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jueves, 16 de noviembre de 2017

BANALIZAR EL SUFRIMIENTO


(Fotos: S. Trancón)

El dolor. El sufrimiento. El abatimiento. La desesperación. La angustia. El desmoronamiento. El miedo. El desgarro. El ahogo. La indefensión. La impotencia. La rabia. El odio. El desánimo. La depresión. La amargura. La humillación. El desprecio. La pobreza. La enfermedad. La desgracia. La pena. 


Sentimientos. ¿Quién puede medir, contar, describir, valorar el sufrimiento diario de los millones de personas que viven a nuestro alrededor? Me refiero al sufrimiento cuyo origen no es el azar, ni el destino, ni el que procede de lo incontrolable de la naturaleza o de nuestra propia fragilidad física, sino al causado por otros seres humanos, que es la mayor fuente de dolor y sufrimiento que padecemos.

La indiferencia, el desprecio, la traición, el engaño, el rechazo, el insulto, el ignorar, borrar o negar las consecuencias de nuestros actos, o sea, todo el dolor que provocan, la cadena imparable de sufrimiento que una decisión u otra puede causar en los demás; tener en cuenta esa variable decisiva que determina el valor de nuestros actos (el grado y la cantidad de sufrimiento que podemos causar a los demás), debería ser un principio siempre presente en nuestra vida, algo que habría de aprenderse a valorar en la escuela, un aprendizaje básico.

La capacidad del ser humano para hacer el mal a otro es casi infinita. Cualquier ser humano es capaz de destruir a otro, de causarle un mal irreparable y, en la misma proporción, encontrar una justificación, una explicación o una excusa para no reconocerlo y menos para pedir perdón y arrepentirse. Sin una prevención constante, poco a poco podemos ir perdiendo la conciencia del mal que causamos, cayendo en una desensibilización progresiva ante el mal y disculpando a quien lo causa.

Me vienen al corazón y a la mente estas reflexiones a propósito de todo lo que estamos viendo y viviendo estos meses en Cataluña, que no es más que el síntoma de algo que ya afecta a toda España. Me refiero a esa dimensión humana de la política, la que tiene en cuenta el sufrimiento que causan los actos y las decisiones políticas, algo tal olvidado, borrado y ausente de todos los comentarios y análisis, no ya de los políticos, sino de la mayoría de tertulianos, periodistas y opinatólogos que parlotean en radios y televisiones.

Hannah Arendt fue la primera que nos alertó sobre ese fenómeno que llamó la “banalización del mal” para advertirnos que no hace falta ser un psicópata, un trastornado o un degenerado para hacer sufrir o destruir a otro ser humano. Que también se puede acostumbrar uno al mal y aprender a convivir con él sin remordimiento ni malestar alguno. Para banalizar el mal lo primero que hay que hacer el banalizar el sufrimiento ajeno.

Quiero destacar esto, precisamente. El cúmulo de sufrimiento y dolor que el proceso independentista catalán ha causado, causa y seguirá causando; la tensión, la desazón, la angustia, la pérdida de energías, el miedo, el desprecio, los innumerables enfrentamientos abiertos y larvados, los insultos, las amenazas, la represión y tumefacción de los sentimientos, la contaminación de las emociones. Todo ese maremagnum invisible e invisibilizado, lo que está provocando es la banalización del sufrimiento, o sea, el acostumbrarnos al mal, a no indentificar y valorar el dolor que causan los políticos y sus decisiones, el no conmovernos ante el sufrimiento y dolor del otro, porque no hay catalán al que, por muy apolítico e irresponsable que sea, al que no le afecte lo que ha sucedido y está sucediendo hoy en Cataluña, pero también al resto de españoles.

Que los responsables directos de todo ello no reconozcan el mal causado, que pretenden borrarlo con una declaración impostada y mendaz ante un juez, es algo que todavía agrava más esa banalización del mal y el sufrimiento. Que nos pidan, además, que transijamos con esa impostura, con esa farsa manifiesta, sin pedir perdón ni arrepentirse, es una subyugación que nadie debiera tolerar. Hablo de responsables directos, y aquí incluyo no sólo a los urdidores y autores y causantes de tanto mal, sino a sus consentidores y colaboradores necesarios.

¿Ponemos nombres? Pues vaya; no sólo los Pujol, Mas, Puigdemont, Junqueras, Forcarell, Jordis, Turull o Cucurull, sino los Colau, Doménech, Fachín, Rufián, Tardá, Soler, Llach… ¡Joder, conocemos a más políticos catalanes que a todos los del resto de España! Pero sigamos: también podemos añadir a esa lista interminable a los Iglesias, Echenique, Iceta, Sánchez… ¿Y Rajoy? Pues sí, y a la cabeza, porque su responsabilidad es tan enorme que casi oscurece a la de todos los demás. ¿Alguno de ellos se ha parado alguna vez, aunque sólo sea un segundo, a pensar en el dolor que causan sus palabras, sus gestos, sus decisiones? ¿En qué medida, proporción y desproporción están contribuyendo a la banalización del sufrimiento?

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