Por
más que la ciencia ponga en duda nuestra libertad de elección (lo que antes
llamábamos “libre albedrío”, que suena a trino de pájaros), es imposible
desterrar del lenguaje y la mente la idea del mal, la maldad y los malvados.
Son tantos los ejemplos diarios que nos muestran el mal en estado puro, que de
poco valen las explicaciones científicas basadas en la biología, la psicología,
la neurociencia o la física cuántica. Al final de toda la cadena de
determinismos hay algo que nos hace humanos, y es la posibilidad de tomar una
decisión u otra, hacer algo o no hacerlo, hacer esto o lo otro, de donde se
deriva la responsabilidad individual como hecho ineludible. Por más
problemático que sea el juzgar, responsabilizar y condenar a alguien por la
maldad de sus actos, la sociedad se vendría a bajo si prescindimos de ello.
Otra cosa es el castigo o la condena, donde caben todos los atenuantes y
consideraciones.
No podemos
definir ontológicamente el mal, pero sí la maldad, que es cosa humana. Causar
de forma consciente y voluntaria daño y sufrimiento a los otros, pudiendo no
hacerlo, eso es maldad. Todos, a lo largo de nuestra vida, hemos actuado con
maldad algunas veces, conscientes de que hacíamos daño a otro, pero la mayoría
realizamos estos actos, llamémosles "de pequeña maldad", de forma
circunstancial o transitoria, movidos por emociones del momento: rabia,
envidia, miedo, venganza, frustración...
Estos actos de
"maldad leve" no nos hacen malos, pero nos pueden ir insensibilizando hasta convertirnos en
malas personas. Todos conocemos a buenas personas que han acabado siendo malas.
Si uno no vigila sus reacciones, el paso de los años y la vida (que suele ser
"escuela de maldades") nos acaba haciendo malas personas. Debería ser
lo contrario, que el tiempo nos fuera haciendo cada vez más lúcidos, serenos y
mejores personas. Pero esto no se logra "dejándose llevar", sino
siendo muy vigilantes y críticos con nuestras reacciones y actos. Porque no existe ni la bondad ni la maldad natural.
Ni Rousseau ni Hobbes. Ni angelismo ni satanismo
antropológico.
Preferimos
creer que somos naturalmente buenos porque es más tranquilizador, y por eso nos
cuesta tanto aceptar la existencia de asesinos, ladrones, torturadores,
mentirosos, egoístas, perversos, caraduras y psicópatas. Pero haberlos, haylos.
Disculparlos, ignorarlos o perdonarlos, no nos hace mejores personas. Quien
consiente o acepta la maldad acaba siendo cómplice y responsable de ella.
Conviene tener estas ideas claras cuando nos encontramos alrededor con tantos
ejemplos de maldad, perversión y envilecimiento. Cuanto más poder, mayor es el
grado de maldad. Haga el lector la lista de los que hoy, desde el poder, actúan
causando un inmenso daño, dolor y sufrimiento a sus ciudadanos. Causando el
mal. Y el mal es siempre, en sí mismo, algo irreparable.
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