(Foto: Marimar Trancón)
Caminábamos somnolientos, dóciles, aquellas horas quietas en que nadie podía predecir
el cambio brusco del vuelo de las aves.
Nadie atendía a los signos fulgurantes de la derrota.
Pero apareció el aliento turbio de los buitres
y el miedo
se enroscó al cuello de la noche.
Y entonces nos suicidamos todos
con los ojos desorbitados, pero ciegos.
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