Nos han contado tantas veces eso de las dos Españas que, como la leyenda negra, hemos acabado creyéndonoslo. Repetimos con Machado que al españolito que viene al mundo una de las dos Españas ha de helarle el corazón: la España ultramontana, carlista y fascista, por un lado, y la anticlerical, chequista y soviética, por otro. La Guerra Civil, con sus matanzas cainitas, le dio al mito de esta división irreconciliable fuerza de ley científica. Sus defensores aportan pruebas irrefutables que van desde los Reyes Católicos hasta hoy, pasando por todo el siglo XIX. Basta oír, por ejemplo, no sólo a Iglesias Turrión y a toda la tropa independentista, sino también a Pedro Sánchez, para comprobar hasta qué punto ese discurso renace con la misma y obsesiva insistencia.
¿Pero es así? ¿Existen esas dos Españas, la una caricatura de la otra? ¿Es éste un hecho diferencial, la prueba de una tara histórica que no hemos sido capaces su superar? Voy a decirlo con claridad: No. Ni existen ni han existido nunca esas dos Españas, ni hay esencia metafísica alguna que las justifique. Creer que existe algún rasgo psicobiológico que determina esa clasificación de los españoles en dos bandos enfrentados es tan absurdo e indemostrable como pensar que ha caído sobre nosotros una maldición bíblica o que ese destino infausto ya aparece escrito en los huesos de Atapuerca.
En Francia, en la Revolución Francesa, la Asamblea se dividió en dos grupos políticos, los partidarios del Antiguo Régimen (la derecha) y los dispuestos a acabar con todos sus privilegios para crear la Nación como una unión de ciudadanos iguales (la izquierda). ¿Algún historiador habla del enfrentamiento entre las dos Francias? Confundir esta división política con la existencia de dos Francias irreconciliables y cainitamente enfrentadas, es insostenible, por más que la Revolución Francesa dejó París lleno de cadáveres y cuerpos sin cabeza.
Una sociedad, en momentos de crisis, no se fractura en dos, sino que se va resquebrajando en múltiples grietas, creando incluso algunos abismos insalvables, pero todo ello es fruto, no de ninguna esencia o predestinación genética, sino de la propia evolución entrópica de los acontecimientos y las circunstancias. Podríamos decir, para que se me entienda mejor, que fue la Guerra Civil la que creó las dos Españas, no las dos Españas las que provocaron la Guerra Civil. En cuanto pasa ese estado de excepción que obliga a la formación de bandos enfrentados, la sociedad se convierte en lo que son sus individuos, una sociedad libre, diversa, no dividida en bandas de primates enfrentados, sino en una heterogeneidad de individuos que tienen en común lo único y fundamental: su condición de ciudadanos.
Así que no, no existen esas dos Españas, inventadas por quienes aspiran a aprovechar esa división social en beneficio de sus intereses y ambiciones de poder. Si divides a la sociedad en dos y logras que una aplaste o arrincone a la otra, tienes el camino libre para imponer a toda la sociedad lo que quieras. Cuando un proyecto de este tipo se hace evidente, como es el caso de los separatistas, surge un nuevo mito: el de los reconciliadores, los equidistantes, los pacifistas, los predicadores del diálogo, la tercera España. Hoy, proscrita la palabra España, prefieren hablar de la tercera vía, que es algo así como inventar una vía con tres raíles.
Lo diré sin rodeos: sólo existe una España, la España de los ciudadanos. Esa es la única España que nos une por encima de cualquier diferencia, ya sea social, cultural, lingüística, territorial, religiosa, ideológica, económica o sexual. La condición de ciudadano es lo que nos hace iguales. La fuente única de derecho es nuestra condición política de ciudadanos. Así que no hay derechos históricos, ni territoriales, ni de clase, ni de origen, ni de ningún tipo que convierta cualquier diferencia en privilegio.
No hay mayor atropello democrático que despojar del derecho fundamental de ser ciudadano al conjunto de españoles. Lo hace Pedro Sánchez al proclamar que lo que hoy es España en realidad son, al menos, cuatro naciones: Cataluña, País Vasco, Galicia y… ¡España! ¿Nadie le ha dicho, ante semejante imbecilidad, que eso que quedaría, ya no sería España, sino una nueva nación recién inventada? Y si, además, eso que quedara, podría volver a trocearse hasta convertir a Madrid, por ejemplo, en una nación (como también ha proclamado uno de sus preclaros seguidores), ¿que eso sería no sólo destruir la España de los ciudadanos, sino todo el Estado de Derecho? Esta izquierda descarriada está dispuesta a pasar de las dos Españas a cuantas Españas se le ocurran. Los de Cartagena ya están preparados para convertirse en la España 51 o la 101, qué más da.
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