
El animalismo es una corriente de pensamiento que defiende los derechos de los animales, atribuyéndoles cualidades y sentimientos semejantes a los de los seres humanos. Es palabra fea. El lenguaje no se crea mecánicamente. De humano derivamos humanismo y humanista, pero derivar animalismo y animalista de animal es violentar el sentido y las leyes internas de la lengua española.
Pero dejemos la gramática y vayamos al tema de los toros, que el Parlamento de Cataluña ha puesto de “rabiosa” actualidad. Los animalistas abolicionistas de las corridas de toros parece que han ganado una batalla. Unos lo celebran como una lección de ética, una muestra de avance moral y social; otros, como una prueba del intervencionismo y el prohibicionismo independentista que empieza a caracterizar a la sociedad catalana.
Ya he dicho en otra ocasión que, cuando hay dos posturas enfrentadas, yo me inclino por quien menos vocifera, por quien menos gesticula, amenaza o insulta. En este caso no hay duda: los antitaurinos suelen defender su postura con una violencia gestual y verbal que está muy lejos de la actitud, más bien pacífica, de los amantes de los toros:
“Visca Catalunya, mort als torturadors d'animals!” “No más muertes de animales para divertimento del populacho”. “Esta bochornosa carnicería primitiva y paleta digna de un sub-país sub-desarrollado, la hubiesen prohibido desde hace mucho ya. Pero no os angustiéis, asquerosos protaurinitos de m.i.e.r.d.a: siempre os quedará Andalucía (más sub-desarrollada y paleta que ninguna otra comunidad existente) por ejemplo, para saciar vuestra sed de sangre, sufrimiento y la p.u.t.í.s.i.m.a M.I.E.R.D.A que tanto os encanta contemplar”. Son algunos comentarios que se pueden leer hoy en la prensa de Cataluña.
Beatriz Gimeno, a la que parece bien la prohibición, pero que confiesa al mismo tiempo que le gustan los toros, ha escrito: “Desde que dije lo de los toros he recibido más insultos y amenazas en mi correo personal que nunca antes a pesar de que suelo tratar temas polémicos. Una de las características de muchos de esos mensajes era la obsesión por clavarme a mí esas mismas banderillas con las que quieren acabar, y por clavármelas en todas las partes de mi cuerpo, especialmente en las más sensibles”.
Pero no sólo me orienta sobre el tema esta intolerante reacción de los abolicionistas, sino los argumentos que esgrimen: prohibir las corridas de toros es luchar contra el maltrato a los animales y avanzar hacia una sociedad más culta y sensible, más desarrollada moralmente; los defensores de los toros son, por el contrario, insensibles, sádicos, bárbaros e incultos. ¿En qué se basan para hacer estas insultantes acusaciones? En que ellos lo dicen. Tienen la capacidad divina de introducirse por un lado en el cuerpo y la conciencia de los toros, luego en la cabeza y los sentimientos de los toreros y aficionados, y dictan sentencia: los toros sufren horriblemente y los taurinos gozan con ese sufrimiento cruel.
Todo esto es muy freudiano. Identificarse físicamente con el toro de ese modo, proyectar imaginariamente sobre los otros sentimientos de crueldad e insensibilidad, reaccionar con violencia contra quienes piensan lo contrario, imponer su gusto y sus ideas a los demás, sentirse moralmente superior por ello… No hace falta ser psicólogo… Hay que estar muy fascinado por la sangre para embadurnarse el cuerpo y las manos como hacen algunos abolicionistas. Dime lo que así rechazas, y te diré qué temes, qué inconscientemente reprimes.
DEFENSA DE LA TAUROMAQUIA
Para no dar más vueltas al tema:
-La supuesta superioridad moral de los abolicionistas es, no sólo indemostrable, sino intrínsecamente inmoral, por engreída, despreciativa e insultante.
-No existen los “derechos de los animales”. Sólo quien es responsable de sus actos puede ser sujeto de normas, derechos y obligaciones. Los animales no tienen derechos, porque tampoco pueden tener deberes.
-Los hombres sí podemos establecer leyes para regular nuestro trato con los animales: para evitar el maltrato, conservar la biodiversidad, etc.
-Se prohíbe aquello que causa un daño a los demás, individual o colectivamente, o aquello que impide el ejercicio de un derecho reconocido, no aquello que simplemente no nos gusta. Se puede prohibir fumar en lugares públicos porque causa daño a los demás, pero no se puede prohibir fumar a nadie, ni con el argumento de que queremos hacerle un bien. Líbrenos Dios y el Diablo de los salvadores de todo tipo, los que se autoproclaman representantes de la conciencia moral de una sociedad para arrogarse el derecho a prohibir e imponer sus normas salvadoras.
