(Foto: S. Trancón)
De vez en cuando releo algunas páginas perdidas en viejos cuadernos. La vida pasa y se diluye como la niebla, pero a veces nos deja su aroma y su rumor prendido en las palabras que vanamente escribimos para retenerla.
Mediona, 7 de agosto de 1990
¡Qué molesto puede llegar a ser un ruido constante cuando todo está en silencio! El temblor del frigorífico, el zumbido de una mosca, la moto que pasa bajo la ventana… Hay ruidos que nos pueden desquiciar. Es como poner los dedos en un enchufe: la reacción es inmediata y violenta. Pero ahora todo está en calma, la casa se ha dejado penetrar por el silencio, el sosiego, y poco a poco todo lo que me rodea se va liberando de los límites del tiempo y del espacio, y noto que no estoy defendiéndome del mundo exterior, sino reposando en él, dejándome invadir y penetrar por el silencio y la quietud. Y entonces empieza a llover, primero tan suavemente que apenas se percibe, en pequeñas oleadas, suavizando el ritmo de su entrega, de su caída, y luego poco a poco con mayor intensidad, golpeando los tejados, el agua forma regueros en el suelo, y se mezclan muchos sonidos dentro de ese rumor, el chasquido de las gotas sobre la acera, el crepitar sobre los cristales, el gorgotear sobre los charcos, el viento que mueve las hojas de los chopos, cerca y lejos, olas viniendo de la calle, el murmullo lejano de una cascada. El cielo gris, gris ceniza, gris plomo, gris plata, sin nubes, una suave oscuridad en la que se expande el blanco difuso de las casas, un resplandor sin luz. Arriba, un techo con vigas de roble ennegrecidas, torcidas, onduladas, despreocupándose de la perfección y firmeza de la línea, como las paredes, blancas, que huyen de la verticalidad, con curvas y abombamientos, por eso puedo sentir que se mueven, que son como la masa del pan empujada por la levadura, no erigidas para alcanzar la rectitud, el orden, la seguridad, sino levantadas sobre lo informe, el magma, la masa, el barro... Hasta encontrar la quietud etérea de la curva, la bóveda, la cúpula, el ábside, la columna, los límites no señalados para envolver el sonido, el siseo y los rumores de la lluvia, envolventes, prefigurando la caricia, prolongando el contacto, la cópula… Veo la pequeña ermita pre-románica de Tossa, allá en lo alto y los restos de un castillo señalando los límites de la Marca Hispánica… Ese espacio envuelto y vuelto hacia el interior, un interior cálido, acogedor, sereno, con pequeñas saetas de luz como ojos rasgados, la pupila de un gato, un oscuro por donde penetra un rayo de luz, no la luz total, cegadora, que hace imposible el misterio y el recogimiento de la piedra, mirando hacia su interior vacío. El viento que baja desde allí y agita las ramas de los pinos, los cipreses, los robles… Y cuatro tumbas pequeñas, sarcófagos esculpidos en la piedra, con su hueco para reposar la cabeza y que los ojos ciegos miren siempre hacia el cielo. ¿Cuatro tumbas de niños mártires? El ábside de tres lóbulos, tres delicados senos, tres cuerpos desnudos abrazados a la piedra curvada, modelada por el cincel, el viento, la niebla y la lluvia. “Ah, olhar é en mim una perversão sexual!”, escribió Pessoa.
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