El tiempo es la categoría mental más
compleja, más difícil de definir, de explicar y entender. Para la
mayoría, el tiempo no es más que eso que medimos y contamos con el
reloj y mediante el calendario. Números. Números que miden y
cuentan ciclos que se repiten: una hora, un día, un mes, un año...
¿Pero qué es eso que medimos y contamos?
Algo inasible, invisible, inaudible y
hasta inimaginable. No tiene forma, ni color, ni olor, ni sonido.
Algo abstracto que, para manejarlo, lo identificamos con números y
palabras. Pero no podemos confundir el número y las palabras con
algo objetivo, real: no existe de ningún modo, por ejemplo, el 31 de
diciembre de 2012. No es ningún objeto, ninguna realidad.
El tiempo tampoco es una fuerza
invisible, como lo es la gravedad. Ni un hecho, como la erosión o
las mareas, o un acontecimiento, como la guerra civil española (por
cierto, siempre inacabada).
El tiempo es una construcción
imaginaria basada en la repetición de los ciclos de la naturaleza,
especialmente del ciclo solar. Así surgió. Como categoría mental
ha resultado muy útil para organizar la vida social, el trabajo, el
descanso, la comunicación y las relaciones humanas. No podríamos
prescindir de ella.
Entendemos el tiempo como la duración
de algo. Sin cambio no hay duración. Algo dura mientras no deja de
ser lo que es. Identificamos el tiempo con los cambios que se van
produciendo en algo. Duración (permanencia), cambio (modificación)
y destrucción (desaparición) son las manifestaciones del paso del
tiempo.
Pero el tiempo sigue siendo algo
incomprensible. Sólo podemos imaginarlo como algo que avanza en una
sola dirección: hacia adelante. Pero Einstein nos demostró que no
es una realidad objetiva, sino relativa. El tiempo sólo existe con
relación a algo que se mueve: si cambia la velocidad con que algo o
alguien se mueve, el tiempo transcurrido cambia también. Por eso la
flecha del tiempo puede ser reversible, al menos teóricamente.
Pero a mí lo que más me interesa es
el tiempo subjetivo: o sea, el modo como cada uno imagina, cuenta y
vive su propio tiempo, el de su propia vida. Su tiempo de vida. Y lo
primero que digo es que, más que el tiempo, lo que me importa es la
vida. Pongo la vida por encima del tiempo. Nos preocupamos por el
tiempo porque tememos no durar, morir “antes de tiempo”. Pero
todos morimos antes de tiempo.
No me preocupo del tiempo, sino de lo
que hago, lo que vivo, lo que siento. No me afano por durar, sino por
vivir. Por eso no me gusta contar los días y los meses, ni celebrar
cumpleaños, ni recordar fechas, ni programar compromisos. Tampoco
tengo ninguna agenda y mucho menos electrónica. Si me olvido de
algo es porque debía olvidarme, me digo. Como cuando tengo hambre,
no cuando lo dice el reloj. Me acuesto cuando tengo sueño, no cuando
toca. Lejos de llevar una vida anárquica, sigo espontáneamente un
ritmo mucho más ordenado que la mayoría, aunque muchas veces no
sepa ni el día ni mes en que vivo.
Al liberarnos de la obsesión por medir
el tiempo, el tiempo acaba alargándose. Al no someternos a los
dictados del reloj, estamos mucho más abiertos y disponibles para lo
nuevo e inesperado. Al someternos a nuestro propio ritmo, no nos
exponemos a los vaivenes y caprichos de los demás. Al olvidarnos de
la edad, impedimos que los demás nos encasillen, definan y
controlen.
Medir, contar y recordar el tiempo
exige una gran cantidad de energía. Es muy costoso y fatigante. La
pérdida más estúpida de tiempo es la que dedicamos a medir y
contar el tiempo. Confía en tu reloj interior, que mide la vida por
la intensidad con que vives, no por las hojas del calendario.
Acompasa tu vida al ritmo de lo que haces. Cada cosa requiere su
tiempo y su ritmo, es inútil acortarlo o alargarlo. Cuando centramos
toda la atención en algo, el tiempo desaparece. Es la mejor forma de
liberarnos de la tiranía de tiempo.
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