(Foto: Agustín Galisteo)
España es el país más ruidoso del mundo, el peor legislado, el más anárquico y permisivo en cuanto a la contaminación acústica y auditiva. Hay estudios estadísticos que reiteradamente lo confirman sin que aparezca atisbo alguno de cambio de rumbo o tendencia. ¡Estúpida hazaña!
Los que tanto defienden la mística de las
señas de identidad, los “
rasgos identitarios”, como dice la jerga de los políticos catalanes, exportada al resto de España y asumida por toda la mediocridad autónomo-parlante, deberían incluir en su catálogo imaginario de esencias culturales esta entidad real, bien real: el ruido ambiental.
Pero de entre todas las agresiones acústicas, la sin duda alguna más perniciosa es la que proviene de las gargantas patrias, patrióticas y matrióticas, pues aquí gritan por igual vascones, célticos, cántabros, tartesos, catalánicos o celtibéricos. ¡
La funesta manía de gritar!
La
voz humana en estado más o menos natural se desarrolla en una banda de decibelios que está en el límite de lo que el oído humano acepta como saludable. En cuanto se extralimita, supera la raya de decibelios agradables para pasar a convertirse en ruido desagradable.
El español es una de las lenguas más propensas al grito, por su facilidad vocálica y fonética.
Aquí, ante el menor conflicto o discrepancia, lo primero que el españolito de todas las Españas hace, es subir la voz. ¡
No me levantes la voz!, replica el agredido, elevándola un poco más que el contrario. Se quiere vencer a gritos, algo tan
primitivo como los gruñidos del orangután que pelea por la comida o la hembra cercana.
“Debates” políticos, las “tertulias” radiofónicas y televisivas, la basura de los reality, las “charlas” de tasca y bar, el volumen de las televisiones, las retransmisiones deportivas, hasta las conversaciones por el móvil,
todo está tan subido de tono que no hay oído humano que no sienta una permanente exacerbación decibélica (y aquí lo bélico tiene todo su sentido).
Los efectos del ruido y en especial del ruido humano son
catastróficos. Alteran permanentemente el equilibrio del sistema neuronal, base de todos nuestros actos y decisiones. Pero a nadie parece importarle esto de verdad, por más que se sepa o intuya. Hay aquí una gravísima
responsabilidad política que ni un solo partido quiere asumir. Esta
enfermedad decibélica no figura en ningún programa de reformas nacionales.
Pero yo pienso que sería una medida política urgente, incluso para salir de la crisis económica en que nos hundimos. Extiéndase una campaña de educación del
habla serena, matizada, expresiva, alegre, que es todo lo contrario del grito, y la crisis económica empezaría a remitir. ¿Por qué? Porque esa energía que despilfarramos en gritar y agredir, despotricar y soliviantar los ánimos, se encauzaría espontáneamente hacia la creatividad, la aparición de iniciativas productivas nuevas, que es lo que el sistema económico necesita, en lugar de seguir la senda enloquecida del consumo obsesivo y destructivo.
Se podía empezar por los
colegios, que son una escuela del grito, una de las causas del mal llamado fracaso escolar y del otro no menos mal llamado trastorno de hiperactividad, tan de moda.
No se me diga que la voz en grito es espontaneidad, viveza, temperamento alegre y todas esas memeces ligadas al
modo de ser español. No.
El grito va en contra del cuerpo, de la espontaneidad y del disfrute del cuerpo activo. El grito orienta al cuerpo en una sola dirección, la de la agresión y la violencia, bloqueando todas las demás formas de desarrollo físico y mental. Una ruina educativa.
Nota:
Examínate y comprueba cuánto, cuándo, dónde, a quién y contra quién gritas. Cuándo levantas o aceleras la voz. Intenta cambiar ese mal hábito y verás la diferencia. No hace falta reprimir los impulsos, basta con controlar el tono y los decibelios de tus cuerdas vocales. ¡Qué ahorro de energía!