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lunes, 31 de octubre de 2016

LA VERDAD SEA DICHA


Estos días, extraña coincidencia, he leído varios artículos políticos, de muy opuesta orientación, que compartían una misma y rotunda afirmación: “la verdad no existe”. Uno habla incluso de “la dictadura de la verdad” y llega a decir que “esta feroz invocación de la verdad es sin duda el mayor enemigo de la libertad de expresión”. Todo para acabar disculpando el asalto violento al aula Tomás y Valiente (asesinado por ETA) donde Felipe González y Cebrián iban a dar una conferencia. Con el mismo descaro proclamó P.Manuel I.Turrión (evitemos la homonimia) que este acto era una “prueba de salud democrática”. Sí, todo es opinable y discutible, la verdad no es más que una entelequia… ¡y yo te pillé en la calle!
Estos ateos de la verdad luchan contra un fantasma, al que confunden con el dogma de la infalibilidad pontificia. Para ellos apelar a la verdad es un sacrilegio, un atentado contra la libertad de opinión. Esta idea religiosa de la verdad hace siglos que quedó desterrada, pero ellos siguen combatiéndola con furor clerical. En cuanto apelas a la verdad te quitan la palabra de la boca. Escribe una opinante en El País: La verdad es incompatible con la democracia porque donde hay verdad no puede haber libertad de opiniones. Como nos advirtió Arendt, la verdad rompe con el pensamiento y por eso es totalitaria”. Yo no sé dónde leyó la autora este descomunal disparate (atribuido osadamente a H.Arendt) de que la verdad rompe con el pensamiento, es totalitaria e incompatible con la democracia.
La efímera moda del posmodernismo, ese desecho filosófico equivalente a la comida basura, parece que ha afectado al cerebro de algunos politólogos (politontólogos) que han extendido el relativismo líquido a la charca política, todo para poner en duda la democracia y justificar el asalto al poder en nombre de la libertad de expresión. ¡Libertad para impedir por la violencia la libertad del otro! Todas las dictaduras han apelado a esta libertad para imponer su orden.
Es el momento de afirmar sin titubeos que no hay democracia sin una defensa constante y beligerante de la verdad. Que no hay libertad de expresión admisible cuyo fin sea pisotear, encubrir o impedir la afirmación y la difusión de la verdad. Que la verdad, no solo existe, sino que es incompatible con la mentira y el engaño, tal y como practican, por ejemplo, esos independentistas promotores de lo que llaman Nova Història para difundir, entre otras sandeces, que Colón, Cervantes, Santa Teresa, Erasmo de Rotterdam o Leonardo da Vinci eran catalanes.
La verdad no es eterna, no es una esencia, no es una abstracción metafísica fuera del espacio y el tiempo, no es un dogma, ni una creencia, ni una opinión, ni una imposición, ni un invento, ni una ficción. La verdad es simplemente la constatación, la comprobación objetiva de los hechos, la evidencia compartida de realidades y sucesos, la percepción e interpretación del mundo que nos rodea como realidad consistente. Desconocemos la esencia última de todo (ya lo descubrió la fenomenología y la física cuántica), pero eso no nos impide construir y compartir una imagen del mundo basada en la idea de verdad, de evidencia, de certeza, algo muy distinto de la mentira, la ficción, el error o el engaño.
Ni la democracia ni la política pueden renunciar al concepto de verdad. Por más que la televisión, internet, las redes antisociales, los aparatos de propaganda de todos los poderes (grandes, medianos y chicos), estén empeñados en diluir y confundir la frontera entre verdad y ficción, verdad y mentira, verdad y engaño… Por más que la realidad sea muy compleja y gran parte de ella se nos escape y sea inabarcable. Por más que nunca podremos eliminar de nuestra vida la incertidumbre y la duda… Ni la política ni la democracia pueden prescindir de la búsqueda y el respeto a la verdad, el compromiso de la palabra y el lenguaje con la claridad, el conocimiento y la realidad de los hechos.  Es curioso, pues cuanto más se niega la existencia de la verdad, más fanáticos aparecen dispuestos a negar la legitimidad de la democracia y a imponernos a gritos y botellazos su “verdad”.   


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