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sábado, 7 de noviembre de 2015

RELIQUIAS Y RELICARIOS

(Foto: A. Trancón)
Estuve el pasado 29 de octubre presentando en la Casa de León en Madrid el libro de Carlos J. Taranilla, “Breve historia de las reliquias leonesas y sus relicarios”. Conocí a Carlos en la Feria del Libro de León, firmándole mi libro “Huellas judías y leonesas en el Quijote”. Me dijo que era profesor y escritor. Me sorprendió el gesto ya que, entre profesores y escritores, es infrecuente el acercamiento y el reconocimiento mutuo. Lo que predomina es el desdén y los recelos, cuando no el cinismo y la adulación para ser admitido en las capillas que controlan el mundillo académico y literario.

Hace unos días Javier Marías, en un articulo titulado “No me atrevo”, confesó que la presión del medio académico y literario era tal que ya nadie (tampoco él) se atrevía a “opinar sincera y críticamente sobre sus iguales”. Hacerlo es “ser tachado en seguida de envidioso, o inelegante, o de resentido, o cuando menos de competitivo”. Todo se toma como un agravio y un ataque personal. No es de extrañar que la literatura y el arte vivan en sus peores momentos, languideciendo y amustiándose, sostenidas sólo por su antiguo prestigio, pero carentes del vigor que proporciona la crítica y la autocrítica.

El libro de Carlos Taranilla habla de reliquias y relicarios leoneses, y lo hace con rigor informativo, satisfaciendo nuestra curiosidad, pero sin confundir historia con leyenda. Su estudio sobre el Santo Grial leonés es el ejemplo más claro de que no conviene sustituir la investigación histórica por la fantasía. El Santo Grial es una leyenda de origen medieval, y tratar de darle una validez histórica, materializándola en un objeto, es un propósito científicamente descabellado. La leyenda es una invención literaria atractiva, y recrearla a través del cáliz de Doña Urraca es tan legítimo como hacerlo con el cáliz de Valencia o la cueva de Montserrat. Atraer a turistas que crean en esa leyenda y de paso conozcan las maravillas de León, pues estupendo. Pero no hay que borrar la línea que separa la literatura y la ficción, de la verdad. El compromiso con la verdad nos obliga a no amalgamar fe y razón, literatura e historia.


El culto a las reliquias nace de la fe y la superstición, pero no conviene simplificar el fenómeno y pensar que hoy estamos muy alejados de la conducta de nuestros antepasados. Hoy vivimos inmersos en infinidad de creencias y supersticiones que se disfrazan de arte, ciencia y tecnología, pero que exigen de nosotros la misma credulidad. Como ocurrió en el sigo XVI y XVII (su época dorada), las reliquias se nos muestran en artísticos relicarios que son tan importantes como su contenido. Libros que no contienen más que polvo y huesos, se nos presentan envueltos en el prestigio artificialmente creado de sus autores, a los que se venera en ceremonias de reconocimiento. Al final, lo que más interesa es el comercio que se crea a su alrededor, como ocurrió con las reliquias en las iglesias, monasterios y catedrales. Tan alejados están estos productos del arte y la literatura, tan absurdo es tomárselos en serio, como lo fueron el Santo Prepucio, la leche de la Virgen o el huevo de la paloma del Espíritu Santo que se veneraba en la catedral de Colonia.

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