Lo confieso: toda mi lógica, toda mi capacidad analítica queda hecha
harapos cuando intento responder a la pregunta de por qué los españoles votamos
a quien votamos. Yo, que me considero un ciudadano políticamente informado y
responsable, sé a quién voto y por qué, pero en cuanto aplico mi racionalidad a
los otros me sobreviene la duda, me sumerjo en el enigma, el misterio, el
arcano. He de suponer que, como yo, cada cual tiene fundadas razones para
decidir su voto, y serán seguramente tan racionales y válidas como las mías.
Pero si trato de analizar los resultados electorales en su conjunto, entonces
no hay modo, toda mi lógica se desmorona.
Simplificando, podríamos
decir que hay tres grandes motivaciones para votar a un partido: su programa,
su líder y sus mensajes. Los programas, aunque se presenten en forma de
catálogo comercial, ni se leen ni se analizan en su conjunto, que es la única
forma de valorarlos. La falta de ideas y principios se combina con vaguedades
etéreas y medidas concretas de imposible o irrelevante aplicación.
Si pasamos a analizar a
los líderes, el enigma se agranda. Tres cosas son las que pueden determinar
nuestra valoración: su imagen corporal, su retórica y su historia personal. En
mi libro Teoría del Teatro, analicé lo que llamé “la transparencia del cuerpo”
y recogí una frase de Darío Fo: “si observas y sabes leer el lenguaje de las
manos, de los brazos, del cuerpo, no se te escapa nada del embuste ajeno”. La
verdad siempre está en el cuerpo.
Yo no puedo sustraerme a los mensajes de la
anatomía. Observo, por ejemplo, a Rajoy y veo que camina con esfuerzo, cierra
los puños para darse impulso, las piernas tiran penosamente de su otro medio
cuerpo; la piel de su rostro brilla en exceso y cuando habla las palabras
tropiezan en su boca, de labios amoratados. Su retórica de la obviedad se
embarulla con frecuencia y produce esos retruécanos deslumbrantes: “somos
sentimientos y tenemos seres humanos”… En cuanto a su historia personal, nada
le saca de una mediocridad gloriosa, salvo el trapicheo de los sobres, cuyo
alcance y profundidad algún día conoceremos.
La anatomía de Iglesias puede llegar a obsesionar:
pecho encogido, espalda curvada cerca de las cervicales, barriga caída e
incipiente, piernas que tienden al arrastre, dientes que están pidiendo una
recolocación, cejas y rostro con signos de prematuro envejecimiento. Su aleteo
de brazos, adelantando la cabeza, es gesto de matón que reprime con retórica edulcorada
y condescendencia jesuítica. Su historia personal aclara hasta cegarnos lo que
su corazón trata inútilmente de ocultar: una ambición personal desmedida. Sus
mensajes son pura hojarasca, tan cambiantes como viento de marzo.
Rivera y Sánchez, desde el punto de vista corporal,
no transmiten esa falta de armonía que vemos en Iglesias y Rajoy. El problema
de Sánchez es su rigidez y voluntarismo, que se refleja en el gesto y el rostro
encorsetado y la sonrisa forzada. A Rivera le falta reposo y solidez interna;
no basta con dominar la impulsividad y la inseguridad.
Buscando aclarar el enigma, por tanto, yo le doy
importancia a ese mensaje inconsciente de los cuerpos, que puede determinar el
rechazo o la identificación con los líderes. No parece esto, sin embargo, un
elemento decisivo, ya que no se corresponde con el apoyo de los electores,
contradiciendo, entre otros supuestos, ése que otorga una enorme importancia a
la imagen de los líderes.
Sólo se me ocurre una última explicación: que cada
uno atiende sólo a aquellos mensajes que quiere oír, tanto para confirmar el
sentido de su voto como para justificar su veto al resto de partidos. Cuando
más (y a más gente) halague los oídos, alimente sus rencores, desvíe sus
frustraciones, proyecte sus miedos, despierte expectativas, anuncie castigos,
prometa dádivas, asegure privilegios, etc., tanto más eficaz será el mensaje. Es
en esta zona pantanosa de las emociones y los sentimientos, no en la
racionalidad, donde, al parecer, se dirime nuestro futuro.
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