Para ello, el pensamiento tiene que encarnarse, pasar por el cuerpo. Pensar no es sólo una actividad cerebral, sino corporal, orgánica. Hablamos con todo el cuerpo.
Cada lengua establece unas normas (fonéticas, sintácticas, semánticas) que abren un horizonte de posibilidades al habla. Esas normas funcionan también como límites. Cada lengua funciona como una estructura no sólo lingüística, sino orgánica y mental, a la que el sujeto se tiene que sujetar si quiere hablar. La lengua aparece así como imposición social.
El cuerpo es la afirmación de lo individual frente a la norma social. Lo individual, la impulsividad del deseo, lucha por hacerse presente y realizarse en todo momento porque en eso consiste la vida, de ello depende su "permanencia en el ser". El cuerpo es la fuente energética que sostiene la vida. Al hablar, el cuerpo necesita también hacerse presente, expresar su deseo, no sólo dar forma a su pensamiento. La lengua es el resultado de un acuerdo y una integración entre cuerpo y pensamiento.
Cada lengua impone una estructura corporal y mental al hablante. Hablar es una experiencia, en primer lugar, corporal. Para hablar una lengua hay que incorporar una serie de hábitos orgánicos, respiratorios, rítmicos, acústicos, gestuales, posturales, energéticos, impulsivos. Cada lengua construye y expresa un compromiso con el deseo, con el cuerpo.
Como el deseo más fuerte es siempre el deseo del otro (poseer, unirse o diluirse en el otro), el habla se convierte también un un acto de seducción (despertar el deseo del otro), o de dominio o de control del otro (someter al otro a mi deseo).
La literatura nos sitúa en el corazón de todas estas contradicciones: la ley, el cuerpo, el deseo, el otro. La verdadera literatura es siempre un "desbordamiento" de la ley y una victoria del deseo. Toda obra literaria lograda es a la vez una realización y una ampliación de las posibilidades orgánicas y mentales de la lengua. La literatura, por eso mismo, hace evolucionar a la lengua ampliando sus casi ilimitadas posibilidades.
Yo tengo un método práctico para distinguir la mala, de la buena literatura: escuchar al cuerpo. Me baso en la teoría que aquí he expuesto sobre las relaciones entre lenguaje y cuerpo. La mala literatura me sienta mal, física y orgánicamente. Me impone una "corporalidad" que no me deja respirar bien o no estimula mi energía. No me permite integrar ni armonizar mis impulsos y emociones. Puedo sentirla, incluso, como algo orgánicamente tóxico, nocivo.
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