Mi amigo Carlos Guzmán va a realizar una exposición fotográfica sobre los palomares de Tierra de Campos. Me piden los organizadores un poema sobre el tema. Improviso un romance, que escribo enseguida, sin ninguna pretensión literaria. Es casi imposible eliminar del romance su pátina antigua: la estructura rítmica condiciona su contenido. Ni Lorca logró despojarlo de sus ecos tradicionales y populares.
Para los que vivimos una infancia en la que ese pasado aún seguía vivo, con el deseo de que estos originales monumentos no desaparezcan.
Por el ancho mar de trigo,
una ola de palomas.
Entre surcos oxidados,
la blanca nube se posa:
nïeve sobre la arcilla,
sobre la llanura roja.
El redondo palomar
como un árbol se deshoja;
quedan vacíos sus nidos,
silencio de plumas rotas.
En los desolados campos,
tejadillos de pagodas:
el oro de los adobes
relumbra sobre las lomas.
Más voraz que el gavilán
el tiempo los desmorona.
Llega un arrullo de siglos,
zureo entre ruinas góticas.
Los pichones se acurrucan
hasta que surge la aurora;
con el lápiz de sus picos
pintan de rosa las horas.
Junto al tapial carcomido,
el viejo arado reposa.
Entre espadañas y juncos,
un lejano rumor de olas.
La laguna se despierta
con el canto de la alondra.
A su orilla las zuritas
beben ya su propia sombra.
Palomares de mi infancia,
sois de estos campos coronas
que en otro tiempo se alzaron
entre un fulgor de amapolas.
Sueños de sueños aún vivos
que de estas tierras aún brotan.
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