(Fotos: Vicente García)
El libro ha entrado en crisis.
No me refiero al hecho de que las editoriales están en crisis (publican menos, venden menos).
Tampoco me refiero a cualquier libro.
No están en crisis los libros de cocina, por ejemplo; o los de economía y empresa; o los de autoayuda; o los infantiles; o los libros de texto (obligatorios); o los betsellers; o los fabricados expresamente para ser consumidos como cualquier producto.
Me refiero al libro de creación, de reflexión, de investigación. A la novela, la poesía, el ensayo, el pensamiento, la ciencia. Aquí, en este campo, algo está pasando, y es bueno saberlo.
Es fácil comprobar que este libro está desapareciendo de los circuitos de venta y consumo. La única explicación es que no es lo suficientemente rentable para los editores tradicionales, las distribuidoras y los libreros. Ocupa mucho espacio; es mejor dedicarlo a otros libros que se venden mejor. No hay suficiente demanda, dicen.
Así que sí, el libro ha entrado en crisis; pero no cualquier clase de libro.
Dejemos a los libros de consumo que sigan su camino: nada de malo hay en ello. No se trata de denigrarlos ni de echarles la culpa de nada: son lo que son. Pero distingamos: el libro, en su sentido cultural, es otra cosa. Sólo se parecen externamente, pero son productos radicalmente distintos.
El libro de creación y pensamiento es lo que tradicionalmente ha merecido el nombre de libro. Hoy se mezcla y confunde con el otro libro, el libro de consumo, de usar y tirar, el que no obliga a pensar, ni a reflexionar, ni da a conocer nada nuevo sobre la realidad, sobre los demás o sobre uno mismo. El libro, o te transforma, o no es libro, es mero pasatiempo. Pues este otro libro es el que hoy está desapareciendo del mercado visible del libro, y hay que reflexionar sobre este fenómeno.
A quienes más obliga a cambiar es a los autores. Creerse que, por haber escrito algo, incluso algo muy bueno, ya merece ser publicado, vendido y reconocido, eso es hoy pura fantasía. Dejarlo todo en manos del mercado, otro error. El circuito autor-editor-distribuidor-librero ya no funciona, salvo para los más conocidos que necesitarán, de todos modos, hacer constantes esfuerzos para seguir siéndolo. Para la gran mayoría, incluso para quienes hasta hace poco gozaban de cierta fama, para ese miniejército de escritores más o menos valiosos, las cosas están cambiando, y quien no sepa adaptarse acabará amargado, resentido, dando tumbos en busca de editor, mendigando atención, o maldiciendo al país y su incultura irremediable.
Hay que bajar al suelo. Hay que descender del pedestal o de la torre de marfil en la que muchos creían estar a salvo de los vientos que corren. Hay que quitarse los anillos, no hay que tener miedo a mancharse las manos. Si crees en lo que escribes, si estás convencido de su valor e interés, tendrás que promoverlo tú mismo, difundirlo tú mismo, hacerlo llegar a quien crees que puede leerlo y apreciarlo; deberás acercarte a tus posibles lectores con sinceridad, sin impostura, sin miedo a que algunos te consideren un vendedor ambulante. Tendrás que aprender a vender sin venderte, a difundir tu trabajo sin humillarte, a solicitar pero no a mendigar, a agradecer pero no a lisonjear, a dignificar tu tarea y tu vocación, pero sin sentirte por eso superior a nadie.
Tendrás que cambiar la idea que los demás y tú mismo tienes del hecho de ser escritor y aspirar a ser leído y merecidamente reconocido. Tendrás que saber que, si tu obra no aspira a la perfección, no merece la pena ser escrita. Pero una vez escrita, has de saber que te queda por delante la tarea más difícil, la de publicarla dignamente, difundirla el máximo posible y venderla del modo más beneficioso para ti, no para los distribuidores o editores. Debes negarte a que otros vivan de tu esfuerzo y tu creatividad y que, además, te sientas obligado a agradecérselo. Por tu propia dignidad, y por el valor del libro, del libro cultural, debes entender que las cosas están cambiando y que tanto tú, como los lectores, deben también cambiar.
El lector debe saber que, si quiere que el libro no muera, debe aprender a valorarlo y apoyarlo. Debe distinguir, discriminar y comprar y leer sólo aquello que de verdad le interese y le ayude a pensar, a cambiar sus ideas, a intensificar su vida. Debe buscar la información sobre los libros, allí donde hoy está: en internet. Y debe aprender a valorarla, porque hay mucho engaño, mucho vacío y mucho humo, tanto en internet como en las estanterías de los grandes supermercados.
Internet ha abierto la puerta a una nueva relación entre el autor y los lectores, pero para que de verdad desarrolle sus posibilidades, debe cambiar nuestra idea del autor y del libro. El libro de papel sigue y seguirá siendo imprescindible. Lo que vemos en la pantalla es volátil, efímero. No llega nuestro cerebro del mismo modo, no activa del mismo modo nuestros circuitos cerebrales. La pantalla carece de la consistencia "mental" y "perceptiva" del papel. Es más apropiada para los libros de consumo y entretenimiento que para estimular la reflexión y el pensamiento.
Para lo que sí sirve internet es como medio de difusión y comunicación. Esta es una herramienta que los autores podemos usar para liberarnos en parte de la tiranía del mercado, de ciertos editores y distribuidores. Hemos de utilizarla, pero sin creer que hace milagros. Su mayor inconveniente es que llega a cansar y aturdir, a volver todo tan superficial e indiscriminado que toda información o mensaje acaben en la papelera. No es, desde luego, ningún camino fácil, aunque sí nos da mayor libertad.
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