moral, en dictar leyes cuyo fundamento no es la búsqueda de la igualdad y el bien común, sino el intento de manipular y modificar las conciencias, los sentimientos, incluso la biología. El peor despotismo es el de los débiles cuando se vuelven poderosos.
Muchos de nuestros supremacistas morales justifican y camuflan su despotismo legislativo y mediático en la defensa de los débiles, pero lo hacen desde la impostura y provecho personal, porque no son ellos, precisamente, quienes más padecen esas discriminaciones que dicen combatir, sino siempre los otros, esa masa anónima a la que preocupan injusticias mucho más acuciantes, aunque menos visibles ni visibilizadas, de las que no se hacen eco los nuevos moralistas, entre otras cosas porque éstos colocan la búsqueda de la identidad (asunto personal, no colectivo) y las diferencias, por encima de la igualdad. ¿Les pongo ejemplos de desigualdades sangrantes hoy en España, de las que no se ocupan los nuevos supremacistas?
Este fenómeno de vuelta al oscurantismo, al fanatismo ideológico, es un paso atrás en la lucha por la libertad de conciencia, de pensamiento, de sentimientos, de conducta, de expresión y realización personal conquistadas a partir de la Ilustración y la democracia moderna. Detrás de la aparición de este nuevo supremacismo seguramente hay factores personales y también colectivos. Por un lado está la necesidad de distinguirse, de sentirse importante, de ser reconocidos, de tener poder e influencia. Por otro, el superar el anonimato, la irrelevancia de mucha gente que compensa su sentimiento de inferioridad o debilidad uniéndose a esa corriente dominante que se autodefine como los buenos, los sensibles, los defensores de los débiles, de las causas más justas.
Seguramente existen motivos ocultos, pero no menos poderosos, como es el rencor, el odio hacia quienes no piensan y sienten igual, el revanchismo, pero también injusticias y atropellos intolerables, como ha ocurrido con las mujeres y los homosexuales, algo que hoy pervive en sociedades de más de medio mundo (especialmente en el mundo islámico, algo que no parece preocupar a nuestros supremacistas morales). El error está en pretender regular la moral, en dictar leyes cuyo fundamento no es la búsqueda de la igualdad y el bien común, sino el intento de manipular y modificar las conciencias, los sentimientos, incluso la biología. El peor despotismo es el de los débiles cuando se vuelven poderosos.
Muchos de nuestros supremacistas morales justifican y camuflan su despotismo legislativo y mediático en la defensa de los débiles, pero lo hacen desde la impostura y provecho personal, porque no son ellos, precisamente, quienes más padecen esas discriminaciones que dicen combatir, sino siempre los otros, esa masa anónima a la que preocupan injusticias mucho más acuciantes, aunque menos visibles ni visibilizadas, de las que no se hacen eco los nuevos moralistas, entre otras cosas porque éstos colocan la búsqueda de la identidad (asunto personal, no colectivo) y las diferencias, por encima de la igualdad. ¿Les pongo ejemplos de desigualdades sangrantes hoy en España, de las que no se ocupan los nuevos supremacistas?
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