La
poesía vive en la marginalidad literaria, apenas tiene lectores y está fuera de
los circuitos comerciales. Sin embargo ocupa el lugar central de la literatura;
es, podríamos decir, su núcleo esencial. Si desapareciera, toda
la creación literaria se vendría abajo por falta de consistencia. La poesía, al
contrario de la novela, no vive de los lectores, vive de sí misma. Y mientras
haya poesía habrá poetas. Leyendo la poesía de Luis Díaz Viana uno comprende el
sentido de esta profunda verdad.
Se ha dedicado profesionalmente Luis Díaz a la
antropología, una disciplina que tardó en llegar a nuestro país y de la que él
ha sido pionero. Una larga lista de libros recoge sus investigaciones,
orientadas a desvelar la pervivencia de rasgos culturales y populares dentro de
nuestra propia cultura, cada día más universal y urbana. Pero además de esta
labor científica y académica, Luis Díaz se ha dedicado de modo consciente,
perseverante y riguroso, a la poesía. De ese núcleo creativo esencial han
brotado también sus otros dos empeños artísticos: la pintura y la música.
La publicación reciente de su “poesía junta y revisada”
pone de manifiesto el lugar central que la creación poética tiene en toda su
obra y en su vida. No suelen los poetas atreverse a poner en claro, reunidos y
enfrentados, los poemas que han ido marcando su propia evolución poética. Esto
implica releer críticamente, seleccionar y depurar cada poema y, sobre todo,
tratar de encontrar el sentido de una continuidad no manifiesta, pero
existente, como río profundo que recorre por debajo de lo que aparentemente ha
sido una creación espontánea y sujeta a los impulsos de cada momento. Luis Díaz
lo ha hecho con este libro de 300 páginas, titulado En honor de la quimera (ed. Devenir Poesía), en las que ha ordenado
los siete libros publicados entre 1971 y 1992.
Siempre es insuficiente y reduccionista calificar una obra
variada, compleja y fuertemente personal. No lo voy a hacer con la poesía de
Luis Díaz, difícilmente clasificable según las categorías al uso. No impide
esto destacar que encontramos en ella recogidos los impulsos y la sensibilidad
de los movimientos poéticos más destacados de la historia, pero no recurriendo
a la copia o la imitación, sino a través de la asimilación e integración en la
propia concepción y vivencia poética. La poesía de Luis Díaz ha ido brotando y
haciéndose –tal y como se presenta en este libro- de las fuentes del
romanticismo, el neoclasicismo, el modernismo, el irracionalismo surrealista y
la lírica popular. El impulso personal late y transforma en cada momento estas
influencias en una voz original que nunca pierde la raíz, el vínculo con la
propia vida. La poesía se convierte así en búsqueda, autoconocimiento,
autoafirmación frente a un mundo incomprensible pero apasionante.
No nos encontramos ante una poesía del sosiego o la
contemplación, sino del desarraigo, de la vivencia dramática del amor, el
dolor, la muerte, la injusticia, el sinsentido. Nada de extraño que a veces
adopte un tono nihilista, apocalíptico, bíblico, y que se exprese tanto a
través del versículo y la salmodia como mediante versos cortos, inquietos,
llenos de elipsis y rupturas rítmicas. Prueba de esta inquietud, de esta
tendencia al inconformismo (incluso formal) es el distribuir alternando las
estrofas del poema pasando del lado derecho, al centro y el izquierdo de la
página, creando un equilibrio dinámico, formando un zigzagueo que avanza como
un oleaje. Esta construcción rítmica y visual no es un simple juego, tal y como
lo concibe la poesía experimental, sino la expresión más adecuada del contenido
y el latir mismo de los temas recurrentes que dan vida a los poemas: el amor,
la muerte, el sexo, el dolor, la soledad, la naturaleza, el misterio de la
existencia.
Dice el poeta, “solo
y desterrado”, que “vivir y morir tan
solo es niebla” y que “la única
eternidad está en tus sueños”. Por eso “busco,
con otros hombres, la puerta condenada / de un antiguo paraíso”. Busca,
pero no huye el poeta de lo que encuentra al final del encuentro: “La muerte nunca aparece como es, / tal como
es: guarda su misterio”. “La muerte estaba en ti. Tú la traías / en tu mirada,
en tus ojos, en tus manos. / Tú la traías en tus labios / y me los diste, desnudos, a besar. / Yo,
sólo sabía de palabras”.
El amor es mucho más que un tema, es el lugar y la
experiencia radical a la que regresa una y otra vez el poeta, incapaz de
entender su misterio, tan unido a la soledad y la muerte: “Qué lucha de vidas encontradas, / tan terrible, hasta llegar a ser
nosotros, / hasta salir tú de ti, yo de mi otro / para abrazarnos desnudos y
sin sombras”. “He pasado en cárceles
de soledad / toda mi vida / huyendo del amor o deseándolo”.
Ninguna reseña puede sustituir la experiencia de la lectura
individual, y nada más personal e intransferible que el encuentro con un libro
de poesía tan denso, extenso y variado como éste. Ante la imposibilidad de resumirlo
cabe, sin embargo, entresacar algunos versos que pueden mostrar su pujante
vitalidad, su concentrado lirismo, la fuerza expresiva y la riqueza de imágenes
sorpresivas e impactantes. Una poesía cargada de emoción, pero también
portadora de una visión del mundo y el hombre como ser desvalido e indefenso
que necesita dar sentido a su vida, comprender y compartir su existencia azarosa,
cargada de experiencias desgarradoras, pero también exultantes y felices. El
sentimiento nos mueve y nos guía: “Porque
el sentimiento es la llave que hace bello / lo imperfecto”. “Sólo un viento de sueños calcinados /
desordena los pliegues de la tarde, / mientras, tristes y oscuros, / caminamos”.
“Vi el mundo que se oculta en los espejos
/ y juzgué la muerte necesaria”. “Tendremos
que morir, como árboles viejos, / sin corazón de viento ni memoria de estrellas: / solos y
acostumbrados al musgo y a la tarde”.
Si un libro de poesía puede salvarse por un solo verso,
encontramos en esta antología de Luis Díaz cientos de versos que por sí solos
justifican, no ya su publicación, sino una vida entera dedicada a la obstinada
labor de expresar con palabras el misterio de lo que somos, de lo que sentimos,
de lo que pensamos y deseamos. De la alta calidad y logro de este empeño sirva
este puñado de versos cargados de belleza y emoción, pero que también encierran
una profunda reflexión sobre nuestro paso por esta tierra:
“Baja de las nubes. Sal, sal a la calle. /
Busca a un hombre muerto con tu mismo rostro”.
“Vivir como si la tierra / fuera nuestra
única patria, / la que sabe nuestros nombres, / y no el oscuro destierro / de
unos dioses derrotados”.
“Recorrer los puentes
fríos / que cuelgan sobre la hierba, / perderse en un horizonte / de coches
enfurecidos, / de muchedumbres de piedra / y mujeres sin mirada”.
“Era un niño
–praderas hacia el cielo- / perdido bajo el sol; cálidos ríos: / en los barcos
azules del verano / sentí sobre la piel caricias blancas”.
“Bajo las escaleras
de la tarde / un suave dormitar de mariposas”
“Las hojas pudriéndose en la fuente / asumían
su verde desencanto…”
Y para acabar, estos dos versos que expresan el profundo
anhelo que recorre no solo esta poesía, sino la vida íntima del poeta:
“ Yo quiero, con las nubes intangibles /
deshacerme en la luz, eternamente”.
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