En
cuanto uno se pone a pensar sobre lo que sea, se topa enseguida con esa
contradicción básica: individuo contra grupo, grupo contra individuo. Como es
ineludible, uno concluye que el problema no es la incompatibilidad de esos dos
polos, sino su necesaria armonización y equilibrio. Un individuo sin el grupo,
perece; un grupo sin individuos, acaba desapareciendo igualmente. El individuo
puede matar al grupo, del mismo modo que el grupo al individuo. Así que nada
más importante que desarrollar la propia individualidad al mismo tiempo que uno
aprender a integrarse en la sociedad y en alguno de los muchos grupos que la
componen (desde la familia y el trabajo, a los amigos o el partido político con
el que se identifica).
La
sociedad moderna ha ampliado el espacio de la individualidad, permitiendo al
sujeto tomar una mayor conciencia de sus posibilidades personales, invitándole
a desarrollarlas por encima de presiones sociales o de grupo. Históricamente,
esta ampliación de los ámbitos de libertad individual ha producido, sin
embargo, un efecto de retracción, de miedo y repliegue en la protección del
grupo, como estamos viendo en el resurgir de los nacionalismos. La
contradicción básica se agudiza y entonces descubrimos que quizás el motor de
la historia no sea, como dijo Marx, la lucha de clases, sino el conflicto entre
individuo y grupo. Intentaré explicarme.
Todos
necesitamos la protección del grupo, pero cuanto más homogéneo sea, cuanto
menos permita la discrepancia y la diversidad individual, mayor dificultad
tendrá para mantenerse unido. Llegado a un punto crítico, la fuerza
disgregadora provocará una reacción defensiva, y es entonces cuando surge la
figura del caudillo o de una camarilla que impone la unidad por la fuerza, casi
siempre con el apoyo de una mayoría asustada. El grupo, paradójicamente, se
somete a la voluntad de un individuo o individuos para asegurar su permanencia.
Todo
esto choca con el funcionamiento de la sociedad democrática que se basa en la
defensa del individuo como un sujeto libre y responsable, capaz de integrarse
en la sociedad sin renunciar por ello a su plena individualidad. Desarrollo
individual y responsabilidad social son, en una sociedad democrática moderna,
inseparables. Esto significa que la sociedad debe ofrecer al individuo, en
condiciones de igualdad, las mayores posibilidades para el desarrollo de su
personalidad, al mismo tiempo que el individuo debe devolver a la sociedad
aquello que necesita para el mantenimiento de su seguridad y la igualdad
efectiva de derechos de todos los ciudadanos.
Llevado
al terreno de la economía esto significa que el individuo tiene que poder
desarrollar su iniciativa individual en condiciones de igualdad de
oportunidades. Dado que la obtención del beneficio es uno de los estímulos más
potentes que mueve al individuo a desarrollar sus capacidades e iniciativas, la
sociedad debe no sólo aceptarlo, sino estimularlo. Este principio, coherente
con la defensa del pleno desarrollo individual, choca, sin embargo, con la
realidad política y económica de nuestra sociedad que, en contra de su
fundamento, permite que se recompense más, no el esfuerzo, el trabajo, la
iniciativa y la creatividad, sino la corrupción, el robo, la evasión fiscal, el
fraude, el pelotazo financiero, las tramas de amiguismo, el corporativismo, el
clientelismo partidista, el tráfico de influencias y favores, etc., o sea, todo
cuanto un pequeño grupo o una minoría organizada puede llevar a cabo para
mantener su poder y sus privilegios, utilizando para ello todos los resortes
del Estado. Esta perversión y degeneración de la democracia tiene muy poco que
ver con la defensa del estímulo competitivo,
la libertad de empresa, de mercado o de iniciativa emprendedora.
En
definitiva, y retomando el tema de mi anterior artículo, nada más importante
para un individuo que quiera desarrollar sus capacidades emprendedoras en
igualdad de condiciones y oportunidades, que diferenciarse de esa minoría
corrupta y parásita acostumbrada a utilizar las leyes, el dinero público y el
poder del Estado para su propio beneficio. Los verdaderos empresarios
emprendedores, deberían ser los primeros en denunciar a esa minoría arrogante,
poderosa y depredadora que teme por igual a la iniciativa y creatividad
individual, que a la exigencia de responsabilidad social, que no es otra cosa
que una forma de compensación equitativa por todo lo que reciben de la mayoría,
o sea, del grupo.
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