Veloces del fondo inmóvil vienen,
quién sabe qué, quiénes, y me inquieta su sombra, aleteos negros a
mi derecha, por arriba, por abajo, los veo con el rabillo de ojo,
vuelan como murciélagos y desparecen, fugaces señales de ese mundo
que no veo pero que está ahí, aquí, siempre presente, rodeándome,
yo sumergido en él, y acaso los fugaces instantes en que me doy
cuenta son también para otros seres fugaces reverberaciones que
tampoco saben interpretar, también perplejos en el otro lado, al
otro lado de la pared de cristal que es un velo que vela lo
transparente.
Esa vibración oscura deja su eco
dentro de mí, y en el centro de mi pecho una inquietud hormigueante,
ondas que no encuentran su acomodo en las olas del infinito. La paz.
La serenidad. La mirada del infinito contemplando el infinito. La
quietud, la absoluta inmovilidad de los hojas brillantes del magnolio
contra el azul diáfano del cielo, el mar abajo en profunda calma. Y
en esa suavidad una dulce disolución.
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