El proyecto de unión ibérica al que llamamos iberismo -y que este medio defiende y estimula con encomiable empeño-, se presta a cierta confusión que creo necesario abordar de modo explícito y abierto. Como todas las grandes palabras (libertad, democracia, igualdad), el término iberismo puede hacer referencia a realidades muy distintas.
Creo que hay dos interpretaciones básicas del iberismo que es preciso clarificar para evitar malentendidos, porque de cada una de ellas se derivan proyectos y acciones que pueden llegar a ser, no sólo diferentes, sino incompatibles. La pregunta que sirve para diferenciar estos dos modelos es: ¿Qué es lo que queremos unir? Esta es la pregunta inicial e insoslayable, previa a la siguiente: ¿Qué tipo de unión queremos (cooperación, integración, federación, confederación) y qué pasos hemos de dar para lograrlo?
El primer iberismo, que es el que yo defiendo, lo que quiere unir son dos Estados soberanos, Portugal y España. Mi iberismo parte de esta premisa. No se trata de hacer desaparecer la soberanía de ninguno de los dos Estados, ni siquiera establecer espacios de co-soberanía o soberanía compartida. La soberanía no acepta fórmulas intermedias, porque es un principio único e indivisible, se tiene o no se tiene. Así que no se trata de renunciar a nada, entre otras cosas, porque establecer los espacios de co-soberanía, diferenciándolos de los de la soberanía, es algo prácticamente imposible.
No, el camino no puede ser el definir previamente qué es lo que un Estado puede decidir solo y qué es lo que no podría hacer sin el consentimiento del otro. Esta vía, insisto, nos llevaría a discusiones y disputas interminables, con el riesgo de despertar recelos y temores que son los que precisamente queremos superar. Por tanto, el modelo ha de ser otro: el de acordar en cada momento la mejor fórmula de cooperación, optimización de los recursos, unión real de fuerzas, construcción de proyectos comunes. Hay aquí un terreno amplísimo que nos saca de la paralizante discusión y regulación de la soberanía y nos enfoca en la verdadera unión, basada en el interés mutuo y el establecimiento de relaciones humanas, culturales y económicas positivas.
El segundo iberismo no parte de la existencia consolidada de estos dos Estados, sino de otro modelo, el de la unión de los pueblos ibéricos. Es el iberismo del siglo pasado, que surgió en los años 30 y del que tenemos dos referencias concretas que nos pueden ser útiles para juzgar su viabilidad y sentido.
En 1927 se constituyó en Valencia de Federación Anarquista Ibérica (FAI), formada por la Uniáo Anarquista Portuguesa, la Federación Nacional de Grupos Anarquistas de España y la Federación Nacional de Grupos Anarquistas de Lengua Española en el Exilio. El fracaso de esta iniciativa no sólo se debió al desenlace de la guerra civil española, sino a la confusión que el mismo proyecto encerraba. La retórica sobre los pueblos ibéricos no se concretó en nada, y la referencia al internacionalismo proletario volvía todavía más difusos los objetivos y la posibilidad de llevar a la práctica el principio autogestionario y la democracia directa.
La otra referencia son los dos intentos de proclamación de la independencia de Cataluña de 1931 y 1934. El primero lo protagonizó Francesc Macià en 1931. Macià utilizó sucesivamente tres expresiones para definir el sentido de esta independencia:
-L'Estat Català, que amb total la cordialitat procurarem integrar a la Federació de Repúbliques Ibèrics.
-L'Estat Català como una República Catalana para crear la Confederació de Pobles Ibèrics.
-La República Catalana com Estat integrant de la Federació Ibèrica.
Sorprende este vaivén de fórmulas que indica la ambigüedad y confusión del proyecto. La referencia federal y confederal a los pueblos ibéricos parece un añadido apara atenuar y hacer más aceptable el hecho de la proclamación unilateral de la independencia, sin consultar, por supuesto, a ninguno de esos supuestos pueblos ni contar con su voluntad. El intento de Lluís Companys de 1934 fue parecido: proclamó el Estado Catalán de la República Federal Española, transformando, de golpe, a la República Española en República Federal. El gobierno de la República se vio obligado a sofocar inmediatamente esta rebelión.
Los intentos actuales de revivir la idea de una Federación de los Pueblos Ibéricos repiten los mismos errores. La total indefinición del modelo, donde ni siquiera se especifican ni nombran cuántos y cuáles son esos pueblos ibéricos llamados a formar una federación o confederación (que no es lo mismo), ni qué tipo de estructura global se quiere crear (¿Estado de Estados, nación de naciones?), ni qué soberanía tendrían esos pueblos-estados-naciones, ni qué relaciones mantendrían entre sí (¿bilaterales, multilaterales?) ni con el resto del mundo (defensa, fronteras, relaciones internacionales, comercio, etc); todo esto muestra lo evanescente de este iberismo.
Desde el punto de vista práctico, dejando de lado la complejidad política, sería tan costoso, engorroso y paralizante el poner de acuerdo, ante cualquier cuestión o discrepancia, a ese conglomerado desigual y asimétrico de pueblos-estados, que resultaría imposible llevar adelante ningún proyecto común. No tendría ninguna ventaja, y sí un cúmulo inimaginable de inconvenientes. ¿Por qué, sin embargo, dentro del propio movimiento iberista, hay una corriente que defiende este modelo, a todas luces inviable? Responderemos en el próximo artículo.
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