¿Es
el independentismo un movimiento irracional? Sin duda lo es para cualquiera que
compare las declaraciones y proyectos independentistas con la objetividad de
los hechos. Hay una enorme distancia entre sus razones y propósitos y la realidad
de los datos y los análisis, especialmente en el terreno económico, jurídico y
político. Hablamos entonces de mentiras, falsedades, tergiversaciones y
manipulaciones. Como el discurso independentista parece inmune a esas críticas
y pruebas de realidad, acudimos entonces a otro tipo de apreciaciones: disparate,
zafiedad intelectual y marrullería (Javier Marías), locura esencialista (Juan
Goytisolo), anacronismo inconcebible (Emilio Lledó), ilusión platónica
(Francisco Rico), ficción maligna (Vargas Llosa), etc.
Todo esto es válido, responde a un ejercicio de libertad y racionalidad
imprescindible, pero algo falla, algo se nos escapa y buena prueba de ello es
el tono cada vez más desesperado o derrotista de algunos. Habrá que enfocar el
análisis desde otra perspectiva, encarar el problema desde dentro, tratar de
comprender la racionalidad y la lógica interna del independentismo.
Lo primero que constatamos es que
hay una gran diferencia entre aquello que los independistas dicen ser desde el
punto de vista democrático, y lo que son. El independentismo se presenta como
un movimiento democrático, pacífico y pacifista. ¿Lo es? El independentismo se
ha apropiado hoy de la legitimidad democrática en Cataluña mientras enmascara y
utiliza sistemáticamente métodos antidemocráticos. Los ejemplos son
innumerables, desde la imposición de la inmersión lingüística (caso único en el
mundo) en contra de la lengua propia y materna de la mayoría de la población de
Cataluña (incumplimiento incluso de las leyes sobre la enseñanza mínima del
español), hasta el proyecto de declaración unilateral de independencia, que el
independentismo se propone llevar a cabo sin recabar siquiera el apoyo legal de
una mayoría cualificada.
Pero, además, el proceso independentista no es pacífico,
por más pacifista que se proclame. Se confunden muchos al comprobar que, en
efecto, no existe violencia física ni se recurre a ella por parte del
independentismo. Se confunden ignorando, o no queriendo ver, que existen muchas
formas de violencia que sí utiliza conscientemente el independentismo. El
insulto, la agresión verbal y la marginación de todo aquel que se oponga a la
propaganda y los planes separatistas es algo que se ha practicado con inusitada
violencia desde los tiempos del grupo terrorista Terra Lliure hasta hoy mismo.
Una prueba de esa violencia encubierta es el miedo que
existe hoy a expresar públicamente cualquier idea a favor de España o lo
español. Lo contrario, en cambio, está socialmente bien visto, como recordarán
cuando Rubianes se cagó en la puta España. Podríamos hablar también de la
violencia e intimidación (maltrato psicológico) que se ejerce sobre los niños
desde la guardería para que no hablen español ni siquiera en el patio. Los
dirigentes independentistas saben muy bien que están utilizando estos métodos
de presión e intimidación en todos los niveles de la sociedad (no sólo en la
escuela, sino en los medios de comunicación, el deporte, la cultura, las
instituciones, etc.), mientras incumplen leyes y acusan a los demás de antidemócratas.
Pero el uso perverso de la democracia y la presión intimidatoria
no son una prueba de irracionalidad, delirio o falta de pragmatismo, sino el resultado
de un plan coherente y fríamente planificado. Los constructores e impulsores
del independentismo han sabido muy bien analizar a la sociedad catalana. Con
más de un 60% de hispanohablantes de origen español, que nunca vieron
incompatible vivir en Cataluña o sentirse catalanes y pertenecer a España, era
prácticamente imposible aspirar a la independencia. Para inclinar la balanza
había que intentar desligar simbólica y emocionalmente al mayor número posible
de esos ciudadanos de la idea de España y lo español. El instrumento más
adecuado fue la inmersión lingüística. Pero se necesitaba algo más. Había que
ocupar todos los espacios sociales y culturales desde los que se pudiera
expresar y hacer visible el rechazo a España y lo español, mostrar desprecio y
desdén hacia cualquier forma de identidad e identificación que no fuera la
catalana. Fue necesario emplearse a fondo durante más de tres décadas, con todo
tipo de métodos y medios, para construir la oposición irreconciliable
Cataluña/España. Alcanzada la hegemonía simbólica, discursiva y moral, y con
todo el poder institucional en sus manos, los independentistas han logrado
crear una corriente de opinión contra la que resulta muy difícil, arriesgado e
incómodo oponerse.
Cuando nos sorprendemos del voto independentista sobrevenido
es preciso recordar esta historia de propaganda e imposición antidemocrática y
coactiva. No es el resultado del ejercicio del pensamiento, la información y la
libre elección de los ciudadanos. El déficit democrático de base invalida los
resultados, que serían muy distintos en una sociedad verdaderamente libre y
democrática.
Pero hay más elementos que, analizados desde la perspectiva
del independentismo, otorgan a este movimiento una lógica, racionalidad y
pragmatismo que no podemos ignorar ni infravalorar.
La sociedad catalana está hoy
dividida, como cualquier sociedad capitalista, en tres grupos: la burguesía
acomodada, la clase media y la clase trabajadora. No son grupos homogéneos, ni
económica ni culturalmente, pero sí marcan fronteras de desigualdad bastante
comprobables: condiciones de vida, propiedad, poder, influencia, consideración
social. Aunque el independentismo es uno, no todos los independentistas son iguales.
Si imaginamos una pirámide y situamos en la cúspide a los
más ricos y poderosos y en la base a los trabajadores con pocos recursos,
observamos que a medida que ascendemos aumenta el número de independentistas.
Es fácil comprender que los más acomodados y parte de la clase media tienen un
motivo convincente para apuntarse al independentismo: la independencia
constituye un medio excelente para aumentar el poder, la influencia y el
control social, ascender económica y socialmente y asegurarse un modus vivendi
privilegiado. Digamos que la independencia es para todos ellos, de acuerdo a su
nivel y ámbito de actuación, un buen negocio. Los de la base, a su modo y
nivel, mucho más modesto, también asumen que con la independencia les irá
mejor. Como son los que más han sufrido las consecuencias de la crisis,
necesitan creer y tener expectativas de mejora, tanto para ellos como para sus
hijos.
Podemos preguntarnos cómo es posible diluir todas las
diferencias sociales y económicas hasta volverlas irrelevantes frente a la idea
de una Cataluña independiente, cómo es posible que se unen en la misma lucha
aquéllos que han sido sistemáticamente despreciados, explotados y engañados, con
aquéllos que han hecho del robo y el desmantelamiento de los servicios públicos
sus señas de identidad más visibles. Cómo es posible que los trabajadores y
parte de la clase media se deje llevar por una minoría ambiciosa, insolidaria y
corrupta. Podemos lamentarnos, pero no hay duda de que detrás de este éxito hay
un plan, una lógica y una habilidad indiscutibles.
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