En
tiempos de Marx, la principal división social venía marcada por la propiedad
privada de los medios de producción. La burguesía, dueña de esos medios, era la
clase dominante, y los obreros, que les entregaban su fuerza de trabajo,
constituían la clase dominada, el proletariado. La simplificación ofrecía
suficiente evidencia como para afirmar que la lucha de clases era el motor de
la historia. Hoy esta teoría nos sirve de poco. La sociedad se ha diversificado
tanto, con tantos niveles de poder, dependencia y posición social, que la
división en clases antagónicas carece de validez científica y económica. Esta
división, sin embargo, tiende a mantenerse en la medida en que se asienta sobre
otra distinción universal, pobres contra ricos, renovada con expresiones como
“los de arriba”/“los de abajo”, “la casta”/“la gente”. Poco importa que estas
expresiones sean imprecisas y simplificadoras (significantes “vacíos”). Su
poder reside en la eficacia emocional, en que cada uno puede rellenarlas con la
energía que proporcionan las frustraciones, humillaciones, carencias y anhelos
reprimidos. ¿Es esta hoy la contradicción social fundamental, la que impulsa
los cambios y transformaciones?
Sostengo
que existe hoy en nuestra sociedad otra contradicción mucho más determinante,
la que condicionará el futuro de nuestra nación: demócratas contra
antidemócratas. Si viviéramos en una sociedad plenamente democrática, en la que
la mayoría fuera decidida, convencida e inflexiblemente democrática, los
conflictos serían otros. Se han juntado aquí dos fenómenos: uno, el impacto de
la crisis social y económica que ha debilitado la democracia de todos los
países de Europa, incluido el nuestro, y otro, el escaso arraigo de la democracia
en nuestro país. Al morir Franco había bastantes antifranquistas, pero muy
pocos demócratas. Aquí no ha existido nunca un proyecto serio para democratizar
a la sociedad. Creímos que la democracia se asentaría por sí sola. Pero no.
Nadie nace demócrata ni lo es para toda la vida. La prueba está en que, en
cuanto han aumentado los conflictos, la democracia ha empezado a disolverse, a
autodestruirse, a ir desapareciendo como elemento fundamental (que fundamenta)
la cohesión social y política.
Lo
más preocupante es que la iniciativa la están teniendo los antidemócratas.
Mientras los demócratas se muestran pusilánimes, acomplejados y sin querer
tomar conciencia de la grave situación en que ya estamos peligrosamente
sumergidos, los antidemócratas están imponiendo su discurso, su lenguaje, su interpretación
de la realidad y la historia, su presencia mediática. Los demócratas no han
entendido que es más fácil ser antidemócrata que demócrata, lo mismo que es más
fácil creer la mentira que aceptar la verdad. La verdad es siempre
aproximativa, exige argumentos y objetividad; la mentira, en cambio, prescinde
de la realidad. La democracia no surge por generación espontánea, exige un
esfuerzo constante para poner por encima de las reacciones emocionales las
ideas, la racionalidad de los datos y los hechos. La democracia se asienta
sobre el principio de realidad, y la realidad es el reino de lo necesario, no
sólo de lo deseable.
Si
los demócratas no despertamos, no salimos de casa; si por confusión, cobardía o
miedo no empezamos a señalar a los antidemócratas, a combatirlos con
determinación, con ideas, argumentos y decisiones, la inercia y la fuerza de la
irracionalidad acabarán triunfando. Muchos serán arrastrados por la excitaci
ón que provoca la violencia, los sentimientos de revancha y de
superioridad que ya exhiben hoy los antidemócratas, sean independentistas,
etarras maquillados, anticapitalistas, chavistas, peronistas, leninistas,
incluso socialistas, o simplemente resentidos e inseguros, que encontrarán así un
modo superar sus complejos de identidad. Que muchos todavía no distingan a un
demócrata de un antidemócrata, eso sí que es alarmante, cuando cada día se ven
más en los medios de comunicación, la televisión, las instituciones, los
Parlamentos, internet y la calle.
En Alemania lo tienen claro: su Constitución prohíbe «las asociaciones que se dirigen contra el orden
constitucional»; desprovee de derechos a quienes combaten «el orden constitucional»
y declara inconstitucionales a «los partidos que, según sus fines o según el
comportamiento de sus adeptos, tiendan a trastornar o a poner en peligro la
existencia de la República Federal de Alemania». La democracia que no sabe
defenderse de los antidemócratas deja de ser democracia.
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