El socioliberal Emmanuel Macron ha ganado la primera
vuelta de las presidenciales en Francia. Vuelve con él el debate sobre la
división entre izquierda y derecha. Muchos ya proclaman la desaparición de esta
dicotomía, considerada anacrónica. No es la primera vez que se anuncia.
Recordemos que el nacionalsocialismo, el fascismo y la Falange nacieron para
acabar con las derechas y las izquierdas. Todos los populismos empiezan
afirmando lo mismo. De Gaulle llegó al poder con un discurso parecido. Nada de
extraño que Macron haya dicho: “Como el General de
Gaulle, elijo lo mejor de la izquierda, lo mejor de la derecha e incluso lo
mejor del centro”. El matiz está en que no pretende acabar con esas categorías,
sino superarlas.
Tenemos que preguntarnos qué hay de nuevo en
esta oferta política, en qué se diferencia de la tercera vía de Tony Blair o
incluso de la tradicional socialdemocracia. Imposible saberlo. Podríamos decir
que se trata de lo mismo, pero ahora definido desde la derecha. Macron es la
cara amable de una derecha liberal, pertenece a las élites preocupadas por los
populismos que amenazan la economía libre y la globalización del mercado.
Necesita aparecer como no contaminado por los viejos poderes, hoy
desacreditados, pero su trayectoria es indiscutiblemente de derechas. Su
mensaje se asienta en los mismos principios e incluso repite mensajes que en
nada se diferencian de los populismos de siempre: “Un hombre nuevo para una Francia en marcha”. En Marche! se llama su
partido, que sustituye la ausencia de siglas definidoras por las iniciales del
propio líder.
Muchos se dejan deslumbrar por el espejismo
de “lo nuevo”, aunque no sea más que apariencia, ambigüedad calculada. No se
dan cuenta de que el éxito de estos fenómenos repentinos nace, no de ellos
mismos, sino del fracaso de los otros y, en general, de la incertidumbre y el
miedo que provocan situaciones de crisis como la que estamos viviendo. Pero una
cosa es comprobar que los partidos de derecha y de izquierda despiertan todo
tipo de críticas y recelos, y otra creer que estas categorías son ya
inoperantes, inservibles. El tiempo, con su terca insistencia, suele aclarar lo
oculto, definir lo indefinido. Ahí tenemos a Ciudadanos, del que ya
nadie duda que está a la derecha, y otro tanto ha pasado con Podemos,
que de transversales se han ido a la extrema izquierda, dogmática y
totalitaria.
Detrás de la supuesta desaparición de la
izquierda y la derecha, como vemos, siempre aparece la izquierda o la derecha,
prueba de la eficacia pragmática de esta distinción. Los ciudadanos no parecen
dispuestos a prescindir de estas categorías, por más que las consideren
confusas y a veces indefinibles. Vaga, pero suficientemente, saben que
izquierda significa preocupación por los intereses de la mayoría, especialmente
por los más desfavorecidos, y derecha, defensa de los más ricos, poderosos y,
con frecuencia, privilegiados. Se construye así un patrón ideológico y
semántico que luego se proyecta sobre la economía, la función del Estado, los
derechos sociales, la educación o la sanidad, campos en que los ciudadanos
suelen distinguir bien qué tiende a defender un partido de derechas y otro de
izquierdas.
El problema no está, por tanto, en acabar con
esta oposición, sino en redefinirla. Sobre todo desde el campo de la izquierda.
Es aquí donde reina la mayor confusión, porque hoy ni la izquierda populista,
sectaria y revanchista, ni la izquierda socialdemócrata sirven ya para encarar
y resolver los graves problemas sociales, econ ómicos
y políticos. Lo que vemos en Inglaterra, Francia e Italia, se agudiza en
nuestro país, porque aquí se añade un fenómeno insólito, inimaginable en esos
países: el abandono de la idea nacional por parte de esas izquierdas. La busca
de la igualdad, esencial en la definición de la izquierda, ha sido sustituida
por la identidad; la unidad y la soberanía nacional, base de todos los derechos
democráticos, reemplazada por el derecho a la independencia de “los pueblos”.
