El impacto del término post-truth nace de descubrir que la política no necesita argumentar ni convencer con la verdad de los hechos, sino que los puede inventar y tener el mismo éxito. Así lo ha demostrado Trump, asesorado por Putin, que ha empezado a usar las falsas noticias como una nueva arma de destrucción masiva de sus adversarios. Conocían ya los anglosajones, como nosotros, la manipulación de las noticias, la mentira, el engaño y la falsedad, pero siempre ha gozado allí la verdad de prestigio y respeto, mucho más que entre nosotros. Una mentira podía echar a un Presidente de la Casa Blanca (recordemos a Nixon y su Watergate).
El interés de la nueva palabra está en que nos alerta de ese nuevo fenónemo que equipara la verdad y la mentira, revelándonos la inconsistencia de los hechos. Descubrimos de pronto que los hechos no son importantes por sí mismos, por su adecuación a la realidad objetiva, sino por los sentimientos y emociones que despiertan, alientan y confirman. La verdad no tiene un valor en sí misma, sino meramente instrumental.
Si la mentira puede producir los mismos efectos, poco importa que sea ficción o invención. El único requisito es que tenga “visos de verdad”. ¿Pero existe hoy algo que, presentado por la televisión, la radio, la prensa o internet, no tenga, de entrada, visos de verdad? Discriminar entre la verdad y la mentira, (o la medioverdad y la mediomentira), es una tarea agotadora, que exige mucha información adicional. Todos estamos más predispuestos a dejarnos llevar por nuestras creencias y emociones que a poner en duda lo que nos dicen y cuentan los medios afines.
Así que demos la bienvenida a la posverdad si nos ayuda a plantear el gran problema implícito en el neologismo: cómo puede la democracia hacer frente a la mentira utilizada como arma política de destrucción del adversario. Porque el problema está ahí, no en la dificultad de distinguir la verdad de la ficción, sino en el uso intencionado y masivo de la mentira como medio de alcanzar el poder.
Es aquí donde digo que vamos por delante (en contra de lo que creemos, los españoles hemos sido, y seguimos siéndolo, pioneros de muchas cosas, no todas malas, claro). En Cataluña, por ejemplo, la posverdad es el medio natural del independentismo. (Véase mi artículo en este mismo periódico, “Cataluña: del dicho al dato”). Los secesionistas han inventado, incluso, la poshistoria. No hay día en que un jeta, pagado por la Generalidad, nos descubra que ha descubierto el origen catalán de cualquier héroe o personaje relevante de la historia, del Cid a Cervantes. ¿Y la realidad de los hechos? ¿Qué les puede interesar a quienes proclaman que el 30% de los catalanes que votan independentismo son la mayoría del pueblo catalán, “indefectiblemente”? La propaganda separatista se empeña en que los catalanes vivan en la poshistoria, la poseconomía y la pospolítica. Bajo su influencia, los plurinacionalistas están empeñados en inventar el posestado y la posnación.
¿Pero se puede vivir permanentemente en una realidad falsa, inventada y sostenida sólo con emociones y sentimientos de superioridad? No hay duda de que una sociedad puede vivir durante un tiempo en el delirio compartido, pero no permanentemente. Lo malo es que no podemos esperar a que los hechos impongan su verdad, porque el sufrimiento y el coste humano no esperan. No hay otra salida que confiar en la fuerza de la palabra y la verdad para combatir la mentira.
(P.D. Dije que los nacionalistas han sido pioneros de la posverdad. Debo hacer justicia: han sido los dirigentes palestinos quizá los primeros en inventar las mentiras de la posverdad, empezando por inventarse a sí mismos como pueblo milenario. Aseguran incluso que Jesucristo era palestino. No es un chiste, no son de Bilbao. Mahmud Abbas, el pacifista, acaba de proclamarlo: Cristo no sólo era palestino, sino modelo para mártires terroristas, a los que subvenciona con un sueldo de por vida para sus familias. Dinero que, generosa e incondicionalmente, nosotros les damos. La posverdad es también un negocio).
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