Un amigo, Evelio Rivera, me envió esta
carta a propósito de un cuento judío que publiqué aquí (ver más abajo) y que
leyó en una pausa de su trabajo. Es un relato emocionante y lleno de sabiduría.
Que este cuento judío lo conociera ya desde niño es una prueba de esa huella
judía invisible que perdura aún en nuestra país.
Buenas tardes,
Santiago:
Es curioso que
en medio de esta borrachera de números, me llegue un recuerdo que, como una
marea fresca, tiene el poder de arrancar las cifras del papel y
llevárselas volando como gotas de betún. El cuento al que te refieres lo
escuché en mi pueblo cuando era pequeño, pero los clavos se clavaban en la
puerta cuando se cometían pecados. Podías arrancarlos después de
confesarte; cuando conseguías el perdón, a pesar de ello, siempre quedaban
las marcas, es decir, según entendía yo el cuento, Dios no te perdonaba completamente,
quedaba un poso, un runrún en tu interior que se mantenía activo durante
mucho tiempo, hasta que finalmente se apagaba el ímpetu de la zozobra que tal o
cual cosa te había producido. Afortunadamente, yo era un niño bueno y no
encontraba actos, palabras o pensamientos en los que pudiera reconocer un
pecado, ni siquiera un pecadito, cosa que molestaba mucho al cura
de mi pueblo, por lo que tenía que simular pecados, mentir descaradamente al
cura en el confesionario, para que no se enfadara conmigo, así que me inventaba
los pecados. No sabía yo entonces qué era un pecado, lo descubrí una luminosa
mañana cuando abatí un pájaro que piaba sobre la rama del olmo que crecía
imponente al costado de la carretera, cerca de mi casa. Como todos los niños de
mi pueblo, me fabriqué un tirachinas, corté una pequeña rama de fresno y con un
trozo de vidrio hice unas muescas en la madera para encajar las gomas, las
cuales, supongo que las conseguí en un estercolero, tarea no exenta de riesgo
porque había que rebuscar entre el estiércol de los animales, las latas
oxidadas de las sardinas, los cristales de las botellas rotas que ya no servían
para cambiarlas en la taberna, etc. Era muy de mañana, coloqué una piedra entre
las gomas de mi tirachinas, las estiré lo más que pude y apunté al
pájaro. Jamás pensé que le acertaría, pero el caso es que cayó al suelo
golpeado por la fuerza de la piedra. Asombrado me acerqué para ver cómo su
pequeña lengua sobresalía levemente entre su pico abierto. Una ola de frío me
erizó el pelo del cuello, el pájaro agonizaba, los estertores de su cuerpo,
precursores de la muerte, me sobrecogieron, me sentí lleno de vileza. No
consideré aquel acto como una proeza, muy al contrario, me sumió en una especie
de letargo abarrotado de tristeza. Ese sí fue un gran pecado, nunca he
olvidado aquel acto cruel. La brutalidad de un ser que usa su poder para aniquilar
la inocente belleza de un pájaro cantado, llenando con hermosos trinos el
silencio del claro azul, un azul casi zarco, hasta conseguir que el aire vibre
y que violentamente yo golpeé cuando el canto de su última nota se enredaba
acariciando las ramas del olmo.
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