Redefinir a la izquierda significa acabar con
esta anomalía, pero también establecer un nuevo vínculo entre “empresarios” y
“trabajadores” que rompa la dialéctica de la lucha de clases que estableció el
marxismo y que justificó la invención de la socialdemocracia. La izquierda debe
redefinirse y dar sentido a su oposición a la derecha, con la que se ha ido
confundiendo. Es el abandono de la defensa de la igualdad y la unidad de los
trabajadores, y la supeditación de su política a los intereses de una minoría
poderosa, lo que ha hecho dudar a muchos ciudadanos de sus diferencias con la
derecha.
Hoy es necesario establecer una nueva
interpretación, una teoría que explique las contradicciones sociales desde una
óptica que supere la simplificación marxista. Es necesario, por ejemplo,
distinguir, dentro de la burguesía, entre una clase empresarial productiva, creadora
y socialmente responsable, y otra improductiva, especulativa y parásita que
sólo se preocupa por mantener sus privilegios y su posición dominante
controlando todos los resortes y el poder del Estado. De mismo modo, hemos de
distinguir entre los ciudadanos que se hacen responsables de su vida y aquellos
que todo lo exigen al Estado; entre amparar a quienes carecen de medios,
posibilidades y oportunidades para salir de la pobreza, la marginación o el
paro, y subvencionar a quienes se aprovechan del Estado para mantener sus
privilegios ; entre quienes cumplen con sus
obligaciones fiscales (asalariados en general) y quienes las eluden mediante
trampas e ingeniería fiscal (altos profesionales, empresarios, directivos y especuladores
financieros).
Estos son ejemplos parciales que muestran la
necesidad de sustituir la “lucha de clases” por una dialéctica de las “contradicciones
sociales” en que la confrontación no se establece entre grupos definidos sólo a
partir de su condición económica, sino teniendo en cuenta otros factores. La
sociedad hoy es compleja, heterogénea, formada por grupos de intereses
diversos, no necesariamente antagónicos o excluyentes. El marxismo parte de una
consideración puramente economicista del ser humano y no concibe otra base para
la constitución de grupos o clases que su posición económica antagónica. Una línea divisoria distinta ha de tener en
cuenta otros criterios objetivos y generales, entre los que se encuentran la justicia,
la equidad, la igualdad y la seguridad, pero también la libertad, la iniciativa
personal, la recompensa del esfuerzo, el estímulo del beneficio, la
responsabilidad social. La función de la política y el Estado es canalizar
todas las contradicciones sociales estableciendo una clara distinción entre
demócratas y antidemócratas, entre quienes resuelven los conflictos a través del
ejercicio constante de la democracia o quienes utilizan medios espurios como la
corrupción, la amenaza, el chantaje, la presión política, el control del poder
judicial, la ingeniería financiera, etc., para imponerse y dominar a la
mayoría.
La izquierda tiene que atreverse a superar la
división simplista entre “ricos” y “pobres”, “casta” y “pueblo”, “trama” y “gente”,
que atribuye a los primeros el origen de todos los males y convierte a los
segundos en merecedores indiscriminados de todos los derechos. La mayoría de los
“pobres” no son responsables de su situación, pero tampoco los “ricos” son los
causantes únicos o directos de su pobreza; ni unos ni otros tienen lo que
tienen por obra exclusiva de sus méritos, capacidades y esfuerzo, sino en
función de las condiciones sociales y las normas que en cada caso se
establecen. Este es el terreno en el que la izquierda debe construir un nuevo
paradigma, una nueva forma de encarar los antagonismos sociales para
convertirlos en un factor estimulante de progreso, individual y social, que
tenga en cuenta multiplicidad de necesidades y anhelos del ser humano, hoy
groseramente limitadas por el consumo insostenible, la manipulación de las
emociones y el control de las conciencias.
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