Se aprobó en el Parlamento catalán una Ley de Transitoriedad y Desconexión que anulaba la Constitución, pero eso todavía no era ni delito ni nada, se podía seguir adelante hasta… ¡Hasta que esa ley produjera efectos constitutivos de delito! Rajoy pintó una línea roja en el agua y, claro, ni la tinta llegó al río. Ya con el 155 en marcha, si por él fuera, lo ideal sería seguir en punto muerto, meter un poco de ruido (no mucho) con el motor arrancado, pero sin sacarlo del aparcamiento, no sea que si salimos a la calle las turbas independentistas acaben subiéndose al capó y destrozando el coche, una imagen de humillación y violencia que vale más que mil palabras encubridoras.
Ha tenido que venir una juez que no se ha dejado enredar por una teoría tan estrambólita, para recordarnos que el lenguaje es algo más que una mera declaración abstracta o subjetiva de intenciones; que el decir, el declarar, el aprobar un documento, es ya en sí mismo un acto objetivo, y más cuando esas palabras se plasman en escritos que públicamente se aprueban y a los que se otorga validez de ley que obliga a su cumplimiento. Ha tenido que hacer oídos sordos a tanta confusión y marrullería legal para decirnos que sedición, rebelión, insurrección, malversación de fondos públicos, prevaricación y desobediencia, no son sólo palabras cuyo contenido se pueda diluir en meros propósitos e intenciones, sino en sí mismos hechos delictivos y de violencia; que las palabras, los acuerdos, las decisiones, forman ya parte de la ejecución de un plan en sí mismo delictivo. Y que quienes así actúan constituyen una banda organizada que pretende cambiar todo el orden democrático establecido.
Ya hace mucho que la pragmática nos descubrió que hablar no es sólo decir, sino hacer. Que además del significado existe el sentido, el contexto, la recepción y la interpretación del significado. Que hablar es un acto comunicativo, no sólo transmitir un enunciado semántico. Que hablar es actuar, influir directamente en el otro, provocar hechos, producir cambios en la realidad. Que toda la realidad está sostenida por las palabras, que no hay acto humano que no vaya acompañado de palabras que lo justifiquen e impulsen.
Yo tengo un principio, que creo debería ser norma a seguir en cualquier discusión legal y política, que las palabras deben tomarse siempre al pie de la letra y en todos sus sentidos. Para iniciar cualquier debate que quiera descubrir la verdad y llegar a algún acuerdo, se ha de partir de reconocer el sentido literal de las palabras, que es el mejor modo de despojarlas de adherencias subjetivas, sobrentendidos y malentendidos, intenciones ocultas, supuestos e implicaciones no declaradas. Fijado el sentido básico, es ya más fácil descubrir lo demás: la intención, la manipulación, el conflicto emocional y la voluntad de poder que las palabras ocultan.
El independentismo antidemocrático y populista ha sabido utilizar el lenguaje como su principal arma política. Hemos de ser capaces de desenredar la madeja de confusiones que ha ido creando, hasta contaminar el mismo lenguaje del derecho. Hay que tomar las palabras en serio y tener en cuenta todos sus efectos. Esto debería servir, por ejemplo, para acabar con la “inmersión lingüística” en la escuela (sumersión obligatoria en catalán para los hispanohablantes), que inocula el separatismo y el supremacismo en la mente de los niños a través de las palabras, los gestos y las actitudes, o sea, todo lo que el lenguaje dice y hace.
El lenguaje es nuestra última barrera democrática. Cuando pierde su capacidad de acercarnos a la verdad de los hechos; cuando lo dejamos en manos del poder de los tiranos, los corruptos o los pusilánimes… Entonces sí que lo hemos perdido casi todo. Así que, bienvenidos sean los jueces que, al menos ellos, no se dejan embaucar por esos sofismas que pretenden separar las palabras de los actos y los actos de las palabras.
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