Dar
gato por liebre, oropel por oro. Confundir churras con merinas (unas dan leche,
otras lana), el culo con las témporas, la velocidad con el tocino. Es llamativa
la abundancia proverbial con que nuestro idioma nos alerta de un fenómeno tan
reiterado como el confundir cosas que nada tienen que ver entre sí, aunque a
veces se parezcan. Sigo sorprendiéndome de los artilugios de la mente, cómo se
inclina siempre hacia lo fácil, lo simple, lo que le sirve a uno para
identificarse con un grupo o una causa que le redima de sus miedos, su ansiedad
o la necesidad de sentirse importante. Es un mecanismo de simplificación
dogmática ante el que poco pueden hacer todas las prevenciones del refranero.
Sí, me sorprende cómo hoy tanta
gente se traga con tanta facilidad los nuevos dogmas y tópicos, engañifas y
señuelos, toda la basura mental con que el “sistema” (o sea, las estructuras
básicas de poder y dominación) va renovando sus instrumentos ideológicos y de
control de las emociones, su capacidad de manipulación de la información y el
flujo de las protestas, volviendo ineficaz toda resistencia y oposición. El
mayor logro del capitalismo actual (podría ser otro, pero este es el que
tenemos) ha sido comprender que, para sus fines, nada más eficaz que dominar
las conciencias, influir en el estado mental de la mayoría. Y para lograrlo,
poco importa quién lo haga ni el contenido de las ideas, principios o valores
que defienda.
Nada más eficaz que dejar con sus
ideas a quienes se rebelan contra la actual situación de injusticia y
dominación. Mejor aún, hacerles creer que están luchando contra el “sistema”
cuando en realidad lo están afianzando. Nada mejor que los esclavos se
encarguen de definir y mantener el sistema confundiéndolo con su liberación.
Analicen las nuevas consignas ideológicas que defienden quienes se
autoproclaman antisistema, de la “desmasculinización” y la imposición de la
diversidad sexual, a la pluralidad y el culto a las diferencias, la
sacralización de la identidad y el relativismo cultural. Todo esto es bueno y
respetable por sí mismo, y carca quien se opone a ello. La nueva religión
ideológico-política no admite crítica alguna. Bastaría observar el modo
totalitario con que se difunden e imponen estas ideas para estar prevenidos.
¿Qué tienen en común estos nuevos
movimientos que, amparados en causas justas, acaban convirtiendo a sus
seguidores en fanáticos intransigentes, desde animalistas a feministas, de
nacionalistas a secesionistas, de antimachistas a okupas, de propalestinos a
antisemitas, de plurinacionalistas a antiespañoles? ¿Por qué, en el fondo, toda
esta amalgama ideológica no le preocupa al “sistema”, sino que cada día la
acoge con mayor naturalidad dentro de su seno? Digámoslo claramente: porque le
sirve a un fin superior: dividir, confundir y enfrentar. Confundir y dividir
para dominar y vencer, algo tan viejo y simple como la más antigua estrategia
de guerra.
Por eso son tan útiles al “sistema” estas modas
ideológicas. Defiende lo que quieras,
hazlo como quieras y donde quieras, de la televisión al Parlamento. Siéntete
muy valiente y atrevido por levantar la bandera de estas causas. Lograrás con
ello lo que el “sistema” nunca conseguiría solo: impedir que la gran mayoría
(parados, obreros, profesionales, funcionarios, autónomos, pequeños y medianos
empresarios, todos trabajadores) se una, tome conciencia de que comparte una
misma situación y destino. Que se divida en grupos y grupúsculos, defensores
cada uno de causas particulares e irrenunciables; que ignoren su condición
común para defender su particularidad, su singularidad, su identidad.
Los que han sacralizado palabras como
diversidad, pluralidad, cultura propia o identidad, y han demonizado otras como
unión, lengua común, Estado único, clase social, derechos ciudadanos, bien
común, etc. Todos ellos no son ni progresistas, ni modernos, ni de izquierdas,
sino mantenedores de lo más abyecto del sistema, colaboracionistas necesarios
para que los dominados no se enfrenten a enemigos reales, sino imaginarios,
como España, los españoles, el Estado o Madrid.
Nada más revolucionario y avanzado hoy que defender lo
común e igualitario, lo que va más allá de lo diferente y particular, lo que se
asienta en nuestra condición humana por encima de las diferencias de género, de
orientación sexual, de preferencias políticas e ideológicas, de lugar de
nacimiento o del pasado histórico. Lo que nos define como ciudadanos de un
Estado democrático y no miembros de un grupo o una tribu, aunque esa tribu
quiera atribuirse la condición de nación para, paradójicamente, imponer una
única identidad y excluir la diversidad que no le conviene, o sea, la que nos
une a todos los españoles.
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