Juan
Pedro Aparicio acaba de publicar “Nuestro desamor a España”, un ensayo que ha
merecido el Premio Internacional Jovellanos. Lo presentamos en la Casa de León en Madrid Rogelio Blanco y este escribano, con la presencia
de Juan Pedro y de José María Hidalgo, el infatigable animador cultural de la
Casa. La apasionada discusión que se produjo entre la mesa y parte del público
me dicta estas reflexiones, mucho más breves de lo que el tema requiere.
En mi intervención destaqué la valentía y lucidez del
autor, el atrevimiento de poner en duda los tópicos e interpretaciones
reduccionistas de la historia de España, disolviendo el mito castellanista.
Este pensamiento “extramuros de la oficialidad” es imprescindible para
reinterpretar nuestro pasado y comprender mejor los problemas del presente. El
afianzamiento de un sentimiento natural de pertenencia a España, sin complejos,
debe basarse en el conocimiento real de lo que fuimos y lo que somos. Es aquí
donde se suscitó el debate de mayor interés. La discrepancia fundamental surgió
en torno a la pregunta “¿qué es la historia?”
Para algunos, entre los que se encontraba al Alto
Comisionado de la Marca España, la historia es sólo “lo que hacen los
historiadores”, algo, por tanto, subjetivo, hasta el punto de que no podemos
afirmar que exista una “historia real”, ya que todo es interpretable. Me
extrañó que desde posiciones conservadoras se defendiera ese relativismo
histórico propio del posmodernismo “líquido”, al mismo tiempo que se escandalizara
ante la crítica del esencialismo castellanista de los autores del 98, a quienes
debemos, entre otros, la última versión oficial de la historia de España.
Repetiré algo que en ese debate expuse: hay que distinguir
entre la historia real (la constatación de los hechos) y su interpretación. La
historia se basa en la descripción de los hechos reales, no en los hechos
inventados. Por difícil que sea comprobar y definir los hechos, sin esta
premisa toda la labor de los historiadores se viene abajo, no hay modo de diferenciarla
de la invención literaria. Sí, la historia es lo que hacen los historiadores,
pero lo que hacen, no lo que inventan. Lo que hacen para reconstruir del modo
más objetivo y veraz los hechos del pasado. La interpretación viene después y
un buen historiador distingue estos dos planos.
Juan Pedro Aparicio nos cuenta hechos que han sido
ignorados o directamente borrados de la historia oficial: todo lo que precedió
al final del reino de León en 1230 y la decisiva intervención de la Iglesia
Católica en el cambio de rumbo que entonces se produjo. El secreto, el enigma de
España no está en la simplificación literaria que hizo Ortega en su “España
invertebrada” cargando las tintas sobre la “embriogénesis defectuosa” de los
visigodos, “alcoholizados de romanismo”. Fue una encarnizada y prolongada
“lucha de tronos” lo que acabó con ese embrión democrático, esa “cuna del
parlamentarismo” que Juan Pedro y Rogelio Blanco lograron fuera reconocida por la
UNESCO. Es muy oportuno hoy recordarlo, cuando nuestro sistema democrático es
atacado por el frente común de los independentistas y la izquierda
reaccionaria.
Los hechos del pasado son irreversibles, y lo que hemos de
evitar es proyectar sobre ellos la mentalidad y los juicios del presente. Lo
que necesitamos es “desideologizar” la historia de España, descontaminarla de
las interpretaciones oficiales que enfatizan la influencia de Castilla, de sus
hombres y su indefinible identidad, sobre el conjunto de España, dejando de
lado la historia real en la que, desde el idioma hasta los hechos más decisivos
de nuestra historia, son el resultado de una gran variedad de influencias,
energías, conflictos y empeños compartidos desde la no tan remota Edad Media
hasta hoy. Así hemos acabado construyendo nuestra identidad común más
importante: la identidad democrática, esa en la que se funden y armonizan todas
las otras identidades, las que nos vienen del pasado y las que creamos en el
presente. Para defender esta identidad democrática, la que nos hace a todos los
ciudadanos libres e iguales, necesitamos reescribir la historia de España,
destacar todo aquello que, a pesar de los avatares históricos, nos unió y nos
sigue uniendo.
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