Leemos
en el Quijote: ¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de
las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de
deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos,
rencores y rabias (II, 8).
Siempre
me ha inquietado el fenómeno universal de la envidia, quizás porque
yo, por no sé qué extraña inclinación natural, nunca la he
padecido. He sentido vivamente, desde niño, la injusticia o el
desprecio, pero nunca la envidia. Aclaro la diferencia.
Yo
puedo indignarme ante la injusticia de ver con qué poco mérito se
otorgan bienes, prestigio o recompensas sociales a los mediocres o a
quienes no sólo no lo merecen, sino que debieran ser castigados
muchas veces por lo nocivo de sus obras o la bajeza de su conducta.
Puedo enfadarme, pero nunca envidiar a quienes reciben esos honores o
prebendas. Frente a quienes, por el contrario, reciben merecidamente
reconocimiento o recompensas, no siento envidia alguna, sino, cuando
juzgo de interés sus obras, admiración y respeto. Insisto que no es
mérito ni presunción, sino mi forma natural de reaccionar. Por eso
siempre me quedo perplejo ante la envidia que tan bien describe don
Quijote como fuente de disgustos, rencores y rabias. ¿Será porque,
como bien dice, yo no siento deleite alguno en envidiar?
Si
embargo, en mi vida me he visto muchas veces rodeado de envidiosos
que me han hecho, sin saber por qué, el centro de sus rabias y
rencores. Precisamente por no concebir bien el fenómeno de la
envidia, por eso he sido también muchas veces incapaz de defenderme
de sus malévolas trampas. Sentir envidia sería, según cierta
teoría de la evolución, un fenómeno adaptativo, cuyo déficit
padecemos algunos.
Amable
lector, mi pregunta, la que te dirijo, es el saber si soy un tipo tan
raro que de verdad nunca siento envidia de nadie, o si, por fortuna,
tú o algún otro padeces la misma extraña enfermedad, pues por tal
la juzgo, dado que parece ser poco útil para moverse en un mundo tan
lleno de envidiosos y mediocres rencorosos. Sácame de dudas.
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