-Las corridas de toros no causan ningún daño ni lesionan ningún derecho de nadie. La prohibición, en cambio, sí. Causa daño, en primer lugar al toro, al que se condena a la extinción; luego, a los que viven del toreo… y también a las dehesas como ecosistema singular. (En Cataluña no hay dehesas, claro).
-Los toros sienten dolor, pero no “sufren”. El sufrimiento es cosa humana, para sufrir hay que interpretar mentalmente el dolor como desgracia, amenaza, pérdida, incapacidad, etc. La actitud del toro en la plaza es incompatible con el sufrimiento: si sufriera no podría atacar. La conducta del toro es la de un animal que se siente fuerte, poderoso y capaz de atacar, que no huye. El dolor físico genera hormonas que aumentan su bravura y agresividad, no le “apagan” o “deprimen” físicamente, como hace el sufrimiento.
-El toro llega a la plaza en la plenitud de sus facultades físicas, lo que le permite embestir y poner en riesgo la vida de quien se atreve a colocarse ante él (conocemos el nombre de más de sesenta toreros que han muerto en la plaza). La vida del toro es incomparablemente más digna que la de ningún otro animal doméstico: vive y muere conforme a su naturaleza, no es sometido a ninguna tortura en su crianza y en su vida, y su muerte es infinitamente menos dolorosa y estresante que la de cualquier otro animal criado por el hombre (pollos, cerdos, vacas, ovejas, truchas o langostas…).
-Ni al torero ni a los aficionados les gusta ni les interesa para nada que el toro “sufra”, que su dolor acabe con su instinto de ataque. Lo que les emociona es la bravura, la fuerza, el empuje, la casta, el trapío, la belleza, lo que permite realizar al torero faenas en las que el valor se une a la estética del movimiento, el riesgo a la destreza. Todo esto es incompatible con el maltrato, la crueldad, el sadismo. Por el contrario, nadie “empatiza” y se pone más en el lugar del toro que el torero y los amantes del toreo. Transformar la brusquedad, la fiereza en suavidad, en ligereza, en movimiento elegante y acompasado, exige una compenetración entre toro y torero capaz de transmitir una emoción única, imposible de encontrar en ningún otro espectáculo.
-La corrida de toros tiene, por encima de todo, un valor emocional, ritual y simbólico: escenificación de la lucha del hombre con la naturaleza, reto a la muerte, contacto con fuerzas poderosas, dominio de la animalidad, ejemplo de valor, experiencia del riesgo, recuperación de vivencias ancestrales, rito sacrificial… El toreo entronca con los mitos y ritos paganos de tiempos prehistóricos, desde la India a Creta, de Mesopotamia a Hispania. Papas y reyes (Pío V, Sixto V, Torquemada, Felipe VI, la Ilustración…), en contra de lo que se cree, trataron muchas veces de acabar con los espectáculos taurinos, por paganos, por “primitivos”, por contrarios al cristianismo.
-Frente a la “cultura bambi”, la hipocresía de los que se escandalizan ante la muerte cruenta del toro mientras llenan las pantallas de atrocidades humanas de todo tipo, o la indiferencia de quienes por negocio matan cada día a millones de animales en condiciones verdaderamente crueles, el rito taurino se asienta sobre valores humanos y sociales indiscutibles.
- “Creo que los toros es la fiesta más culta que hay en el mundo”, escribió Lorca. Y como él pensaban Valle Inclán, Machado, Miguel Hernández, Ortega y Gasset, Bergamín, Pérez de Ayala, Gerardo Diego, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Jorge Luis Borges, Miguel A. Asturias, Pablo Neruda, JR Jiménez, Alberti, Picasso, Orson Welles, Hemingway…, por citar nombres cercanos de todos conocidos. Hay que ser muy soberbio para considerarse moralmente por encima de todos ellos.
-Frente a miles de escritos y obras de arte de todo tipo, frente a ese patrimonio literario, intelectual y artístico ingente, oír a Jesús Mosterín (el “gran” filósofo del antitaurismo) decir que “el Parlamento de Cataluña ha prestado un gran servicio a Cataluña, a España y a la noble causa del triunfo de la compasión en el mundo”, resulta tan pedante como ridículo.
-La fiesta taurina no morirá a causa de ninguna prohibición. Se mantendrá mientras tenga el sentido y la emoción de la que hemos hablado. Pero también digo que la corrida de toros, para sobrevivir, debería evolucionar y cambiar. Sustituir, por ejemplo, la actual suerte de varas (casi siempre torpe, fea, desigual, donde no existe riesgo alguno para picador y caballo), por una “suerte de rejoneo” (rejón, no puya), a caballo, donde se castigara menos al toro y el rejoneador estuviera en condiciones de igualdad ante el toro. Y, por supuesto, devolverle la bravura y la fuerza al toro, incluso a costa de su trapío, no supeditándose a exigencias de toreros, apoderados y mercachifles espabilados, que ponen por encima de la fiesta sus intereses particulares.