Estuve
el pasado 29 de octubre presentando en la Casa de León en Madrid el libro de Carlos J.
Taranilla, “Breve historia de las reliquias leonesas y sus relicarios”. Conocí
a Carlos en la Feria del Libro de León, firmándole mi libro “Huellas judías y
leonesas en el Quijote”. Me dijo que era profesor y escritor. Me sorprendió el
gesto ya que, entre profesores y escritores, es infrecuente el acercamiento y
el reconocimiento mutuo. Lo que predomina es el desdén y los recelos, cuando no
el cinismo y la adulación para ser admitido en las capillas que controlan el
mundillo académico y literario.
Hace
unos días Javier Marías, en un articulo titulado “No me atrevo”, confesó que la
presión del medio académico y literario era tal que ya nadie (tampoco él) se
atrevía a “opinar sincera y críticamente sobre sus iguales”. Hacerlo es “ser tachado
en seguida de envidioso, o inelegante, o de resentido, o cuando menos de
competitivo”. Todo se toma como un agravio y un ataque personal. No es de extrañar
que la literatura y el arte vivan en sus peores momentos, languideciendo y
amustiándose, sostenidas sólo por su antiguo prestigio, pero carentes del vigor
que proporciona la crítica y la autocrítica.
El
libro de Carlos Taranilla habla de reliquias y relicarios leoneses, y lo hace
con rigor informativo, satisfaciendo nuestra curiosidad, pero sin confundir
historia con leyenda. Su estudio sobre el Santo Grial leonés es el ejemplo más
claro de que no conviene sustituir la investigación histórica por la fantasía.
El Santo Grial es una leyenda de origen medieval, y tratar de darle una validez
histórica, materializándola en un objeto, es un propósito científicamente
descabellado. La leyenda es una invención literaria atractiva, y recrearla a
través del cáliz de Doña Urraca es tan legítimo como hacerlo con el cáliz de
Valencia o la cueva de Montserrat. Atraer a turistas que crean en esa leyenda y
de paso conozcan las maravillas de León, pues estupendo. Pero no hay que borrar
la línea que separa la literatura y la ficción, de la verdad. El compromiso con
la verdad nos obliga a no amalgamar fe y razón, literatura e historia.
El
culto a las reliquias nace de la fe y la superstición, pero no conviene
simplificar el fenómeno y pensar que hoy estamos muy alejados de la conducta de
nuestros antepasados. Hoy vivimos inmersos en infinidad de creencias y
supersticiones que se disfrazan de arte, ciencia y tecnología, pero que exigen
de nosotros la misma credulidad. Como ocurrió en el sigo XVI y XVII (su época
dorada), las reliquias se nos muestran en artísticos relicarios que son tan
importantes como su contenido. Libros que no contienen más que polvo y huesos,
se nos presentan envueltos en el prestigio artificialmente creado de sus
autores, a los que se venera en ceremonias de reconocimiento. Al final, lo que
más interesa es el comercio que se crea a su alrededor, como ocurrió con las
reliquias en las iglesias, monasterios y catedrales. Tan alejados están estos
productos del arte y la literatura, tan absurdo es tomárselos en serio, como lo
fueron el Santo Prepucio, la leche de la Virgen o el huevo de la paloma del
Espíritu Santo que se veneraba en la catedral de Colonia.
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