La
distinción política entre izquierda y derecha sigue ahí, a pesar de que lleva
más de un siglo de crisis “semántica”: es muy difícil anularla. Podemos (lo
mismo que los falangistas en su día) empezaron tratando de borrar estas
diferencias, conscientes de que esa frontera dividía a los ciudadanos en dos
categorías no necesariamente enfrentadas. Ensayaron lo de la transversalidad,
pero la realidad (la identificación de sus votantes y de su ideología no sólo
de izquierdas, sino de extrema izquierda) les hizo abandonar el intento y ahora
ya se sitúan donde están, a pesar de seguir jugando con suficiente ambigüedad
como para que quepan en su cesta votos de derecha, incluso de extrema derecha.
Izquierda Unida quiso explotar esta contradicción, pero ya ha abandonado esa
difícil tarea porque Podemos ha sabido diluirla al colocarse en algunos temas
más a la izquierda que la propia IU.
Ciudadanos también quiso borrar esta dicotomía diciendo que
había que superar eso de “rojos” y “azules”, buenos y malos, para situarse en
el centro y acabar con el enfrentamiento entre las dos Españas, la de derechas
y la de izquierdas, esa perversa división que nos llevó a la Guerra Civil. Como
a Podemos, el propósito, lleno de razón y buenos deseos, tampoco ha superado el
choque con la realidad, y cada día está más claro que este partido se sitúa en
el centro derecha. El centro indica moderación, pero no diluye la categoría
principal, la que define su espacio natural: la derecha.
La batalla lingüística contra la distinción entre izquierda
y derecha ha fracasado, quizás porque el lenguaje necesita de las oposiciones
simples, las dicotomías, para enfrentarse a las realidades complejas.
Necesitamos simplificar, dividir y separar lo que, fuera de nuestra mente, no
es más que un continuo amorfo y caótico.
Aceptado lo inevitable de esa rápida, fácil y eficaz
dicotomía lingüística, el problema se ha trasladado a la distinción dentro de
cada una de estas dos categorías dominantes. En España este problema siempre ha
tenido una importancia decisiva. Así como el concepto de derecha ha permanecido
bastante estable y relativamente bien definido, con gran capacidad de
adaptación pragmática, el campo de la izquierda ha estado siempre sacudido y
atravesado por constantes divisiones irreconciliables. Lo estamos viendo hoy
mismo. El intento de aglutinar a las izquierdas con ese señuelo ambiguo del “gobierno
del cambio” no funciona.
El problema radica en la propia indefinición ideológica y
política de esas diversas izquierdas. Su problema es que no son en verdad “de
izquierda”, sino “de izquierdas”, cada una a su modo, una sectaria y dogmática,
otra malabarista y oportunista. A estas izquierdas confusas y claudicantes les
une una misma ambición: el asalto y la conquista del poder. Poco importa cómo
lograrlo y para qué. Empiezan por no tener una idea de España, de su
legitimidad histórica y su legalidad constitucional, y acaban peleando por el
reparto de despachos, incluido ese imposible semántico llamado
“plurinacionalidad”. Nada más alejado de una verdadera izquierda.
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