De vez en cuando me llegan correos con libelos, panfletos y propuestas raras. Estos días he recibido uno que titula sus envíos como CRÓNICA DEL ENVILECIMIENTO. Vivimos tiempos de tensión, confusión y agresión constante, en los que no hay día en que no nos sintamos más desesperados. El anónimo confidente se desahoga con estos escritos, que iré dando a la luz puntualmente, cuando me lleguen. Para evitar cualquier denuncia, limpiaré un poco el texto de expresiones malsonantes, siempre que no afecten a su contenido. Me da permiso su autor, que también me pide que los publique en este blog, al que considera demasiado intelectual y en exceso moderado. Pues ahí va la primera entrega que, aunque trata un asunto ya pasado, nos pone en alerta sobre lo fácilmente que olvidamos y perdonamos, haciéndonos así cómplices del envilecimiento colectivo.
El presidente del
Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, un tal
Carlos Dívar, cristiano de misa y comunión, casado y relamido, se
va con su escolta a hoteles de lujo, supónese que a pernoctar, que
sólo es recluta y para eso le han dado el pase. Pasa la factura al
Estado: es parte de sus obligaciones. A su mujer no le importa. Está
ella, como el su marido, en contra de los homosexuales, desviados y
pervertidos a los que Dios no quiere porque pecan contra natura. No
le confiesa, en cambio, su pecado nefando al cura confesor, o sí,
sólo Dios lo sabe, pero Dios es comprensivo y a él, gran alto
magistrado, la tercera autoridad en el escalafón de los que coronan
la cúspide, le perdona directamente. Cargó al erario público 32
viajes de lujo a Marbella y a otros destinos costeros y costosos, se
gastó cerca de 30.000 euros del alero, que se sepa, y ni siquiera
presentaba justificantes de sus gastos. Se daba cenas y desayunos de
lujo con el policía encargado de su seguridad, de la seguridad de
sus ambas posaderas, se entiende. Ocurrió allá por el año 2012 de
la era de los corrompidos. Los periodistas, pudibundos o pudimangos,
no dijeron lo que todos dicen fuera de página, que su escolta no era
de los que vigilaban por delante, sino por detrás. Nada importara,
si no fuera por lo de misa y comunión diaria, que eso nuestro buen
padre y señor mío jesucristo no lo debiera consentir.
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