(Foto: S. Trancón)
Nuestra mente funciona mediante un mecanismo tan simple como eficaz: la oposición. El modo más rápido de definir algo es oponerlo a su contrario. El mejor símil es el de la moneda: todo tiene dos caras. A no es B. Opuestos, complementarios y excluyentes. El problema surge cuando descubrimos esa dualidad dentro de un ser que, por definición, debería tener una sola cara identificadora. Jano posee dos rostros, opuestos, pero se trata de un dios. Si viéramos por la calle a un tipo con dos caras reales, una de ellas ocupando el cogote, nos daría bastante pavor.
La realidad política empieza a producirnos el mismo espanto: descubrimos que muchos políticos tienen dos caras, que han vivido durante años con un rostro tan maquillado, tan esculpido, tan hormigonado, que nos ha parecido su única cara, la auténtica, mientras que otra, la real, se hacía milagrosamente invisible. Hemos convivido durante años con monstruos bicéfalos, bifrontes, bicípites, bífidos, bilocados. Tipos que despotricaban contra la corrupción mientras se enfangaban chapoteando como batracios en el lodazal de las comisiones, los sobres, los maletines, los paraísos fiscales, los pelotazos. Impunidad, descaro, cinismo de una desfachatez nauseabunda.
Los ciudadanos normales, los que vivimos austeramente de nuestro trabajo; los que necesitamos pensar que la mayoría de nuestros vecinos, amigos y compatriotas no son ladrones, ni cabronazos, ni caraduras, ni hipócritas redomados… Nos quedamos paralizados, incrédulos y estupefactos ante el desfile ininterrumpido de saqueadores del dinero público, esos a los que Aznar, Rajoy y Esperanza Aguirre hasta ayer mismo defendían como los más honrados e intachables. Son ya tantos los implicados en tramas corruptas y corrompidas, que hemos perdido el nombre y la cuenta, porque el último cara B borra los anteriores.
Llegado a este punto se impone una reflexión con que intentar superar el pasmo y dar cauce a la ira, buscar alguna interpretación que nos ayude a comprender qué está ocurriendo. Porque el problema no es sólo que haya algunos corruptos, sino que sean tantos; no que sean políticos, sino que la mayoría sean políticos; no que ocupen cargos, sino que ocupen los cargos más relevantes, tanto en las instituciones como en la cúpula de los partidos; no sólo que mientan, sino que lo hagan ostentosamente; no sólo que roben, sino que lo hagan impunemente; no que hayan robado, sino que sigan robando ahora mismo.
Hecho el diagnóstico, se impone una explicación: nada de esto sucedería si, además de los corruptos, no hubiera una extensa red corrompida que lo hiciera posible e igualmente se beneficiara de ello: empresarios, funcionarios, jueces, abogados, bancos y banqueros. Pero también, y aquí llegamos a un punto neurálgico, si no existiera una importante masa de ciudadanos que, por activa o por pasiva, no reprueban ni denuncian ni se escandalizan de estas prácticas. El supuesto de que, si se está en política, es para aprovecharse de ello, está tan arraigado que se juzga idiota a quien no lo hace. Este modo de pensar y actuar viene seguramente de muy lejos, de siglos atrás, incluso. El Estado, por su manera de actuar, se ha ganado la desconfianza de los ciudadanos y no es visto como algo propio y común, sino como un ente despótico y depredador, del que hay que protegerse y, llegado el caso, vengarse. Arrastramos esta prevención que nos vuelve condescendientes con quienes aprovechan la ocasión de disponer del dinero público. Quizás sea esta una explicación de por qué se sigue votando a un partido tan medularmente corrupto como el PP.
Pero vayamos más allá: todo esto no sucedería si existiera una legislación más clara, unificada y eficaz del funcionamiento de la Administración y de los poderes del Estado. La actual dispersión, inseguridad y arbitrariedad jurídica hace posible que la adjudicación y contratación de la obra pública y el funcionamiento de los organismos del Estado sea el terreno abonado de la corrupción. Topamos aquí con la inoperante articulación del Estado, la falta de separación de poderes, la proliferación del poder territorial que establece sus normas y hace muy difícil el control y la transparencia, imprescindibles para atajar a los corruptos.
Hay muchos cara B, pero porque existe un Estado B, unos partidos B, unos empresarios B, un capitalismo B, unos ciudadnos B. El envilecimiento individual exige un medio adecuado en el que ir aprendiendo a actuar sin escrúpulos, tejiendo apoyos y connivencias, insensibilizándose ante el reproche moral, esquivando las leyes, despertando la ambición, excitándose con la acumulación del dinero, cegándose con que el poder.
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