Cuando
surge un fenómeno nuevo, el primer problema, y el más importante, es nombrarlo.
Si observamos las distintas maneras como se adjetiva al terrorismo veremos
enseguida qué ideología hay detrás. No es lo mismo terrorismo yihadista,
islámico, salafista, musulmán, árabe o
islamista. Necesitamos especificar para no atribuir a la totalidad lo que sólo
es aplicable a una minoría. Por eso es incorrecto hablar de islámico, musulmán
o árabe para nombrar al terrorismo polimorfo, perverso y ubicuo que hoy
padecemos.
La discusión está en calificarlo de
yihadista (el adjetivo que se está imponiendo) o islamista. El término “yihadista”
alude a la (el) yihad, entendida como “guerra santa”, o sea, usar el terror y
el asesinato como medio legítimo para defender el Islam, el Corán, la religión
de Mahoma, y acabar con los infieles, todos aquellos que no profesan la
religión islámica o musulmana. “Islamista” es más general y alude a una
interpretación radical del Islam como norma religiosa suprema y única de
conducta. En el centro de esta interpretación está la obligación de acabar con “los
infieles”, para lo que está justificada cualquier forma de terror y violencia.
Como he titulado, yo prefiero la
expresión “terrorismo islamista”. Los
que se oponen a esta denominación argumentan que el terrorismo “nada tiene que
ver con el Islam”. El otro día oí en la Sexta a una defensora de esta tesis
afirmar rotundamente que “la ONU ha declarado al Islam como la religión más
pacífica del mundo”. Ferreras, ese paisano sextimillonario y filopodemista, y
Ana Pastor, su colega, lo dieron por bueno y se prestaron a propagar esta burda
mentira, pues jamás la ONU ha proclamado tal cosa (por lo demás, insostenible).
Comprendo los esfuerzos de quienes
quieren separar el Islam del terrorismo. La mayoría lo hacen con buena
intención, para no confundir a los millones de musulmanes pacíficos y hasta
pacifistas -que sin duda son la mayoría- con la minoría terrorista, a la que
prefieren calificar de locos, perturbados, salvajes, delincuentes…, insistiendo
en que sus actos nada tienen que ver con la religión islámica. Pero ni la buena
fe ni la buena voluntad cambian la realidad contundente de los hechos.
La pregunta correcta es: ¿Existiría
este terrorismo, con sus características, sin el apoyo, la justificación, la
motivación que proporcionan algunas prácticas de la religión islámica? ¿Existiría
sin mezquitas, sin imanes, mulás, ulemas, ayatolás, sin el burka, sin la
lapidación de adúlteras, el sometimiento de la mujer, el ahorcamiento de
homosexuales, la degollación de infieles y herejes, el casamiento de niñas con
ancianos? ¿Y sin los numerosos versículos del Corán que justifican el asesinato
e incitan a él? ¿Sin la exaltación de los mártires y la promesa del para íso? Se me dirá que mezclo todo con mala intención, pero no soy
yo quien lo hace, sino la religión misma, en la que todos estos elementos se
entrelazan, por más que algunos rechacen las prácticas más radicales y traten
de defender un “Islam moderado”. Un Islam que tiene muy poca influencia, porque
quien dirige y domina a la mayoría es esa minoría terrorista y fanática que no
hace otra cosa que llevar algunos supuestos del Islam hasta sus últimas
consecuencias.
¡Claro que el Islam podría aislar a
esa minoría, rechazar la violencia y destacar lo que el Corán contiene de
pacífico y tolerante!, pero no es así, sino que, quizás por el mismo silencio
que el terror impone, los propios musulmanes son incapaces de hacer evolucionar
el Islam hacia una religión pacífica compatible con los valores de la cultura
del siglo XXI, como en su día hizo la religión católica. Mientras esto no se
produzca, para nada sirven ni el interculturalismo, el multiculturalismo y
mucho menos esa ocurrencia de la “alianza de civilizaciones”.
¡Y por supuesto que el terrorismo no
se explica sólo, ni siquiera sobre todo, por el fanatismo religioso!
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