El
mayor error de la Transición fue suponer que con cambiar las estructuras
políticas generales (partidos, elecciones, Parlamento…) y redactar una
Constitución, ya teníamos un sistema democrático. Nadie se preocupó por
construir un sólido entramado de instituciones democráticas, imprescindible
para el buen funcionamiento de un Estado democrático. Tampoco se pensó en la
necesidad de llevar a cabo una labor general de educación política y
democrática. El resultado ha sido que, desde el inicio, nuestra democracia ha
funcionado mal y, con el paso del tiempo, sus carencias y anomalías han ido en
aumento.
Nadie
quiso reflexionar sobre un principio básico: que no hay democracia sin
demócratas. Y que nadie nace demócrata. A la muerte de Franco podría haber
muchos antifranquistas, pero había muy pocos demócratas. Con el tiempo se vio
que el problema no era la pervivencia de franquistas antidemócratas, ni
siquiera el llamado “franquismo sociológico” (destinado a desaparecer), sino la
escasez de demócratas convencidos. Hoy el problema incluso se ha agudizado. La
degradación, deterioro y debilitamiento de la democracia se extiende a todos
los ámbitos.
Uno
de los síntomas más llamativos de esta situación es el uso espurio del
principio de la mayoría. Es un error semántico llamar mayoría absoluta a la mayoría
relativa del 50%+1. Establecer este principio cuantitativo como norma básica de
decisión es una perversión de la democracia, porque legaliza que una mitad pueda
imponerse sobre la otra, creando una tensión y enfrentamiento que es lo que
precisamente trata de impedir el principio democrático de la mayoría. Para
todos los asuntos relevantes debería exigirse una amplia mayoría, que casi
siempre puede establecerse en torno a los 2/3. Imaginemos que esta mayoría se
exigiera para la elección de alcaldes, presidentes de Diputaciones, de Comunidades
o del Gobierno Nacional, o para la aprobación de sus respectivos presupuestos.
No digamos ya para establecer o modificar leyes básicas.
Se
me objetará que esto paralizaría las instituciones. Pienso todo lo contrario:
esto obligaría a debatir, a aclarar bien lo que se decide y a que toda decisión
importante contara con un verdadero apoyo social. El resultado sería que se legislaría
mucho menos, eso sí, pero mucho mejor. Una ventaja extraordinaria, porque en
gran medida hoy el Parlamento (y no digamos los Parlamentos Autonómicos) se ha
convertido en un monstruo, una estructura aberrante que necesita alimentarse
con leyes, decretos, recomendaciones, proposiciones, reprobaciones,
exhibiciones y algaradas mediáticas para justificar su propia existencia,
dándose una importancia que nada tiene que ver con una acción política eficaz.
Cuando
los problemas y conflictos importantes de una sociedad se resuelven con el 50%+1
(ese uno puede ser un solo voto), algo va mal, algo debe cambiarse o ha de buscarse
otra solución que alcance una verdadera mayoría. El azar de un voto de más o de
menos no puede legitimar una decisión democrática. La arbitrariedad antidemocrática
de los referendos del 50%, , por ejemplo, se revela en el hecho de que si el
resultado no es favorable a quienes lo plantean, se proclama el derecho a
repetir cuantas veces sea necesario hasta lograr ese +1, ¡pero no en caso
contrario!
Una
democracia del 50% es una democracia rebajada, una democracia de saldo, hecha
de apaños, componendas, trapacerías y trapicheos, eso que hemos visto con la
aprobación última de los presupuestos. Una democracia degradada que, lejos de
promover la expresión de la voluntad de la mayoría, favorece la división, la
hipertrofia del aparato de los partidos, su poder incontrolado sobre las
instituciones y organismos del Estado.
Imaginemos
que, frente a la actual algarabía y los aspavientos con que los diputados
justifican su sueldo, sus señorías se dedicaran un año entero a debatir y
aprobar una auténtica reforma, por ejemplo, del sistema fiscal, de la Agencia
tributaria, revisando todos los impuestos, unificándolos, simplificándolos,
explicándolos bien a los ciudadanos, logrando una colaboración activa de todos
para perseguir el fraude, la economía sumergida y la evasión fiscal;
convenciendo a la sociedad de que el sistema establecido es el más justo, el
más equitativo, el más eficaz, el más favorable para los intereses de la
mayoría. En lugar de perder el tiempo en cien mil asuntos, que todos los
esfuerzos, discusiones y acuerdos se orientaran a establecer un nuevo, justo y
eficaz sistema impositivo. Y a aprobarlo por una auténtica mayor
ía. ¿Imposible? ¡Pues que se vayan todos a su puñetera casa!
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